Los libros se acumulaban apilados en los
armarios, por ello, mi padre, carpintero de profesión y ebanista de ocupación,
sea por adoración hacia la decoración en madera, sea por liberar a los roperos
de la invasión literaria, se decidió a hacerme una librería.
Yo,
que he sido, y sigo siendo, un auténtico manazas, admiro a quienes se ganan el jornal
con sus manos. A quienes poseen una destreza digital innata, especializándolos
para su profesión. Categoría superior a éstos son los artistas. Aquellos que
parten de su imaginación creando belleza de la nada, o de la más brutal
rusticidad, como un bloque de piedra o un trozo de madera serrada del árbol,
por ejemplo; también aquellos que recuperan la belleza perdida, restaurándola.
Con esa brillante imaginación como guía, y sirviéndose de unas prodigiosas
manos auxiliadas por un puñado de herramientas, surgen, o retornan, objetos
armoniosos, exquisitos, elegantes, estéticos, delicados, hermosos; placenteros
y agradables a los sentidos, deleitosos a las emociones; obras de arte, en
definitiva. Y en éstas ha andado mi padre. Quiero decir que lo suyo ha sido,
es, en la creación, anotar mentalmente la particular petición del cliente de
turno, tomar las medidas —a veces un sencillo dibujo delineado como referencia—,
comprar tablones y tablas y tirar para adelante hasta dejar su obra en manos
del pintor —cuando no solventa él mismo el trámite— y terminar entregándosela a
su dueño —el que paga—, colocándola incluso en el lugar adecuado de la
estancia; mientras, en la restauración, captar la esencia oculta por las
impurezas y luchar contra ellas sanando, reparando, rescatando y reintegrando
lo ya perdido, o se pierde por el camino —en toda guerra hay heridos—. Nada a
nivel industrial o en cadena. Nada de producción en serie. Un cliente, una
obra, personal e intransferible… Cierto, aún evoco, siendo niño, antes de la
mierda de Ikea y las malditas ventanas de aluminio, un abanico temático más
amplio… Pero bueno, son las épocas.
Tecleaba,
previo a mi liviano desvío, sobre la librería. Fue en el verano de 2003, fiado
de la lealtad de mi memoria. Disponíamos de mesas de estudio y algunas
sencillas estanterías, insuficiente para lo que se avecinaba, a poco que se
curioseara el interior de los armarios. Mi padre hizo un hueco en aquellas
fechas y lo acompañé al taller, convirtiéndome en testigo, como lo había sido
en cientos de ocasiones precedentes, y lo sería decenas de posteriores, de todo
el proceso.
Radio
en innegociable cadena de música en español y bata condecorada con hematomas,
lesionada por el buen uso. Empleando pura madera de pino, despreciando el
aglomerado y las fibras, midió, serró, desbastó, labró y cepilló. Pieza a
pieza, de manera individual, configurando un sistema que permitiera su montaje
y desmontaje en los intervalos necesarios y facilitara su transporte —«por si
te mudas mucho», me dijo—. Con su eterno puro transitando de los labios a los
dedos, su pelo recibiendo las primeras canas y sus gafas heredadas por la edad,
lijó y lijó, acariciando con sus yemas la superficie hasta lograr la
satisfacción. Retirándose y reflexionando entre las volutas de humo, entre
chicote y chicote. Presentando los bloques, atento al detalle. Retirándose,
contemplando, meditando. Desacoplando el grupo, y volviendo a inclinarse para
trabajar el segmento. Mirada entornada entre las grisáceas volutas de humo,
concentrado, y música de radio de fondo, únicamente languidecida por el bronco
estruendo esporádico de alguna máquina.
Anaqueles
de fracciones simétricas de pino, encoladas, prensadas, labradas y lijadas
hasta alcanzar la unidad; pilastras con capiteles enriquecidos; frisos con
cornisas; zócalos tallados; puertas con tapetes para las secciones inferiores
de guardapolvos; traseras —esqueleto de una librería que se precie—
encuadradas; y todo el conjunto rematado con molduras y listones ornamentados
de entallados simples. Elementos encajando a la perfección. Ni una puntilla a
la vista. Ni una cabeza de tornillo resaltando, salvo las que ensamblan los
cuerpos principales. Mixtura de nogalina y miel para el tinte, y traseras
barnizadas, impermeabilizadas para combatir la humedad.
Hoy,
con unos seiscientos volúmenes, urdida la doble columna de ejemplares, busco
los huecos horizontales concedidos por libros y baldas a fin de rellenarlos con
los que se ajusten a lo angosto del rincón.
Vislumbrándose
su próxima jubilación, a mi padre se le podrá envidiar el haber disfrutado de
una profesión que le ha proporcionado felicidad. Porque basta observar a una
persona desempeñar su trabajo durante unos segundos para saber si es feliz en
el mismo… Yo tuve la suerte de observar a mi padre millones de segundos. Y,
dentro de mucho tiempo, cuando ya no esté, admiraré su legado, rozando con mis
yemas la superficie barnizada, como él hacía sobre la madera natural, y lo
recordaré, creando aquella librería, feliz. Las canas bisoñas, acogidas, de
acuerdo con la vida, por los resignados cabellos negros de su pelo, y la mirada
absorta, enturbiada, a través de las gafas, por las constantes volutas de humo
de su puro.
Lucenadigital.com, 1 de febrero de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario