Lo peor son los niños. Siempre. Los niños. No
me cansaré de repetirlo. Los primeros que sufren las consecuencias de este
cáncer planetario llamado humanidad son ellos. Los inocentes. Los más pequeños.
Paradójicamente. Aquellos que tendrían en su mano la llave de la puerta que
comunicaría con la redención. Aquellos destinados a corregir los males y
maldades de esta especie vil, cruel y despreciable. Arrogante, egoísta y
déspota como ninguna. Hasta que crecen, claro. Envenenados por una naturaleza
indómita. O tal vez alumnos aventajados de unos pésimos profesores. Al fin y al
cabo, los niños aprenden lo que ven, lo que viven, lo que les enseñan.
Entonces, quienes podrían propulsar la mejoría, quedan viciados, contagiados
por una enfermedad infecta, que parece tornarse endógena. Y lo perdido en
aquella etapa de inocencia se hace irrecuperable.
La
imagen dio la vuelta al mundo, expandiendo, cual bilis indigesta por el
alcohol, el bochorno y el oprobio por todos los rincones del planeta. Pero tal
estado anímico, demasiado incómodo como para sobrellevarlo con la dignidad que
nuestro sórdido afán por la apatía, la codicia y la mezquindad exige, duró lo
justo para abrir un telediario, o cerrarlo, para pasar la página del periódico
o expulsar una débil reverberación del transistor. Lo justo para lamentarse y
seguir adelante, para contrarrestar el nudo en la garganta con la deglución de
nuestra propia saliva… Preferimos olvidar, o ignorar, la amarga realidad de la
vida. Aquella que el ser humano se empecina en fomentar.
La
foto nos muestra, en un medio plano un tanto escorado a la derecha, a una niña
infante, vestida con un jersey sucio y desgastado, sobre un fondo áspero,
pincelado por la vegetación autóctona. La niña, viéndose apuntada por el objetivo
de la cámara, confundiéndola con un arma de fuego, levanta sus bracitos en un
gesto adquirido por la monstruosa experiencia. Una reacción que, a tal edad,
bien podría pasar por innata. Su rostro, aún suave, tierno y rechoncho bajo un
frondoso pelo castaño cortado a la altura de unos ojos grandes y oscuros, se
contrae, dibujando, con sus labios perdidos en una fina línea de retracción,
una mueca de aflicción que horada el corazón y el alma, cual atraidorada
puñalada del infiel amor.
No
es sólo miedo lo que refleja ese rostro. Es angustia, con cierta dosis de
resignación. Y, sobre todo, es la lucidez ante lo que está por acontecer. Es la
certeza de aquello que a continuación va a suceder. Lo mismo que le ocurriera a
sus vecinos, a los padres de sus amigos y a éstos; incluso, probablemente, a
sus familiares. Un desconocido de mirada vacía y visaje hosco que te apunta, un
fogonazo de explosión, un estruendo atroz, el contacto de un metal ardiente que
te atraviesa fundiendo piel, carne y vísceras, y, por último, el dolor y la
nada. Pese a ello, llama poderosamente la atención un detalle: no hay lágrimas.
Ni una. Siquiera el amago de la humedad amenazando con desprenderse de sus
retinas. Los tristes ojos fijos en la boca artificial que aguarda, dispuesta a
marcar su existencia… Hay que haber vivido el horror muy de cerca, para
reaccionar así. Y haber dejado muy atrás la entrañable fantasía de la niñez,
para canalizar la realidad en estado puro, sin filtros de edulcoración,
asumiéndola y actuando en consecuencia.
Después
fueron llegando los datos. Hudea. Cuatro años. Natural de Hama, en Siria, y
refugiada en el campo de Atmeh. La imagen la tomó un fotógrafo turco en
diciembre de 2014, consiguiendo, en principio, una mera difusión nacional,
hasta que fue rescatada por una periodista palestina, a quien por error se
atribuyó la autoría —ella misma lo aclararía de inmediato—. Sí, la pequeña
Hudea cree que ese objeto con forma de cañón con el cual un extraño la apunta,
tratando de enfocar con un único ojo abierto, es un arma que la amenaza. Huir
de la guerra no es garantía de seguridad. Y Hudea lo percibe, se da cuenta,
quizá lo reconoce por primera vez. Quizá averigua que no siempre hay salvación
frente a la barbarie y la injusticia.
No
se puede caer más bajo. Hasta dónde hemos tenido que llegar para relegar esta
imagen a un relleno del telediario, y desvanecerla de nuestro pensamiento,
despreocupándonos de ella. De lo que significa.
La
esperanza nos permite soportar la ruindad del mundo. Nos mantiene cada día. El
anhelo de que lo deseado puede ser posible, la creencia de que lo mejor todavía
está por venir, nos fortalece. Al destruirlo con nuestro salvajismo indecente,
acabamos de paso con parte de nosotros. Porque, cuando una niña de cuatro años,
con toda una larga vida por delante, compungida y apocada, se rinde, brazos en
alto, resignada a su perra y miserable suerte, qué esperanza le queda a la
humanidad.
Surdecordoba.com, 2 de enero de 2016
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