Lo cortés no quita lo valiente,
conste por delante. Por eso, lo mismo que soy el primero en condenar la
idiosincrasia colonialista y corsaria, o más bien pirata, de la pérfida Albión,
lo soy para alabar, aplaudir y reverenciar, descubierto de sombrero, la clase o
altura de un pueblo para denigrar, ofender o desacreditar con caballeroso
estilo y regio porte, cada vez que lo tiene a bien. Incluyendo a sus propios
ciudadanos, es decir, obrando reflexivamente.
Este
particular modo de conducta provoca que, mientras no se conoce nación o terruño
que no odie a un gabacho, con sus aires envarados, su boquita de petit-suisse y su arrojo de lechuguino
infame; el pirata inglés, con su sutil impronta, su humor clasista, su socialización
gregaria y su jubilación mediterránea (pagando el rayo de sol a precio de oro,
y con gusto), sea recibido con honores allá por donde vaya; aunque allá donde
vaya lo haga para envenenar la cultura autóctona, o fagocitarla, extendiendo su
civilización de estreñido refinamiento sobre la decadente estampa nativa, cual
alfombra de chapapote sobre virginal playa.
Y
ya he desvariado el tema… Tecleaba sobre la elevada categoría británica para
ultrajar o desautorizar con mucho donaire y gesto ampuloso, como si realmente
estuviera haciendo un favor a la humanidad, como si interviniera ante un mundo
necesitado de su liderazgo y vanguardia. Se observa fácilmente en todo el
asunto del Brexit, cómo la caterva
política corrige a la soberanía popular, la cual, aborregada o listilla (a
veces la línea de separación es membranácea), continúa siendo la portadora del
poder supremo del Estado, o debería continuar siéndolo.
Se
percibe también en los Premios BAFTA, que anualmente entrega la Academia de
Cine Británica. Porque hay que tener mucha clase para distinguir, entre las
categorías premiadas, la Mejor Película y la Mejor Película Británica. Cierto
que son unos premios internacionales, abiertos a todas las nacionalidades, pero
no es menos cierto que tal compromiso no deja de ser una apariencia que
enmascara ese ánimo detractor o difamatorio que conduce a la incorporación de
una tercera categoría en el ramo: Mejor Película de Habla No Inglesa. Si los
premios están abiertos a todas las nacionalidades, categoría a mejor película
sólo puede haber una, o, como si de una Inmortal se tratara, sólo puede quedar
una. Lo demás es una absurda consolación a modo de plata y broce, piruletas
para niños pequeños que berrean, envidiosos del pastel del niño rico. Casi
como, en España, el esperpento del director, el actor y la actriz noveles;
porque, aun siendo su primer trabajo cinematográfico, ese novel puede haber
realizado una obra o una interpretación mil veces mejor que los galardonados
con el premio ordinario, que los veteranos.
El
estilo británico, con aquel binomio Mejor Película/Mejor Película Británica,
permite, abigarrado de laureles, envuelto por el sonido de los bombos y
timbales, deslumbrado por luces multicolores y nimbado de boato, otorgar el
premio a la mejor película británica con un par de palmaditas en la espalda,
plas, plas, oye que la peli está fetén, muy guay y tal… en plan limitado,
intrafronterizo, claro, entre nosotros, para el Reino Unido, bajo régimen
nepotista o endogámico… Puestos ya a nivel mundial… Uf, va a ser que no… Está
bien, o sea, no es la mejor del mundo… pero no está mal. Y lo suelta adornando
el escenario con toda la fanfarria y parafernalia del momento: vestidos de
luces, pajaritas, cenas de postín, sobres lacrados, and the winner is… y demás. Circunstancia que, en consecuencia, nos
guía hacia una cuestión de relevancia: ¿Acaso la mejor película del mundo no lo
es también del Reino Unido? ¿No forma parte del mundo el Reino Unido?
Evidentemente, no… Están ellos y el resto del planeta. Siempre fue así, de
hecho. El continente, aislado, y eso…
De
vuelta a la patria peninsular, la Academia de las Artes y las Ciencias
Cinematográficas de España podría aprender mucho del estilo inglés, de cara a
la entrega anual de sus premios, conocidos como Premios Goya, e instaurar, va
siendo hora, dada su naturaleza chovinista o carpetovetónica, un premio a la
Mejor Película y otro premio a la Mejor Película de Verdad, y dejarse, con
ello, de desmerecer grandiosas películas de nuestro cine, que bastante desdén
sufren excluyéndolas de las propuestas para los Óscar.
Este
año no ha sido una excepción. Sin restar un ápice de valor al largometraje Campeones, el cual me parece una
bellísima y entrañable película, muy meritoria, y no sólo por el tesón y el
buen hacer de sus magníficos protagonistas; El
Reino no es únicamente una excelente película, es una obra maestra que
brilla en todos y cada uno de los elementos que la componen. Desde la extrema
destreza y autoridad de Antonio de la Torre, hasta la deliciosa cadencia de sus
secuencias; el guión, la fotografía, la música… La mejor película de verdad, en
fin.
Lucenadigital.com, 2 de mayo de 2019
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