«Hace ya algunos meses, […] dije yo
[…] que la Constitución que me parecía preferible para España sería una que
fuese la menor cantidad de Constitución posible. […] Lo que dije es que la
Constitución de España debía ser leve, ligera, flexible, adaptada al cuerpo
español, sin que lo embarazase ni molestase en ninguna parte, porque el cuerpo
político de España es algo de complejo y de disforme, que no se sujeta a ningún
canon, y su vestimenta política debe ser de tal holgura y de tal hechura que
todas las partes del cuerpo político español puedan moverse cómodamente, sin
rozarse ni estorbarse las unas a las otras».
No
son palabras mías, las pronunció Manuel Azaña en la sesión de las Cortes de 27
de mayo de 1932, durante su discurso sobre el Estatuto de Cataluña, y el
fragmento me ha servido para encabezar mi nuevo libro, Breve aproximación histórico-jurídica al constitucionalismo español,
que verá la luz a finales de octubre. Un opúsculo con adenda, cuya modesta
aspiración se circunscribe a convertirse no en manual básico de consulta
especializada, sino en herramienta práctica y generalizada, válida tanto para
el lego que desee acercase al constitucionalismo español, a sus nociones
elementales o esenciales, necesarias para fomentar su espíritu crítico; como
para el instruido, a quien sólo primará el interés de renovar viejos
conocimientos, quizá ensabanados por los caprichos de la memoria. En la obra he
reunido los artículos que, a modo de sucintos estudios o ensayos, se publicaron
entre los números diecinueve y treinta de la revista Saigón, comenzando con el Estatuto de Bayona de 1808, escrito como
ejercicio literario y publicado en la revista Espacio Habitado, al entrar en el bicentenario de la Guerra de la
Independencia (1808-1814), si bien no llegó a serlo (publicado) íntegramente,
que yo recuerde. Después vendría el aniversario de la Constitución de 1812, con
cuyo homenaje se iniciaría la colaboración de los ensayos sobre el
constitucionalismo español en la citada revista editada por la Asociación
Cultural Naufragio. Todos los artículos han sido objeto de revisión y
actualización, manteniendo el espíritu y finalidad originales, esa esperanza de
fundamento o epítome de una vasta y transcendental materia de nuestro Derecho
como es la que conforma el constitucionalismo, pues el análisis de las diversas
constituciones españolas puede servir de guía histórico-legal, o histórica y
legal, de dos siglos de Historia de España.
En
el cuadragésimo aniversario de la vigente Constitución Española de 1978,
considero que el carácter que el Presidente Azaña atribuyó en aquel año de 1932
a la que debiera ser la mejor constitución para España, esto es, la menor
constitución posible, es la más codiciada de las naturalezas, el primer empeño,
al que debe afanarse cualquier constitución que nazca con vocación de
perpetuidad, sin que tal circunstancia nos apoltrone en el radical extremismo
de Antonio Cánovas del Castillo, quien aseveró que la Constitución de 1876 «…
no es entre nosotros sino una ley como otra cualquiera que puede interpretarse
y aun modificarse por otra ley, porque ninguno más que los atributos de las
leyes ordinarias tiene la que hoy es Constitución del Estado». Con mis máximos
respetos al insigne político, no existe Constitución, cuando ésta no es la
Norma Fundamental, Suprema, Superior, del Estado. Una Constitución que se
precie ha de ser fuente de inspiración, valores, derechos y principios, pero
también cimiento, base y pilar del ordenamiento jurídico del país. Lo cual no
implica el cerrojo a su reforma.
Sin
embargo, mientras Azaña entendía que la menor constitución posible era la mejor
constitución para España, dada su idiosincrasia, y lo que hoy se denomina «pluralismo»,
de manera que, al regular un número mínimo de elementos, se facilitaría su
aplicación y se adaptaría con eficacia a las extravagancias y vaivenes del
temperamento patrio, como lo hizo, claro, la Constitución de 1931 («Pues bien,
un pueblo vivo, adulto, como el pueblo español, cargado de historia, de
experiencia, lleno de dolores, de esperanzas, de creencias frustradas, es un
pueblo que no puede admitir una Constitución rígida, impuesta por un
Parlamento, fanatizado por una doctrina política. […] Esto es lo que hemos
hecho»); yo estimo que no debe reducirse al paradigma español de aquel tercio
del pasado siglo: debe ser anhelo de todas y cada una de las constituciones que
sean aprobadas.
La menor constitución
posible siempre concederá a la legislación ordinaria la imprescindible libertad
para acomodar las normas que configuran el ordenamiento jurídico a la realidad
social del tiempo en el cual han de ser aplicadas. Las constituciones productos
de sus contextos históricos o de las tendencias políticas imperantes están
abocadas a los recelos, vacilaciones y desagrados de las generaciones o de las
corrientes posteriores, que acabarán sustituyéndolas, dificultando la paz y estabilidad
estatales. Baste, para comprobarlo, la simple remisión al constitucionalismo
español.
Lucenadigital.com, 1 de octubre de 2018
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