1. Apuntes históricos.
El príncipe salió rana, por ello,
cuando el 29 de septiembre de 1833 se anunció el fallecimiento de Fernando VII,
hubo quien se alegró. O, al menos, respiró aliviado. No fue un buen rey. Ni
estuvo a la altura del pueblo que luchó por él y por la nación. Fue
decepcionante. Tardó muy poco en derogar la Constitución de 1812, restituyendo
sus plenos poderes absolutistas. La aceptó el breve tiempo durante el cual se
vio obligado a hacerlo. A regañadientes, por conservar una Corona que otros
portaron con mayor dignidad.
Al contar con dos hijas legítimas
—Isabel y Luisa Fernanda—, en 1830 Fernando VII promulgó una Pragmática
Sanción, derogando la Ley Sálica y garantizando la sucesión en la persona de su
primogénita. La decisión fue un revés en las aspiraciones al Trono de su
hermano Carlos María Isidro de Borbón, y el germen de una larga serie de
guerras civiles: las Guerras Carlistas (1833-1840, 1846-1849 y 1872-1876).
Enfrentarían éstas a los defensores de las ideas tradicionales, agrupados en el
bando de don Carlos, y los partidarios de las tendencias liberales, a favor de
la reina Isabel II. Estalló tras la publicación del testamento de don Fernando
el 3 de octubre de 1833, donde se reconocía el reinado de Isabel II, se
nombraba a su viuda doña María Cristina Gobernadora del Reino —constituyéndose
la Regencia— durante la minoría de edad de su hija y se instituía un Consejo de
Gobierno para asesorar a la Reina viuda en los asuntos más graves de política y
administración. Don Carlos llevó a efecto entonces lo proclamado dos días antes
en el llamado «Manifiesto de Abrantes»: «No ambiciono el trono; estoy lejos de
codiciar bienes caducos; pero la religión, la observancia y cumplimiento de la
ley fundamental de sucesión y la singular obligación de defender los derechos
imprescriptibles de mis hijos y todos los amados sanguíneos, me esfuerzan a
sostener y defender la corona de España del violento despojo que de ella me ha
causado una sanción tan ilegal como destructora de la ley que legítimamente y
sin alteración debe ser perpetuada. […] creí se habrían dictado en mi defensa
las providencias oportunas para mi reconocimiento; y si hasta aquel momento
habría sido traidor el que lo hubiese intentado, ahora será el que no jure mis
banderas…».
El 4 de octubre, Francisco Cea
Bermúdez, Presidente del Consejo de Ministros, presentaba a la firma de la
Reina Gobernadora un manifiesto, a modo de programa de gobierno, en el cual,
una vez remarcado el mantenimiento de la Religión y la Monarquía pura, pretendía
una disminución de las cargas compatibles con las necesidades de la nación,
reformas administrativas, la seguridad de las personas y bienes y el fomento de
la riqueza. El texto, de carácter neo-absolutista, provocó la férrea oposición
de los liberales, entre otros grupos. Cea Bermúdez fue cesado, nombrándose a
Francisco Martínez de la Rosa como Secretario de Estado, asumiendo la Presidencia
del Consejo.
Martínez de la Rosa, de corte
liberal moderado, inclinado a la monarquía, aseguraría un texto constitucional
liberal, reformista y aceptable por la Corona; sin que esto supusiera retornar
a la Norma de 1812, tachada por él mismo como impracticable y peligrosa.
A principios de 1834, Martínez de la
Rosa, Nicolás María Garelly —ministro de Gracia y Justicia— y Javier de Burgos
—ministro de Hacienda— redactaron un proyecto de Estatuto Real. A continuación,
se entregó al Consejo de Gobierno, quien planteó algunas sugerencias y
modificaciones. Por último, el Ministerio estudió las mismas y redactó un texto
definitivo, junto con una extensa exposición, razonando su alcance y sentido,
que sería aprobado por doña María Cristina el 10 de abril de 1834.
Su publicación en la Gaceta fue
seguida por varios artículos con el fin de comentar sus preceptos. Además, en
los siguientes días, el Ministerio dictó disposiciones encaminadas a hacerlo
viable: convocatoria de Cortes, publicación de los Reglamentos parlamentarios,
procedimiento para la elección de Procuradores y designación de los Próceres.
El Estatuto Real quedaba listo para su aplicación.
2. Naturaleza y
principios.
Si bien se promulga como una «…
constitución otorgada espontáneamente por la Corona», el Estatuto Real de 1834
es, sin duda, una carta otorgada con la intención de convocar Cortes —«… ha
resuelto convocar las Cortes Generales del Reino», reza el artículo 1—.
Influido explícitamente por las Partidas y la Nueva Recopilación, su influencia
implícita se encuentra en la Carta francesa de Luis XVIII y en la doctrina
inglesa sostenida por Jovellanos. Como carta otorgada, el Monarca, en virtud de
su potestad, se desprende de determinados poderes, transfiriéndolos a órganos
existentes o constituidos al efecto. En apariencia, supone una gracia concedida
por la Corona; pero, en este particular, fue una imposición forzada por el
contexto. No en vano, Antonio Alcalá Galiano afirmó que «… había sido una
concesión arrancada por la opinión pública».
Pese a todo, es aceptado el término
«constitución», tomando por referencia ciertas características. Por un lado, es
un texto breve —cincuenta artículos, distribuidos en cinco títulos—; asimismo,
incompleto. De hecho, la economía del lenguaje se decantaría por numerar las materias
reguladas, antes de las excluidas. Regula la organización y funcionamiento de
las Cortes, compuestas por dos Estamentos (art. 2) el de Próceres del Reino y
el de Procuradores del Reino, y sus relaciones con el Rey. Falta una declaración
de derechos y libertades, un título dedicado al Rey, a los Ministros, a la
Regencia. Buscando paliar la ausencia de una carta de derechos, el Estamento de
Procuradores, redactó una «Tabla de Derechos», reconociendo la igualdad ante la
ley, la libertad civil, la libertad de imprenta, la seguridad personal y el
derecho de propiedad. La proposición fue rechazada por el Gobierno de Martínez
de la Rosa. Por otro lado, es un texto flexible: no recoge ningún procedimiento
especial de reforma. La doctrina mantuvo que su revisión se adecuaría a los
trámites ordinarios de una ley.
El Estatuto descansa sobre la
soberanía conjunta, al concebir a las Cortes y la Monarquía como instituciones anteriores
y superiores a cualquier texto escrito. Por tradición histórica, nada se puede
hacer sin el Rey o sin las Cortes.
No contiene el principio de división
de poderes, haciéndose necesaria una interpretación flexible del mismo que
pretende el equilibrio de los poderes mediante la colaboración y la actuación
entre ellos. En tal sentido, Martínez de la Rosa advirtió que «… este principio
de la división de poderes, aplicado estrictamente y sin discernimiento, produciría
la disolución del Gobierno […] Por el contrario, el objeto de un buen régimen
político es establecer vínculos de unión entre los varios poderes, y que se
auxilien mutuamente sin embarazarse». Se plantea, pues, una estructura propia
del régimen parlamentario, permitiendo su introducción en España.
Parece clara su corriente moderada
de conciliación, la finalidad de conjugar el orden con la libertad, la
tradición con las nuevas ideas. De nuevo, era Martínez de la Rosa quien
señalaba este propósito supremo para el Estatuto y el Gobierno de «… reunir
alrededor del Trono y de las Leyes Fundamentales a todos los españoles […] como
uno de sus principios».
3. Contenido.
La brevedad de su articulado no da
para florituras de cátedra. Por comenzar, conviene remarcar que la institución
de la Corona carece de título propio. El Estatuto se limita a aludir los poderes
regios de modo ocasional y disperso, a propósito de su relación con la
organización y funcionamiento de las Cortes. El Rey ostenta la facultad
exclusiva de «… convocar, suspender y disolver las Cortes» (art. 24),
abriéndolas y cerrándolas «… bien en persona o bien autorizando para ello a los
Secretarios del Despacho, por un decreto especial refrendado por el Presidente
del Consejo de Ministros» (art. 26), y designar al Presidente y Vicepresidente
de ambos Estamentos (arts. 12 y 21). Una elección ésta que será para «… cada
vez que se congreguen las Cortes…», en el caso de los Próceres; en tanto que «…
cesarán en sus funciones cuando el Rey suspenda o disuelva las Cortes», para
los Procuradores (art. 22). Las pautas de suspensión regia aparecen en el art.
37: «… en virtud de un decreto refrendado por el Presidente del Consejo de
Ministros; y en cuanto se lea aquél, se separarán uno y otro Estamento, sin
poder volver a reunirse ni tomar ninguna deliberación ni acuerdo», hasta nueva
convocatoria. «Cuando el Rey disuelva las Cortes habrá de hacerlo en persona o
por medio de un decreto refrendado por el Presidente del Consejo de Ministros»
(art. 40).
La iniciativa legislativa se
atribuye al Rey, ya que «las Cortes no podrán deliberar sobre ningún asunto que
no se haya sometido expresamente a su examen en virtud de un Decreto Real»
(art. 31) y «… no exigirán tributos ni contribuciones, de ninguna clase, sin
que a propuesta del Rey los hayan votado las Cortes» (art. 34); así como la
sanción (art. 33). De tal manera, la negativa a la sanción implica un veto
absoluto; aunque el Gobierno nunca aconsejó a la Regente el uso del privilegio,
ni ella lo hizo.
No se integra al Rey en el
Ejecutivo, pero la «Gaceta», en uno de sus artículos glosadores, definía al Rey
como «… la fuente del poder activo, el jefe de las armas, el árbitro de la paz
y de la guerra, el administrador de la justicia, el concesor de fueros y de leyes
útiles, el consolador de los desgraciados, el premiador de los servicios, del
mérito y de las virtudes…». Frente a una carta otorgada, en definitiva, la
Corona atesoraba todas las facultades de las cuales no se había desprendido
voluntariamente a través de aquélla o de algunas de las disposiciones
complementarias y de desarrollo.
Tampoco se dedica articulación
específica para el Consejo de Ministros, salvo para reconocer su existencia y
la de su Presidente, al mencionarlos en los artículos 26, 37 y 40. Se
perfilaría por la práctica y por la mimetización de instituciones extranjeras,
cristalizando en un órgano colegiado, ideológicamente homogéneo, de opinión
afín y responsable. Los reglamentos de los Estamentos, concretamente,
establecían el procedimiento para la exigencia de responsabilidad penal a los
ministros. Sin embargo, entre la doctrina, se fue consolidando la idea de que
la responsabilidad política era la más adecuada a estos casos. Se sentaban las
bases del control político y parlamentario del Gobierno.
Las Cortes Generales, por tanto, son
bicamerales, «… se compondrán de dos Estamentos: el de Próceres del Reino y el
de Procuradores del Reino» (art. 2). La primera, cámara alta y, la segunda,
cámara baja o electiva. Los miembros de cada una, «… inviolables por las
opiniones y votos que dieren en desempeño de su encargo» (art. 49), han de
cumplir los requisitos listados en los artículos 3, 4, 5, 8, 14 y 15 del
Estatuto. «Todos los Grandes de España son miembros natos del Estamento de
Próceres…» (art. 5), siendo esta dignidad hereditaria en ellos (art. 6); los
demás Próceres, cuya dignidad es vitalicia, son elegidos y nombrados por el Rey
(art. 7). Los Procuradores, en cambio, se nombran «… con arreglo a la ley de
elecciones» (art. 13), por un periodo de tres años, «… a menos que antes de
este plazo haya el Rey disuelto las Cortes» (art. 17), con posibilidad de
reelección, «… con tal que continúen teniendo las condiciones que para ello
requieran las leyes» (art. 18).
«Las Cortes se reunirán, en virtud
de Real Convocatoria, en el pueblo y en el día que aquélla señalare» (art. 25);
«… se convocarán las Cortes del Reino cuando ocurra algún negocio arduo, cuya
gravedad, a juicio del Rey, exija consultarlas» (art. 30); y «las
contribuciones no podrán imponerse, cuando más, sino por término de dos años,
antes de cuyo plazo deberán votarse de nuevo por las Cortes» (art. 35).
Al disolverse la Cortes Generales, habrán
de reunirse otras antes del término de un año; tras la disolución quedan
anulados inmediatamente los poderes de los Procuradores; la convocatoria será
de ambos Estamentos a un tiempo, sin que pueda estar reunido uno, si no lo está
el otro (arts. 43-46).
4. Valoración,
vicisitudes y aplicación.
El Estatuto Real de 1834 y sus
disposiciones complementarias significaron la entrada de España a la
modernidad, la ruptura y el alejamiento del Antiguo Régimen, la adopción del
sistema representativo, el camino hacia la libertad, la incorporación de
instituciones y mecanismos parlamentarios en sintonía con las avanzadas
naciones europeas, que subsistieron con las sucesivas constituciones españolas.
No obstante, este régimen político
no logró estabilizarse. Al margen las inestabilidades gubernamentales y
parlamentarias, el texto satisfacía gratamente a los liberales moderados,
empero no contentaba a los progresistas —«exaltados»—. La omisión del principio
de soberanía nacional y del catálogo de derechos y libertades individuales de
la persona prolongaba el obstáculo. Reclamaban reforma o sustitución. En este
ambiente gravitaba la Constitución de 1812, cuyo recuerdo se hacía imborrable,
tornándose en insignia del liberalismo exaltado hasta el punto de que las
perturbaciones en la paz social acaecidas durante la época de vigencia del
Estatuto (conspiración isabelina de 1834, sublevación de Cayetano Cardero en
1835, rebelión de las provincias contra el Gobierno de José María Queipo de
Llano en 1835 y levantamiento general contra el Gobierno de Francisco Javier de
Istúriz en 1836) reivindicaban el restablecimiento de dicha Constitución. Eran
de sesgo doceañista.
Precisamente, fue el levantamiento
de Málaga en julio de 1836, culminando con el Motín de la Granja, lo que
obligó a la Reina Gobernadora a aceptar la Constitución de 1812, ordenando su
vigencia por Decreto de 13 de agosto de 1836 a la espera de que «… reunida la
Nación en Cortes manifieste expresamente su voluntad o dé otra Constitución
conforme a las necesidades de la misma».
Concluía el ciclo del Estatuto Real
de 1834, retornando la Constitución de 1812 con la provisionalidad refrendada
por la sanción de la nueva Constitución el 18 de junio de 1837.
BIBLIOGRAFÍA:
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Manual básico de Historia del Derecho (Temas y antología de textos). Madrid,
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1999.
-Paredes,
Javier (Dir.). Historia contemporánea de España, S. XIX-XX. Ariel.
Barcelona, 2004.
-Gaceta
de Madrid: núm. 60, lunes, 21 de abril de 1834; Suplemento del domingo 7 de
septiembre de 1834; Suplemento del viernes 14 de noviembre de 1834.
-Estatuto
Real de 1834:
http://bib.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/49134064215809640303346/
Revista Saigón nº 21.
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