El
hombre tiende a cultivar una suerte de artes cuya inmutabilidad es, a todas
luces, infame. O lo que se alteran son los medios, conservándose los modos. Uno
consolida esta percepción cuando ve películas como El político, la gran obra
de Robert Rossen, que le valió el Oscar como mejor película de 1949,
recibiéndolo él en calidad de productor.
Nos cuenta la historia de Willie
Stark, un hombre corriente, con el intelecto justo, pero con una sorprendente
capacidad oratoria y facilidad para conectar con el ciudadano. Stark, cansado
de la corrupción política —«Dicen que es un hombre honrado»— y convencido de
sus dotes de gobierno, decide presentarse a unas elecciones. Vapuleado por el
sistema que condena, aunque persistente en sus intenciones, consigue el título
universitario en Derecho. Años después, vuelve a la carrera política con una
nueva derrota. Sin embargo, de esta última extrae una importante lección: para
ganar, ha de emplear las mismas armas que sus oponentes. Ha aprendido cómo
vencer. «La política es un juego sucio. Y él jugó sucio», afirma el narrador y
coprotagonista Jack Burden. Soborno, fraude, amenaza, chantaje, coacción,
cualquier método es válido para alcanzar la victoria, practicando todo aquello
que había condenado. Se embriaga de poder, amparado por la fe de un pueblo humilde,
y es elegido gobernador.
«Hablar es lo suyo», le espeta un
personaje a quien pretende sobornar. «Me acuerdo cuando empezó a hablar […]. En
aquella ocasión dijo muchas cosas, y muy bien dichas. Para mí y para mucha
gente. Yo me fie de usted y le voté, y peleé por usted. Las palabras siguen
siendo válidas… pero usted no… Y no creo que lo fuera nunca».
La corrupción y la opresión son las
señas de identidad de su mandato, la demagogia y el popularismo son sus escudos:
«Willie sabía que, si gritas algo muy alto y lo gritas muchas veces, la gente
acaba por creerte».
Extrapolado a la actualidad,
corrupción y política van de la mano con malévola espontaneidad. Se barrunta de
consuno con el cargo, como el juramento, el despacho o la firma en sello. Y lo
han hecho siempre. Podrán haber cambiado los medios, si bien se mantiene su
contenido: incitar las ambiciones humanas, viciando los ideales, arquetipos de
la integridad personal. Tentar la moral, si alguna vez se tuvo, violando la
incólume virtud puberal (en un sentido ético, claro).
Se precisa de una persona de sólidos
principios, cuyo anclaje sea seguro al hacer frente a la marejada de intereses
que se formarán en derredor. Honestidad y decencia en sus actuaciones. Pundonor
en los vínculos. Escrúpulos en el cumplimiento del deber. Se precisa de un
hombre honrado, de intachable rectitud; con mandato limitado sin posibilidad de
renovación. Dónde se hallará ese hombre es el desconsolado enigma.
Y, por certeza, el poder puede
tornarse peligroso, si arbitrariamente se prescinde de una evidente
deontología. Marginar las obligaciones y responsabilidades —o no tenerlas
presentes— al participar en Política, contemplar el arte como un juego sujeto a
caprichos, prescindir de su condición de servicio público o presumir la
inexistencia de límites transforman al ejemplarizante en el depravado,
destruyendo unas esperanzas ya exiguas, siendo la degradación una constante.
Esto parecen nuestros políticos,
estigmatizados por el oprobio de su conducta indecente. Amarrados al imperio,
enrocados en un discurso insustancial de exculpación, buscando expiar sus
pecados sin asumir culpas, confiados en el innecesario abandono y la
consiguiente huida, resguardados bajo una palmaria impunidad. Los ciudadanos
marchamos cansinos por el hartazgo de tanta memez concentrada, viéndonos
sometidos a la condena de soportar a una calaña de ingratos que no supieron
sostener unas modestas reglas, todavía sin encontrar a aquel hombre honrado.
El propio Rossen sufrió el azote de
los políticos. Su pasado como miembro del Partido Comunista le valió la
persecución del Comité de Actividades Antiamericanas. Denostado, se exilió a
Europa, para regresar a Estados Unidos en los años sesenta, donde rodó sus dos
últimos éxitos, El buscavidas y Lilith, antes de morir en febrero de 1966.
El director teatral y escritor,
quien participaría en míticos guiones —sirva de muestra Los violentos años
20—, acreditaría su valía como director de cine colocando alto el listón con
la realización de Cuerpo y alma y Johnny O’Clock.
El político, estrenada en 1949, en plena fiebre
anticomunista y aglutinación del control gubernamental, fue un descarado
desafío a la clase política de la época. El retrato de sus bajezas y miserias,
difundido a través de la mayor maquinaria propagandística del país, ponía al
descubierto una realidad velada por la máscara de la imagen retratada con la
cámara fotográfica o compuesta para el mitin. Una desvergüenza de la cual aún
hoy se dejan acompañar.
lucenadigital.com, 1 de marzo de 2013
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