El
Rey Juan Carlos I, auspiciado por el carisma y la determinación de Adolfo
Suárez e investido de los poderes absolutos del Estado, introdujo la democracia
en España a cambio de perderlos (los poderes absolutos), de renunciar a ellos.
Pago justo y generoso. Imprescindible para el fin.
Mas
se trataba de un juego sutil. Se precisaba astucia y diplomacia. Movimientos
medidos y meditados, y la complicidad de los sectores económicos, sociales,
políticos y culturales más representativos. Se requería cambiar la legitimidad
desde la legalidad vigente. Entonces, entró en escena don Torcuato
Fernández-Miranda, Presidente de las Cortes y redactor de la última Ley
Fundamental del régimen franquista, la octava: la Ley para la Reforma Política,
de 4 de enero de 1977.
Abastecidos
de cámaras de vídeo, quedó grabado en nuestra retina el suspiro de alivio del
que se desprendió el Presidente Suárez cuando se anunció la aprobación de la
ley. Con ella, se buscó concretar la representación, constituir un sistema
electoral y fijar unos principios dogmáticos y orgánicos, junto con un proceso
legislativo. Pero, ante todo, se legalizó una reforma constitucional, saludando
la llegada de la Constitución de 1978. Fue, en definitiva, el principal
instrumento de transición.
Con
el correspondiente trámite de referéndum, reconoció la soberanía popular, la
supremacía de la ley, unas Cortes bicamerales y un Rey con facultades de
sanción y promulgación, comenzando el destierro de sus poderes absolutos.
La
cuestión era que el proceso constituyente estaba en marcha, y no iba a ser
tarea fácil. Demasiado rencor, demasiada desconfianza. Aunque la palabra estaba
dada, el compromiso era firme. El único modo de seguir adelante era obrar de la
manera contraria a la que obró Franco. No despreciar aquellas famosas palabras
que pronunciara don Manuel Azaña: paz, piedad y perdón. Olvidar la discordia,
olvidar la venganza, empezar de cero.
Siete
hombres, representantes de la mayoría del arco parlamentario, fueron elegidos
para elaborar un texto constitucional acorde con la nueva realidad social e
histórica, fruto del consenso regente de los tiempos. Siete ponentes para
redactar la Norma Suprema. Siete padres para una sola Constitución: Gabriel
Cisneros Laborda, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón y José Pedro Pérez-Llorca
Rodrigo, por UCD; Manuel Fraga Iribarne, por Alianza Popular; Gregorio
Peces-Barba Martínez, por PSOE; Miquel Roca i Junyent, por CiU; y Jordi Solé
Tura, por PCE. Siete hombres sometidos al peso de la discusión.
El
6 de diciembre de 1978 su aprobación se concedió a la voluntad del pueblo
español por la vía del referéndum. Otra cosa sería el grado de voluntad. O el
grado de conocimiento constitucional de un pueblo con un respetable porcentaje
de analfabetismo, y bisoño en materia de libertades y política tras casi
cuarenta años de férrea dictadura. Pero el Rey parecía campechano y tenía cara
de honrado, y Suárez decía que era bueno votar con un sí. Y también lo decía
González. Hasta Fraga y Carrillo parecían conformes. Y todas las calles se
plagaron de propaganda, y de coches con altavoces invitando a la votación. Y en
la radio sonaba «Habla, pueblo, habla» una y otra vez. Y toda la gente estaba
ilusionada, deseosa de que el día llegara y el ansiado sí triunfara. Y el
sector preparado, los que sabían de esto, y las nuevas generaciones, los
jóvenes más instruidos, hijos de la universidad, decían que sí, que lo mejor
era que se aprobara… Entonces, vamos todos a una. Entonces, votemos sí.
Y
así, más o menos, fue cómo nos dotamos de una Constitución popular, normativa,
extensa y polivalente —al procurar, en este caso, aunar las distintas opciones
políticas—, que todavía hoy, salpicada de dudas y entredichos, sigue siendo
aplicada. Aplicada y aplicable, claro, pues establece una forma de gobierno, la
monarquía parlamentaria, donde el rey reina pero no gobierna; su función es
simbólica, representativa, moderadora y arbitral. También insólita es la
organización territorial del Estado, según la cual las regiones cuentan con
diferentes grados de autogobierno libremente atribuidos, aunque evitando el
republicano vocablo «federal», y vetando parte de sus caracteres. Huelga
teclear que tal preferencia no enturbia un catálogo de derechos y libertades
que nada tiene que envidiar a los países de nuestro entorno, si bien la Norma
Fundamental de 1978 continúa la tradición del bicameralismo, porque, al cabo,
nadie es perfecto.
¡Detente, historicista suscribiente!
¡Contén el tecleado aquí y ahora! Puesto que, llegados a este punto, para lo
acontecido con posterioridad, será menester reservar un último capítulo. Que
bien lo merece.
Surdecordoba.com, 1 de enero de 2015
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