sábado, 12 de octubre de 2019

La menor Constitución posible

«Hace ya algunos meses, […] dije yo […] que la Constitución que me parecía preferible para España sería una que fuese la menor cantidad de Constitución posible. […] Lo que dije es que la Constitución de España debía ser leve, ligera, flexible, adaptada al cuerpo español, sin que lo embarazase ni molestase en ninguna parte, porque el cuerpo político de España es algo de complejo y de disforme, que no se sujeta a ningún canon, y su vestimenta política debe ser de tal holgura y de tal hechura que todas las partes del cuerpo político español puedan moverse cómodamente, sin rozarse ni estorbarse las unas a las otras».
 
No son palabras mías, las pronunció Manuel Azaña en la sesión de las Cortes de 27 de mayo de 1932, durante su discurso sobre el Estatuto de Cataluña, y el fragmento me ha servido para encabezar mi nuevo libro, Breve aproximación histórico-jurídica al constitucionalismo español, que verá la luz a finales de octubre. Un opúsculo con adenda, cuya modesta aspiración se circunscribe a convertirse no en manual básico de consulta especializada, sino en herramienta práctica y generalizada, válida tanto para el lego que desee acercase al constitucionalismo español, a sus nociones elementales o esenciales, necesarias para fomentar su espíritu crítico; como para el instruido, a quien sólo primará el interés de renovar viejos conocimientos, quizá ensabanados por los caprichos de la memoria. En la obra he reunido los artículos que, a modo de sucintos estudios o ensayos, se publicaron entre los números diecinueve y treinta de la revista Saigón, comenzando con el Estatuto de Bayona de 1808, escrito como ejercicio literario y publicado en la revista Espacio Habitado, al entrar en el bicentenario de la Guerra de la Independencia (1808-1814), si bien no llegó a serlo (publicado) íntegramente, que yo recuerde. Después vendría el aniversario de la Constitución de 1812, con cuyo homenaje se iniciaría la colaboración de los ensayos sobre el constitucionalismo español en la citada revista editada por la Asociación Cultural Naufragio. Todos los artículos han sido objeto de revisión y actualización, manteniendo el espíritu y finalidad originales, esa esperanza de fundamento o epítome de una vasta y transcendental materia de nuestro Derecho como es la que conforma el constitucionalismo, pues el análisis de las diversas constituciones españolas puede servir de guía histórico-legal, o histórica y legal, de dos siglos de Historia de España.
 
En el cuadragésimo aniversario de la vigente Constitución Española de 1978, considero que el carácter que el Presidente Azaña atribuyó en aquel año de 1932 a la que debiera ser la mejor constitución para España, esto es, la menor constitución posible, es la más codiciada de las naturalezas, el primer empeño, al que debe afanarse cualquier constitución que nazca con vocación de perpetuidad, sin que tal circunstancia nos apoltrone en el radical extremismo de Antonio Cánovas del Castillo, quien aseveró que la Constitución de 1876 «… no es entre nosotros sino una ley como otra cualquiera que puede interpretarse y aun modificarse por otra ley, porque ninguno más que los atributos de las leyes ordinarias tiene la que hoy es Constitución del Estado». Con mis máximos respetos al insigne político, no existe Constitución, cuando ésta no es la Norma Fundamental, Suprema, Superior, del Estado. Una Constitución que se precie ha de ser fuente de inspiración, valores, derechos y principios, pero también cimiento, base y pilar del ordenamiento jurídico del país. Lo cual no implica el cerrojo a su reforma.
 
Sin embargo, mientras Azaña entendía que la menor constitución posible era la mejor constitución para España, dada su idiosincrasia, y lo que hoy se denomina «pluralismo», de manera que, al regular un número mínimo de elementos, se facilitaría su aplicación y se adaptaría con eficacia a las extravagancias y vaivenes del temperamento patrio, como lo hizo, claro, la Constitución de 1931 («Pues bien, un pueblo vivo, adulto, como el pueblo español, cargado de historia, de experiencia, lleno de dolores, de esperanzas, de creencias frustradas, es un pueblo que no puede admitir una Constitución rígida, impuesta por un Parlamento, fanatizado por una doctrina política. […] Esto es lo que hemos hecho»); yo estimo que no debe reducirse al paradigma español de aquel tercio del pasado siglo: debe ser anhelo de todas y cada una de las constituciones que sean aprobadas.
 
La menor constitución posible siempre concederá a la legislación ordinaria la imprescindible libertad para acomodar las normas que configuran el ordenamiento jurídico a la realidad social del tiempo en el cual han de ser aplicadas. Las constituciones productos de sus contextos históricos o de las tendencias políticas imperantes están abocadas a los recelos, vacilaciones y desagrados de las generaciones o de las corrientes posteriores, que acabarán sustituyéndolas, dificultando la paz y estabilidad estatales. Baste, para comprobarlo, la simple remisión al constitucionalismo español.

Lucenadigital.com, 1 de octubre de 2018

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