Este
mes de febrero es el centésimo septuagésimo quinto aniversario de la muerte de
don Mariano José de Larra. Se suicidó, cansado de la vida, de un amor no
correspondido y de una España decepcionante… Porque vivir en aquella España sin
el amor verdadero, sencillamente, no merecía la pena. Y es que tan importante
como la vida y obra de Larra es su muerte. Más concretamente, el porqué de la
misma.
A lo largo de todos estos años,
expertos y estudiosos se han centrado en su final, condicionando los casi
veintiocho años de existencia del autor. De forma que, como señala Estruch
Tobella, «su vida se explica como un antecedente de su muerte y su obra es
leída en clave, como hoja de ruta que conduciría inexorablemente al
pistoletazo». Resulta extraño, pero siempre pasa igual: en toda biografía hay
una acción, un instante, que ensombrece el conjunto del protagonista,
adoptándose como premisa para el análisis. Precisamente, Javier Marías, en su
artículo «El horror narrativo», publicado el pasado día 8 de enero, reflexionaba
sobre el particular y cómo, actualmente, todos los prohombres son conscientes
de ello, de que «… cuanto hagan y consigan a lo largo de su existencia, sus
méritos, hazañas o servicios prestados, pueden quedar eclipsados e injustamente
olvidados no ya por una felonía o desliz cometidos a última hora —que por
supuesto—, sino por un final excesivamente espectacular, del cual acaso ellos
no tengan ninguna culpa, sino sean meras víctimas».
Eso fue Larra: una víctima. Una
víctima de su tiempo. Hombre inteligente, culto y lúcido —sobre todo, lúcido—;
una personalidad compleja —equiparada por muchos a la de Quevedo—, orgullosa y
dotada de un talento ingénito, superior al resto de sus coetáneos, la cual equilibraba
sus deficiencias físicas —débil y de escasa estatura—, sintiéndose
infravalorado en una sociedad ciega, iletrada, estúpida y mezquina, que no lo
comprendía, repudiándolo. Su lucidez le otorgó una visión crítica del mundo y,
como observador nato, «… subí mi capa hasta los ojos, bajé el ala de mi
sombrero, y en esta conformidad me puse en estado de atrapar al vuelo cuanta
necedad iba a salir de aquel bullicioso concurso» («El café», «El Duende…»,
febrero de 1828). Su escepticismo y mordacidad le confirieron las armas para
denunciar y combatir los defectos y ruindades de una España estática, afanada
en el estancamiento contrario a la naturaleza evolutiva del ser humano,
anticuada y oscura, detenida en el tiempo y vanagloriada de ello. «A Dios
gracias —escribió en “El castellano viejo”—, logro escaparme de aquel nuevo
pandemonio. Por fin, ya respiro aire fresco […]; ya no hay necios, ya no hay
castellanos viejos a mi alrededor» («El Pobrecito Hablador», diciembre de 1832).
Una España envidiosa, ingrata y olvidadiza, que siempre trató con desdén a sus
genios, quienes tenían la capacidad de impulsar el desarrollo, relegándolos con
inquina al ostracismo cultural, histórico y social. «El genio ha menester del
laurel para coronarse —sentenció en “Horas de invierno”—; y ¿dónde ha quedado
entre nosotros un vástago de laurel para coronar una frente? El genio ha menester
del eco, y no se produce eco entre las tumbas» («El Español», 25 de diciembre
de 1836).
Y luchó, desesperadamente, aun a
sabiendas de que «… la literatura es y será siempre no una causa, sino un
efecto» («“Felipe II”, drama…», «El Español», 20 de diciembre de 1836). Con la
libertad en su horizonte:
Pero que por
solo idea
y pensar yo así
o asá
ahorcado también
me vea
como el otro que
asesina,
sin hacer a
nadie mal,
eso es harina
de otro costal.
Sin embargo, tan irrisorio fue el
resultado que alcanzó el desasosiego y la desilusión, se acrecentó su pesimismo
y apatía, se vio impotente ante la bárbara cerrazón española, se consolidó su
depresión patológica, su misantropía, su desprecio por la sociedad de su época
«… porque solo se puede soportar a las gentes los quince primeros días que se
las conoce» («Las casas nuevas», «La Revista Española», 13 de septiembre de
1833). Romántico, hastiado y abatido, el desamor lo remató.
Hoy poco ha cambiado esta maldita y
necia tierra. Rincón de cobardes, oportunistas y nepotistas, cada vez más
retrasada. Eternamente a la cola, arrastrándose, humillada y asfixiada, por
entre el fango y el polvo de quienes van en cabeza; condenada a repetir los
mismos errores, sin interés por enmendarse, por aprender.
Yo, el 13 de febrero, recordaré la efeméride como de
costumbre: leyendo algunos de sus textos, seleccionados al azar de entre sus
Obras completas. Y, cuando concluya, le advertiré, con profunda desesperanza:
«Lo lamento, maestro, aquí todo continúa igual… Ciento setenta y cinco años
después, España sigue siendo la misma».
surdecordoba.com, 1 de febrero de 2012.
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