sábado, 11 de abril de 2015

"El político"

El hombre tiende a cultivar una suerte de artes cuya inmutabilidad es, a todas luces, infame. O lo que se alteran son los medios, conservándose los modos. Uno consolida esta percepción cuando ve películas como El político, la gran obra de Robert Rossen, que le valió el Oscar como mejor película de 1949, recibiéndolo él en calidad de productor.
 
Nos cuenta la historia de Willie Stark, un hombre corriente, con el intelecto justo, pero con una sorprendente capacidad oratoria y facilidad para conectar con el ciudadano. Stark, cansado de la corrupción política —«Dicen que es un hombre honrado»— y convencido de sus dotes de gobierno, decide presentarse a unas elecciones. Vapuleado por el sistema que condena, aunque persistente en sus intenciones, consigue el título universitario en Derecho. Años después, vuelve a la carrera política con una nueva derrota. Sin embargo, de esta última extrae una importante lección: para ganar, ha de emplear las mismas armas que sus oponentes. Ha aprendido cómo vencer. «La política es un juego sucio. Y él jugó sucio», afirma el narrador y coprotagonista Jack Burden. Soborno, fraude, amenaza, chantaje, coacción, cualquier método es válido para alcanzar la victoria, practicando todo aquello que había condenado. Se embriaga de poder, amparado por la fe de un pueblo humilde, y es elegido gobernador.
 
«Hablar es lo suyo», le espeta un personaje a quien pretende sobornar. «Me acuerdo cuando empezó a hablar […]. En aquella ocasión dijo muchas cosas, y muy bien dichas. Para mí y para mucha gente. Yo me fie de usted y le voté, y peleé por usted. Las palabras siguen siendo válidas… pero usted no… Y no creo que lo fuera nunca».
 
La corrupción y la opresión son las señas de identidad de su mandato, la demagogia y el popularismo son sus escudos: «Willie sabía que, si gritas algo muy alto y lo gritas muchas veces, la gente acaba por creerte».
 
Extrapolado a la actualidad, corrupción y política van de la mano con malévola espontaneidad. Se barrunta de consuno con el cargo, como el juramento, el despacho o la firma en sello. Y lo han hecho siempre. Podrán haber cambiado los medios, si bien se mantiene su contenido: incitar las ambiciones humanas, viciando los ideales, arquetipos de la integridad personal. Tentar la moral, si alguna vez se tuvo, violando la incólume virtud puberal (en un sentido ético, claro).
 
Se precisa de una persona de sólidos principios, cuyo anclaje sea seguro al hacer frente a la marejada de intereses que se formarán en derredor. Honestidad y decencia en sus actuaciones. Pundonor en los vínculos. Escrúpulos en el cumplimiento del deber. Se precisa de un hombre honrado, de intachable rectitud; con mandato limitado sin posibilidad de renovación. Dónde se hallará ese hombre es el desconsolado enigma.
 
Y, por certeza, el poder puede tornarse peligroso, si arbitrariamente se prescinde de una evidente deontología. Marginar las obligaciones y responsabilidades —o no tenerlas presentes— al participar en Política, contemplar el arte como un juego sujeto a caprichos, prescindir de su condición de servicio público o presumir la inexistencia de límites transforman al ejemplarizante en el depravado, destruyendo unas esperanzas ya exiguas, siendo la degradación una constante.
 
Esto parecen nuestros políticos, estigmatizados por el oprobio de su conducta indecente. Amarrados al imperio, enrocados en un discurso insustancial de exculpación, buscando expiar sus pecados sin asumir culpas, confiados en el innecesario abandono y la consiguiente huida, resguardados bajo una palmaria impunidad. Los ciudadanos marchamos cansinos por el hartazgo de tanta memez concentrada, viéndonos sometidos a la condena de soportar a una calaña de ingratos que no supieron sostener unas modestas reglas, todavía sin encontrar a aquel hombre honrado.
 
El propio Rossen sufrió el azote de los políticos. Su pasado como miembro del Partido Comunista le valió la persecución del Comité de Actividades Antiamericanas. Denostado, se exilió a Europa, para regresar a Estados Unidos en los años sesenta, donde rodó sus dos últimos éxitos, El buscavidas y Lilith, antes de morir en febrero de 1966.
 
El director teatral y escritor, quien participaría en míticos guiones —sirva de muestra Los violentos años 20—, acreditaría su valía como director de cine colocando alto el listón con la realización de Cuerpo y alma y Johnny O’Clock.
 
El político, estrenada en 1949, en plena fiebre anticomunista y aglutinación del control gubernamental, fue un descarado desafío a la clase política de la época. El retrato de sus bajezas y miserias, difundido a través de la mayor maquinaria propagandística del país, ponía al descubierto una realidad velada por la máscara de la imagen retratada con la cámara fotográfica o compuesta para el mitin. Una desvergüenza de la cual aún hoy se dejan acompañar.

lucenadigital.com, 1 de marzo de 2013

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