Resulta
curiosa nuestra propensión a las etiquetas. A colgarle a todo el mundo una
personalidad que no se corresponde con la realidad. Lo que viene a ser
encasillar, atendiendo a las acepciones dos, tres y cuatro del DRAE
(«clasificar a alguien o algo»; «considerar o declarar a alguien, muchas veces
arbitrariamente, como adicto a un partido, doctrina, etc.»; «clasificar
personas o hechos con criterios poco flexibles o simplistas»). Una primera
impresión puede bastarnos, aunque también nos dejamos llevar por la exposición
de una opinión, un punto de vista o una mera interpretación errónea de la
conducta.
Porque,
a veces, nuestra fama es sólo la consecuencia de una visión distorsionada que
otros tienen de nosotros, baqueteada por los subjetivos filtros de la
conciencia privada. Nos ven como quieren vernos, sin aceptar variedad alguna.
Percepciones mal procesadas que nos tachan de por vida. Les son suficientes un
par de ratos para configurar nuestra personalidad de manera cerrada, con sólida
consistencia, y que ya no perecerá jamás.
Cabe
la posibilidad de que seamos nosotros quienes exterioricemos una personalidad
difusa, o alejada de nuestro modo de ser, bien porque nos apetezca, bien
porque, llegado el momento, acaba siendo lo que se espera de nosotros. Ante
esto, ya no hay salvación. Cualquier manifestación novedosa de nuestra
personalidad se recibirá con sorpresa, con recelo o con reacciones airadas,
como si no fuera idónea, honorable o sincera. Esto supone coartar nuestra
libertad y, fundamentalmente, contener nuestra natural evolución. O peor,
negarla. Entender que el paso de los años, el cúmulo de experiencias, la
absorción de conocimientos, el acaecer de la vida, ni nos afectan ni nos
cambian. Asumir cómo somos y conservarnos en salmuera para la
eternidad.
No
deja de ser peligroso de suyo el hecho de que, no esperándose otra cosa de
nosotros, quedemos obligados a comportarnos de igual modo siempre. Si uno es
gracioso, deberá olvidarse de perfilar un gesto serio; si uno es soso, no podrá
contar un chiste; si uno es frío, tendrá prohibida la actitud cariñosa; si uno
es honesto, no podrá permitirse la comprensión; si uno es irónico, no expulsará
comentario respetuoso… Ah. Nadie se comporta las veinticuatro horas del día
siguiendo un único carácter. Salvo problema psicológico grave. Pese a, son
fracciones del día, captadas por arbitrio o casualidad, las que nos pueden
marcar, encasillar, de quedar a disposición de aquellos dispuestos a la
simpleza de lo inmediato, negándose, por comodidad o vagancia, a profundizar
más allá, o preocuparse por conocer otros aspectos de nuestra
personalidad. Ni
siquiera hoy, con multitud de medios de comunicación presta, somos capaces de
conocer la verdadera personalidad de alguien. O continua sin apetecernos, pues,
una vez ha sido debidamente encasillado el sujeto en cuestión, nos es
fastidioso comprometernos con originales criterios, los cuales no nos
reportarían más que insufrible esfuerzo.
Sí,
sí, lo sé. Existen personas celosas de su intimidad, o muy suspicaces. Personas
que no se muestran abiertamente, excepto con aquellos a quienes, por amor,
amistad o confianza, se entregan en plenitud. Para ese tipo de personas,
tecleado sea de paso, la decepción es más dolorosa, y el daño mucho mayor. Si
les cuesta mostrarse a los demás, sentirse traicionados, defraudados o
desencantados significa tanto clausurar sus relaciones sociales hasta casi
finiquitarlas, como buscar la seguridad de la máscara del histrionismo,
forjando, representando, personalidades ficticias que protegerán la delicada
personalidad genuina, concediendo la tranquilidad emocional, ignorantes de que
el desengaño forma parte de la vida, estado incondicionalmente
humano.
Aunque
lo del encasillamiento, sea para propiciar el halago o la descalificación, lo
preferimos con la pura opinión aislada. Si alguien se expresa favorable a la
actual legislación del aborto, rechazando los planes ministeriales de
restricción, habrá quien lo tilde de rojo; si alguien propone unificar los sistemas
educativos, de facha. Si alguien reniega de la inmisión de la Iglesia en los
asuntos de Estado, de ateo; si alguien asiste semanalmente a misa, de beato.
Pero ¿y si las diversas opiniones confluyen en la misma persona? ¿Acaso sería
una quimera juzgar razonables principios valorados por otros como
«enfrentados»? ¿Cuál es la jaquecosa manía que nos conduce a atribuir
principios en exclusiva, dirigiéndonos hacia fanatismos exacerbados? ¿A
encasillar y etiquetar con desfachatez?
Emitir un comentario no
ha de implicar una rauda catalogación, sólo constata un punto de vista, un
argumento o una reflexión fruto de una interna actividad crítica. O de un
impulso espontáneo. El caso es que ocurre lo contrario. Cogemos al vuelo la
idea lanzada y la devolvemos clavándola hasta la mímesis, quedando entonces la
víctima estigmatizada sin remedio. Y claro, ante este panorama, quién carajo va
a descubrir su auténtica personalidad.
Lucenadigital.com, 2 de enero de 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario