Quien
me conoce, o me va conociendo, defiende la absurda creencia de que aborrezco la
Semana Santa; o de que no la soporto; o de que me importa un carajo; o de que
la desdeño… Niego tamaña cantidad de falacias, viles falsedades. O casi. Como
representativo arte iconográfico, soy el primero en alabarla y protegerla;
aseverando que, si no fuera por la insolente victoria de mi vagancia shakespeariana
y por andar constantemente con los bolsillos vueltos, recorrería el país
visitando los edificios sagrados que albergan el patrimonio escultórico
nacional. Ahora bien, de lo que no soy partidario es de esa vertiente
folclórica del asunto; de lo que de costumbre o tradición manifiesta a lo largo
del callejero público, sea en su modelo jaranero, en el lacrimoso o en el
hipócrita santurrón. Si es cuestión de fervor o devoción, vaya, las imágenes
están en exposición permanente en sus respectivos templos, dispuestas a recibir
rezo o veneración. Sin embargo, pese a creencias y rumores extendidos, cada año
espero impaciente la llegada de la Semana Santa, grito ¡albricias!, disfruto
como pocos uno a uno de sus días, incluidos inmediatamente anteriores y
posteriores, y, cuando pasan, me lanzo a consultar calendarios lunares,
iniciando la cuenta atrás hacia la próxima. Pues hay algo que me llena de
júbilo y admiración por la Semana Santa, que me hace adorarla y aguardarla: las
magdalenas de mi madre.
A millones de madres sí habría que
procesionarlas, diariamente. La mía ha dedicado su vida a la durísima tarea del
cuidado de su familia, y, aunque no ha sido numerosa, no le ha restado
dedicación, cariño y mucho amor; ilusión, confianza y muchas dosis de
positividad; preocupación, apoyo y mucha consagración; siempre allí donde la
hemos necesitado y en el momento en que la hemos necesitado; sobrellevando con
resignación la feliz carga de quedar sola con tres hombres en casa. Aun cuando
mi hermano y yo hemos procurado aliviarle el peso, en la medida de nuestras
posibilidades (mi padre, salvo para su trabajo, es una calamidad incorregible),
ha sido ella quien ha velado enfermedades, se ha alegrado con los éxitos, ha
consolado con los fracasos, se ha preocupado por la educación y el futuro de
sus hijos, por tenernos a todos acicalados y limpios, por mantener la casa en
orden e inmaculada, por poner, con puntualidad suiza, el plato de comida
caliente y recién preparada sobre la mesa, por erigirse, al fin, en pilar
maestro de la unidad familiar. Mujer que, sin aspiración beata, es de misa los
domingos, vigilias de pescado y queso y vela la noche de difuntos, todavía se
pregunta a quiénes han salido hijos tan profanos y despegados de la tradición
local… tan «ateos».
Y es que ella es muy tradicional, y
una experta repostera. Le encanta la repostería, y se le da estupendamente
bien. De aquí y de allí, ha reunido cientos de recetas con resultados
sobresalientes, ganándose el reconocimiento y prestigio de familiares, amigos y
vecinos, ya que cualquiera no vale para la repostería, no basta seguir la
receta. La repostería es química, es un laboratorio donde un gramo de más, una
mezcla mal hecha, un ingrediente a destiempo o un golpe de horno inapropiado
arruinan el dulce.
Por mi parte, el dulce es mi
debilidad. Por razones dietéticas y salubres, evito su ingesta con éxito
considerable. No obstante, mi madre tiene el descaro de elaborar dulces los
fines de semana; ahí pierdo una pizca el control. Quizá merezca la pena, a cambio
de entrar un viernes en casa, en torno al mediodía, siendo recibido por el
delicioso olor a crema pastelera, tiramisú, milhojas, flan, bizcocho, mousse, galletas…, para, a continuación,
atraído por ese olor, cual canto de sirena, hasta la cocina, ver a mi madre,
gafas en la punta de la nariz, brazos en jarras, consultando la receta, atenta,
rodeada de ingredientes y cachivaches, horno y moldes listos, y, conociéndome
como sólo puede hacerlo una madre, me suelte, señalando un bol aparte: «Te he
guardado esa crema, para que la apures».
Alcanzamos, de este modo, la Semana
Santa y las magdalenas, para las cuales mi madre emplea la receta y los
ingredientes de toda la vida, los de marca y calidad. En cantidad tal que, de
vueltas con la tradición, recurre a las amasadoras y hornos industriales de la
panadería del barrio. Y regresa con su caja, cargada de magdalenas. Y, al
probarlas, ese esponjoso bocado, ese toque justo de canela, ese complemento
avainillado en la punta de la lengua, ese encuentro del limón con la pituitaria,
ese detalle de azúcar en la superficie… ¡esa explosión en el paladar!
Cuando el tiempo, la distancia, la vida; cuando las
imbatibles armas de la existencia interrumpan la maternal tradición repostera,
en ese instante, aborreceré la Semana Santa, no la soportaré, me importará un
carajo, la desdeñaré; porque dejará de tener sentido, sin las magdalenas de mi
madre.
Surdecordoba.com, 04 de abril de 2017
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