domingo, 21 de septiembre de 2014

13 hombres de honor


Aunque en realidad eran doce. Me explico. Acabo de ver 13 asesinos, la película japonesa dirigida por Takashi Miike, versión de 2010 de la homónima de Eichi Kudo de 1963. Está ambientada en el Japón feudal del siglo XIX, cuando, como ya ocurriera en Europa, los señores eran los amos de tierras, producción y vidas, las cuales disponían a su capricho. Situación más o menos llevadera, si el señor feudal era honrado y digno. Tornándose en un infierno, sin embargo, si resultaba ser un deleznable sanguinario sin escrúpulos ni piedad, como es el caso de la película. Por su título se deduce.
 
Naritsugu Matsudaira, hermano del shogun, asciende al poder con el objeto de ser integrado en el Consejo. El hermanísimo salió un pelín travieso. Sin más ley que su propia voluntad, tortura, asesina y viola a su antojo, sembrando el terror allá donde va, extendiendo con crueldad la alfombra de su fama, teñida de rojo sangre por la depravación de sus actos. Los súbditos, educados en la servidumbre, instruidos en el sometimiento impuesto por la cultura y los tiempos —nosotros también tuvimos reyes y señores de semejante calaña—, nada pueden hacer contra la execrable fuerza del Señor. Tampoco los samuráis, cuyo único deber es respetar los mandatos del daimio y satisfacer sus exigencias, pueden alzarse en rebeldía. Pero, entre la paja, siempre se encuentra algún grano. El oficial Doi muestra las masacres a Shinzaemon Shimada, el más noble y aguerrido samurái, quien, indignado por el sadismo inmoral de las mismas, reunirá a un pequeño grupo de once hombres —su sobrino Shinrokuro y su discípulo Hirayama, entre ellos— con la misión de asesinar a Naritsugu. Una decisión difícil de tomar: los samuráis son hombres de honor, con un rígido código de lealtad y obediencia. De tal modo, en primer lugar, Shinzaemon emprenderá una lucha interior, enfrentando los preceptos de su juramento a la defensa de un pueblo desamparado. Convencidos de la honorabilidad de la protección del bando más débil, dadas las circunstancias, dispuestos como auténticos samuráis a ofrecer su vida, la singular partida de doce hombres se encamina hacia la ejecución de un plan para atrapar en una emboscada a Naritsugu, junto con toda su escolta. Durante el trayecto se cruzarán con el montaraz Koyata, quien, carente de destino, no teniendo nada que perder, se les unirá.
 
En ocasiones, hasta el proyecto mejor estudiado se ve influido por factores involuntarios. Los trece hombres, esperando una escolta de setenta soldados, se topan con una de doscientos… ¡Bah! No se dejarían amedrentar por tan insignificante detalle. A fin de cuentas, la desproporción sólo es expresión numérica. Entonces, tras la primera embestida —«ya sólo quedan ciento treinta», afirmaría el lugarteniente de los samuráis con gesto grave y amenazador—, al grito de «¡matadlos a todos!, ¡matadlos!», lanzado por Shinzaemon, comienza la escabechina a base de catanas. El combate llega al punto de que uno de los trece ordena a su joven aprendiz: «Mata a todos los que me pasen por encima».
 
De impecable factura técnica —aun siendo escasa, la banda sonora queda bien seleccionada y acoplada—, por si le place ver la obra, el resto lo reservo; además, el artículo está componiéndose como si fuera una apología de la matanza. Nada más lejos de mi intención (la composición y la apología)… Quizá sea una película dura, impactante, desaconsejable para estómagos delicados y caracteres dulces, acomodados a cerrar los ojos ante toda realidad desdibujada, distante de la cándida armonía cívica o de la resolución dialogada y pacífica de los conflictos. Pero la vida a veces es así: feroz, perversa. Un reflejo de las bajezas de la naturaleza humana.
 
Mi intención —espero haberlo conseguido, pese a los circunloquios— es señalar que, en nuestros días, en nuestra cultura occidental, los samuráis no son sino sombras que pululan sin rumbo, vagantes menospreciados por la envida, la codicia y la tosquedad; leyendas para ser narradas, divertimento de cultos de boquilla y masas de ignaros incapaces. Casi siempre lo fueron… Y no guarda relación con los cánones religiosos o la cultura imperante. Es una cuestión de la cualidad personal. La índole de los individuos conformantes de una sociedad determina, en última instancia, su condición y mérito. ¿Dónde quedó la razón? ¿Qué será de nosotros? ¿Disponemos de tiempo para rectificar?… Es penoso. Vivimos en un mundo sin honor, sin valores ni principios. Los perdimos. O nunca los tuvimos. Habitamos un mundo sin códigos que rijan las conciencias. Sin nadie que se sacrifique por los indefensos.

lucenadigital.com, 1 de abril de 2012.

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