Uno de los episodios más oscuros en la vida de los cuatro mosqueteros creados por Alexandre Dumas es, sin duda, la ejecución de Charlotte Backson o Anne de Breuil, Milady de Winter, baronesa de Sheffield, anterior condesa de La Fère; no porque la femme fatale por excelencia no lo mereciera, sino porque, quizá inevitablemente seducido por el particular ideario decimonónico, Dumas revistió como acto de justicia lo que, en realidad, suponía un acto de venganza. Para ello, improvisó a un juez y a un jurado domeñados por el principio inquisitivo e incorporó a un verdugo movido por tan nobles pretensiones que arroja al río Lys la bolsa entregada en pago por sus servicios, como poco después arrojará el decapitado cuerpo de Milady, envuelto en su capa roja. Pero para aquellos seis hombres, los cuatro mosqueteros, Lord de Winter y el verdugo (diez, si se cuenta con los criados de los mosqueteros, Planchet, Grimaud, Mousqueton y Bazin, fiel sombra de las intenciones de sus amos), el juicio sumarísimo celebrado contra Milady con sentencia de ejecución instantánea es sólo una forma de justificar un hecho subrepticio que relaje sus conciencias. No en vano, Athos exige constante silencio a la expedición: hay acciones con las que cada cual ha de cargar; al tiempo que ordena a D’Artagnan que guarde la pistola con la que ha apuntado a la mujer nada más toparse con ella, pues debe ser «… juzgada y no asesinada». De ahí, en fin, la participación del verdugo («El verdugo puede tocar sin ser por eso un asesino, señora […]; es el último juez»).
Es en la aldea de Erquinghem, en una
casita aislada a la orilla del río, donde hallan a la fugitiva, huida tras el vil
asesinato de Constance Bonacieux. Allí, acosada y sometida por su superior
fuerza, los seis hombres retienen a Milady, sin miramientos ni escrúpulos,
carencias con las que ella misma ha obrado contra sus víctimas. Y presididos
por un conveniente sistema de yo acuso, es juzgada y condenada por el
asesinato de madame Bonacieux, la amada de D’Artagnan; la tentativa de
asesinato del propio D’Artagnan, a consecuencia del cual falleció el compañero
de armas Brisemont; la inducción al asesinato del conde de Wardes; los
asesinatos del hermano menor de Lord de Winter y del duque de Buckingham, con
la inmediata muerte de Felton, autor instrumental del segundo; la destrucción
del honor del conde de La Fère y la corrupción del religioso hermano del
verdugo de Lille, quien acabó suicidándose. Se impone a Milady la pena de
muerte, y asida de los cabellos por la poderosa mano del verdugo, es arrastrada
fuera del pequeño inmueble para conducirla al cadalso, seguida por los cinco
hombres restantes, acompañados de sus criados. Ronda la medianoche, «… la luna,
recortada en cuarto menguante y ensangrentada por los últimos vestigios de la
tormenta, se levantaba detrás del pueblo de Armentières…». Caminando sobre el
suelo embarrado, centelleados por los relámpagos que se alejan, Milady atada de
pies y manos es subida a la barca que la trasladará, junto con el verdugo, a la
margen izquierda del río Lys, entre gritos y maldiciones, entre reproches y
súplicas, que no perturban las almas de los ejecutores ni debilitan su conjunta
determinación, puesto que comprenden que «Vos no sois una mujer —dijo fríamente
Athos—. No pertenecéis a la especie humana. Sois un demonio escapado del
infierno y nosotros vamos a hacer que regreséis allí». Sólo D’Artagnan, «… el
más joven de todos…», vacila, conmovido su corazón por la dureza de la escena.
Ha de ser la firme autoridad de Athos la que contenga la reacción del gascón. Sí
puede, sin embargo, reconocer su parte de culpa en la ira de Milady y ruega su
perdón, como perdona, llevada al patíbulo, sus fechorías. También los demás
compañeros conceden el perdón a la sentenciada. Al aproximarse a la orilla
opuesta, Milady, que ha logrado zafarse de las ataduras de sus pies, todavía reúne
arrojo para escapar, mas el suelo está demasiado húmedo y, cuando alcanza una
escarpa, resbala, cayendo de rodillas. Muere, entonces, Milady, decapitada por
la espada del verdugo.
Con absoluta certeza, de haber sido entregada a la Justicia, Milady se habría evadido de la prisión, cautivando a sus carceleros, como había hecho en otras ocasiones, si es que el imperio de Richelieu no la habría salvado antes. Pese a, el capítulo narrado con la genial maestría de Dumas (o de cualquiera de sus negros) no deja de ser un acto de venganza ejecutado al margen de la ley; lo que no quita las agallas mostradas por sus autores, el valor de la comisión de la infracción, asumiendo las posibles repercusiones. En cambio, son muchos quienes, enfebrecidos por el dolor y la rabia, claman al Estado lo que no pueden o no se atreven por sí mismos, esto es, la venganza en lugar de la justicia; aturdidos, incapaces de advertir que, en un Estado que se precie, debe primar siempre la justicia, guía para el desempeño diario de sus ciudadanos.
Para quien suscribe estas líneas, la ejecución de Milady es un acto de venganza, no de justicia… Aunque, claro, confieso que ya hace muchos años que quedé seducido por sus encantos.
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