domingo, 26 de octubre de 2014

El Estatuto Real de 1834


1.  Apuntes históricos.
 
El príncipe salió rana, por ello, cuando el 29 de septiembre de 1833 se anunció el fallecimiento de Fernando VII, hubo quien se alegró. O, al menos, respiró aliviado. No fue un buen rey. Ni estuvo a la altura del pueblo que luchó por él y por la nación. Fue decepcionante. Tardó muy poco en derogar la Constitución de 1812, restituyendo sus plenos poderes absolutistas. La aceptó el breve tiempo durante el cual se vio obligado a hacerlo. A regañadientes, por conservar una Corona que otros portaron con mayor dignidad.
 
Al contar con dos hijas legítimas —Isabel y Luisa Fernanda—, en 1830 Fernando VII promulgó una Pragmática Sanción, derogando la Ley Sálica y garantizando la sucesión en la persona de su primogénita. La decisión fue un revés en las aspiraciones al Trono de su hermano Carlos María Isidro de Borbón, y el germen de una larga serie de guerras civiles: las Guerras Carlistas (1833-1840, 1846-1849 y 1872-1876). Enfrentarían éstas a los defensores de las ideas tradicionales, agrupados en el bando de don Carlos, y los partidarios de las tendencias liberales, a favor de la reina Isabel II. Estalló tras la publicación del testamento de don Fernando el 3 de octubre de 1833, donde se reconocía el reinado de Isabel II, se nombraba a su viuda doña María Cristina Gobernadora del Reino —constituyéndose la Regencia— durante la minoría de edad de su hija y se instituía un Consejo de Gobierno para asesorar a la Reina viuda en los asuntos más graves de política y administración. Don Carlos llevó a efecto entonces lo proclamado dos días antes en el llamado «Manifiesto de Abrantes»: «No ambiciono el trono; estoy lejos de codiciar bienes caducos; pero la religión, la observancia y cumplimiento de la ley fundamental de sucesión y la singular obligación de defender los derechos imprescriptibles de mis hijos y todos los amados sanguíneos, me esfuerzan a sostener y defender la corona de España del violento despojo que de ella me ha causado una sanción tan ilegal como destructora de la ley que legítimamente y sin alteración debe ser perpetuada. […] creí se habrían dictado en mi defensa las providencias oportunas para mi reconocimiento; y si hasta aquel momento habría sido traidor el que lo hubiese intentado, ahora será el que no jure mis banderas…».
 
El 4 de octubre, Francisco Cea Bermúdez, Presidente del Consejo de Ministros, presentaba a la firma de la Reina Gobernadora un manifiesto, a modo de programa de gobierno, en el cual, una vez remarcado el mantenimiento de la Religión y la Monarquía pura, pretendía una disminución de las cargas compatibles con las necesidades de la nación, reformas administrativas, la seguridad de las personas y bienes y el fomento de la riqueza. El texto, de carácter neo-absolutista, provocó la férrea oposición de los liberales, entre otros grupos. Cea Bermúdez fue cesado, nombrándose a Francisco Martínez de la Rosa como Secretario de Estado, asumiendo la Presidencia del Consejo.
 
Martínez de la Rosa, de corte liberal moderado, inclinado a la monarquía, aseguraría un texto constitucional liberal, reformista y aceptable por la Corona; sin que esto supusiera retornar a la Norma de 1812, tachada por él mismo como impracticable y peligrosa.
 
A principios de 1834, Martínez de la Rosa, Nicolás María Garelly —ministro de Gracia y Justicia— y Javier de Burgos —ministro de Hacienda— redactaron un proyecto de Estatuto Real. A continuación, se entregó al Consejo de Gobierno, quien planteó algunas sugerencias y modificaciones. Por último, el Ministerio estudió las mismas y redactó un texto definitivo, junto con una extensa exposición, razonando su alcance y sentido, que sería aprobado por doña María Cristina el 10 de abril de 1834.
 
Su publicación en la Gaceta fue seguida por varios artículos con el fin de comentar sus preceptos. Además, en los siguientes días, el Ministerio dictó disposiciones encaminadas a hacerlo viable: convocatoria de Cortes, publicación de los Reglamentos parlamentarios, procedimiento para la elección de Procuradores y designación de los Próceres. El Estatuto Real quedaba listo para su aplicación.
 
 
2. Naturaleza y principios.
 
Si bien se promulga como una «… constitución otorgada espontáneamente por la Corona», el Estatuto Real de 1834 es, sin duda, una carta otorgada con la intención de convocar Cortes —«… ha resuelto convocar las Cortes Generales del Reino», reza el artículo 1—. Influido explícitamente por las Partidas y la Nueva Recopilación, su influencia implícita se encuentra en la Carta francesa de Luis XVIII y en la doctrina inglesa sostenida por Jovellanos. Como carta otorgada, el Monarca, en virtud de su potestad, se desprende de determinados poderes, transfiriéndolos a órganos existentes o constituidos al efecto. En apariencia, supone una gracia concedida por la Corona; pero, en este particular, fue una imposición forzada por el contexto. No en vano, Antonio Alcalá Galiano afirmó que «… había sido una concesión arrancada por la opinión pública».
 
Pese a todo, es aceptado el término «constitución», tomando por referencia ciertas características. Por un lado, es un texto breve —cincuenta artículos, distribuidos en cinco títulos—; asimismo, incompleto. De hecho, la economía del lenguaje se decantaría por numerar las materias reguladas, antes de las excluidas. Regula la organización y funcionamiento de las Cortes, compuestas por dos Estamentos (art. 2) el de Próceres del Reino y el de Procuradores del Reino, y sus relaciones con el Rey. Falta una declaración de derechos y libertades, un título dedicado al Rey, a los Ministros, a la Regencia. Buscando paliar la ausencia de una carta de derechos, el Estamento de Procuradores, redactó una «Tabla de Derechos», reconociendo la igualdad ante la ley, la libertad civil, la libertad de imprenta, la seguridad personal y el derecho de propiedad. La proposición fue rechazada por el Gobierno de Martínez de la Rosa. Por otro lado, es un texto flexible: no recoge ningún procedimiento especial de reforma. La doctrina mantuvo que su revisión se adecuaría a los trámites ordinarios de una ley.
 
El Estatuto descansa sobre la soberanía conjunta, al concebir a las Cortes y la Monarquía como instituciones anteriores y superiores a cualquier texto escrito. Por tradición histórica, nada se puede hacer sin el Rey o sin las Cortes.
 
No contiene el principio de división de poderes, haciéndose necesaria una interpretación flexible del mismo que pretende el equilibrio de los poderes mediante la colaboración y la actuación entre ellos. En tal sentido, Martínez de la Rosa advirtió que «… este principio de la división de poderes, aplicado estrictamente y sin discernimiento, produciría la disolución del Gobierno […] Por el contrario, el objeto de un buen régimen político es establecer vínculos de unión entre los varios poderes, y que se auxilien mutuamente sin embarazarse». Se plantea, pues, una estructura propia del régimen parlamentario, permitiendo su introducción en España.
 
Parece clara su corriente moderada de conciliación, la finalidad de conjugar el orden con la libertad, la tradición con las nuevas ideas. De nuevo, era Martínez de la Rosa quien señalaba este propósito supremo para el Estatuto y el Gobierno de «… reunir alrededor del Trono y de las Leyes Fundamentales a todos los españoles […] como uno de sus principios».
 
 
3. Contenido.
 
La brevedad de su articulado no da para florituras de cátedra. Por comenzar, conviene remarcar que la institución de la Corona carece de título propio. El Estatuto se limita a aludir los poderes regios de modo ocasional y disperso, a propósito de su relación con la organización y funcionamiento de las Cortes. El Rey ostenta la facultad exclusiva de «… convocar, suspender y disolver las Cortes» (art. 24), abriéndolas y cerrándolas «… bien en persona o bien autorizando para ello a los Secretarios del Despacho, por un decreto especial refrendado por el Presidente del Consejo de Ministros» (art. 26), y designar al Presidente y Vicepresidente de ambos Estamentos (arts. 12 y 21). Una elección ésta que será para «… cada vez que se congreguen las Cortes…», en el caso de los Próceres; en tanto que «… cesarán en sus funciones cuando el Rey suspenda o disuelva las Cortes», para los Procuradores (art. 22). Las pautas de suspensión regia aparecen en el art. 37: «… en virtud de un decreto refrendado por el Presidente del Consejo de Ministros; y en cuanto se lea aquél, se separarán uno y otro Estamento, sin poder volver a reunirse ni tomar ninguna deliberación ni acuerdo», hasta nueva convocatoria. «Cuando el Rey disuelva las Cortes habrá de hacerlo en persona o por medio de un decreto refrendado por el Presidente del Consejo de Ministros» (art. 40).
 
La iniciativa legislativa se atribuye al Rey, ya que «las Cortes no podrán deliberar sobre ningún asunto que no se haya sometido expresamente a su examen en virtud de un Decreto Real» (art. 31) y «… no exigirán tributos ni contribuciones, de ninguna clase, sin que a propuesta del Rey los hayan votado las Cortes» (art. 34); así como la sanción (art. 33). De tal manera, la negativa a la sanción implica un veto absoluto; aunque el Gobierno nunca aconsejó a la Regente el uso del privilegio, ni ella lo hizo.
 
No se integra al Rey en el Ejecutivo, pero la «Gaceta», en uno de sus artículos glosadores, definía al Rey como «… la fuente del poder activo, el jefe de las armas, el árbitro de la paz y de la guerra, el administrador de la justicia, el concesor de fueros y de leyes útiles, el consolador de los desgraciados, el premiador de los servicios, del mérito y de las virtudes…». Frente a una carta otorgada, en definitiva, la Corona atesoraba todas las facultades de las cuales no se había desprendido voluntariamente a través de aquélla o de algunas de las disposiciones complementarias y de desarrollo.
 
Tampoco se dedica articulación específica para el Consejo de Ministros, salvo para reconocer su existencia y la de su Presidente, al mencionarlos en los artículos 26, 37 y 40. Se perfilaría por la práctica y por la mimetización de instituciones extranjeras, cristalizando en un órgano colegiado, ideológicamente homogéneo, de opinión afín y responsable. Los reglamentos de los Estamentos, concretamente, establecían el procedimiento para la exigencia de responsabilidad penal a los ministros. Sin embargo, entre la doctrina, se fue consolidando la idea de que la responsabilidad política era la más adecuada a estos casos. Se sentaban las bases del control político y parlamentario del Gobierno.
 
Las Cortes Generales, por tanto, son bicamerales, «… se compondrán de dos Estamentos: el de Próceres del Reino y el de Procuradores del Reino» (art. 2). La primera, cámara alta y, la segunda, cámara baja o electiva. Los miembros de cada una, «… inviolables por las opiniones y votos que dieren en desempeño de su encargo» (art. 49), han de cumplir los requisitos listados en los artículos 3, 4, 5, 8, 14 y 15 del Estatuto. «Todos los Grandes de España son miembros natos del Estamento de Próceres…» (art. 5), siendo esta dignidad hereditaria en ellos (art. 6); los demás Próceres, cuya dignidad es vitalicia, son elegidos y nombrados por el Rey (art. 7). Los Procuradores, en cambio, se nombran «… con arreglo a la ley de elecciones» (art. 13), por un periodo de tres años, «… a menos que antes de este plazo haya el Rey disuelto las Cortes» (art. 17), con posibilidad de reelección, «… con tal que continúen teniendo las condiciones que para ello requieran las leyes» (art. 18).
 
«Las Cortes se reunirán, en virtud de Real Convocatoria, en el pueblo y en el día que aquélla señalare» (art. 25); «… se convocarán las Cortes del Reino cuando ocurra algún negocio arduo, cuya gravedad, a juicio del Rey, exija consultarlas» (art. 30); y «las contribuciones no podrán imponerse, cuando más, sino por término de dos años, antes de cuyo plazo deberán votarse de nuevo por las Cortes» (art. 35).
 
Al disolverse la Cortes Generales, habrán de reunirse otras antes del término de un año; tras la disolución quedan anulados inmediatamente los poderes de los Procuradores; la convocatoria será de ambos Estamentos a un tiempo, sin que pueda estar reunido uno, si no lo está el otro (arts. 43-46).
 
 
4. Valoración, vicisitudes y aplicación.
 
El Estatuto Real de 1834 y sus disposiciones complementarias significaron la entrada de España a la modernidad, la ruptura y el alejamiento del Antiguo Régimen, la adopción del sistema representativo, el camino hacia la libertad, la incorporación de instituciones y mecanismos parlamentarios en sintonía con las avanzadas naciones europeas, que subsistieron con las sucesivas constituciones españolas.
 
No obstante, este régimen político no logró estabilizarse. Al margen las inestabilidades gubernamentales y parlamentarias, el texto satisfacía gratamente a los liberales moderados, empero no contentaba a los progresistas —«exaltados»—. La omisión del principio de soberanía nacional y del catálogo de derechos y libertades individuales de la persona prolongaba el obstáculo. Reclamaban reforma o sustitución. En este ambiente gravitaba la Constitución de 1812, cuyo recuerdo se hacía imborrable, tornándose en insignia del liberalismo exaltado hasta el punto de que las perturbaciones en la paz social acaecidas durante la época de vigencia del Estatuto (conspiración isabelina de 1834, sublevación de Cayetano Cardero en 1835, rebelión de las provincias contra el Gobierno de José María Queipo de Llano en 1835 y levantamiento general contra el Gobierno de Francisco Javier de Istúriz en 1836) reivindicaban el restablecimiento de dicha Constitución. Eran de sesgo doceañista.
 
Precisamente, fue el levantamiento de Málaga en julio de 1836, culminando con el Motín de la Granja, lo que obligó a la Reina Gobernadora a aceptar la Constitución de 1812, ordenando su vigencia por Decreto de 13 de agosto de 1836 a la espera de que «… reunida la Nación en Cortes manifieste expresamente su voluntad o dé otra Constitución conforme a las necesidades de la misma».
 
Concluía el ciclo del Estatuto Real de 1834, retornando la Constitución de 1812 con la provisionalidad refrendada por la sanción de la nueva Constitución el 18 de junio de 1837.
 
 
BIBLIOGRAFÍA:
-Tomás Villarroya, Joaquín. Breve historia del constitucionalismo español. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid, 1997.
-Rascón Ortega, Juan Luis; Salazar Benítez, Octavio; Agudo Zamora, Miguel. Lecciones de Teoría General y de Derecho Constitucional. Ediciones del Laberinto. Madrid, 2002.
-Gacto Fernández, Enrique; Alejandre García, Juan Antonio; García Marín, José María. Manual básico de Historia del Derecho (Temas y antología de textos). Madrid, 1997.
-Álvarez Conde, Enrique. Curso de Derecho Constitucional (vol. I). Tecnos. Madrid, 1999.
-Paredes, Javier (Dir.). Historia contemporánea de España, S. XIX-XX. Ariel. Barcelona, 2004.
-Gaceta de Madrid: núm. 60, lunes, 21 de abril de 1834; Suplemento del domingo 7 de septiembre de 1834; Suplemento del viernes 14 de noviembre de 1834.
-Estatuto Real de 1834:
http://bib.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/49134064215809640303346/

Revista Saigón nº 21.

No hay comentarios:

Publicar un comentario