Se
le digo. Y se le juro por mi colección en cinco volúmenes de la trilogía
ilustrada de Los Mosqueteros. Pase que uno tenga que soportar en el habla,
durante la interlocución, ciertas dosis de leísmo. A fin de cuentas, todos
tenemos nuestras tendencias, y nuestras manías, más o menos tolerables.
Influencias familiares y del entorno, zonas geográficas y dialectos, falta de atracción
y de lecturas, perseverancia por la comodidad y propensión por lo ordinario,
personalidad sugestionable y desprestigio de lo apropiado, vocación por el descuido
y apego a lo informal. Ahora bien, de ahí a verse obligado a sufrirlo en
traducciones literarias y doblajes cinematográficos o televisivos va un abismo,
extendiéndose inquietantemente, en estos últimos géneros del arte, a
producciones nacionales.
Quiero creer que las personas
dedicadas a tales actividades son profesionales familiarizados con un alto
grado de formación en la Lengua Española. Que se defienden a través de los
entresijos del lenguaje, dominan con evidente soltura la dogmática del sistema
y son capaces de salir airosos frente a los mefistofélicos lances presentados
con el uso. Por supuesto, nadie es infalible. Habrá momentos de duda, necesidad
de consulta y margen de error. Pero el leísmo, entendido como la suplantación
de los pronombres personales lo/la por le con verbos transitivos, los
cuales tienden a la compañía del complemento directo, roza la insultante
infamia cuando proviene de aquéllos, resultando un proceder inadmisible.
Cansado estoy de escuchar o leer
frases del tipo yo le amo, cuando se
quiere decir yo amo a Fulano/Zutana —no escribo Fulana por el doble
sentido peyorativo, con todos mis respetos al remunerado servicio destinado al alivio
masculino, principalmente—, y lo pertinente sería yo lo/la amo. Igualmente,
por ejemplo, con yo le mato o yo le veo.
Sé que la Real Academia ha tendido a
relajar la exigencia, consintiéndolo en el masculino plural de personas —desaconsejándolo,
sin embargo, en el habla culta— y en el trato de cortesía —usted—. Concesiones
que no evitan las molestias para quienes procuramos, dentro de nuestras
humildes y escasas posibilidades, velar por la pureza de una lengua rica,
espléndida y expandida por países y continentes, como la española.
Desgraciadamente, no son las únicas
perversiones sobre nuestro lenguaje. Innumerables ocasiones han tenido como
protagonista el cuestionable, a la par que famoso, verbo preveer (siendo el
justo el verbo prever; sí, el transitivo, ¿recuerda?, el del latín praevidēre: 1. Ver con anticipación; 2.
Conocer,
conjeturar por algunas señales o indicios lo que ha de suceder; 3.
Disponer
o preparar medios contra futuras contingencias), sea en su infinitivo ya
señalado, sea, salvo en la primera del singular, en todas las personas y
números de su presente indicativo; conjugándose del siguiente modo: preveo,
prevees, prevee, preveemos, preveéis, preveen.
Otros prototipos de ofensas
lingüísticas, por muy loables que sean sus objetivos, son la repudiación del
masculino neutro, supliéndolo con el empleo simultáneo del masculino y femenino
—estulta práctica muy apreciada en Andalucía— (lo de la arroba es para coger
una buena faca albaceteña, bien afilada, o mejor, una falcata mohosa y empezar
a rebanar cuellos), y la aplicación del término violencia de género contra el
idóneo violencia de sexo, por un principio básico: al contrario que las
cosas, las personas no tienen género, sino sexo.
Luego están, claro, las
deformaciones originadas por los mensajes de texto enviados con el teléfono
móvil, contagiando la escritura bachiller y universitaria. Esas equis, esas i
griegas, esas contracciones, diminutivos estridentes, tildes ausentes,
puntuaciones ignoradas, símbolos extravagantes. Recibí una vez —y a usted le
habrá pasado lo mismo, seguro— un mensaje de texto en mi teléfono móvil por
desliz del remitente. Pues me fue imposible descifrar el galimatías de la transmisión.
Al no ser yo el destinatario, tampoco es que me importara demasiado, aunque
reconozco una intriga a punto de incitarme a marcar para resolverla.
La Real Academia Española de la Lengua celebra este año
el tricentésimo aniversario de su fundación. A lo largo de este tiempo, con sus
instantes o sus ciclos polémicos, nadie es infalible, lo decía —o escribía—
antes, ha conseguido conservar la entidad del español, la sustancia de sus
fundamentos, desafiando los intentos por desfigurarlo, falsearlo o
deteriorarlo, y resistiendo sus embates. Esta ingente, gratificante, poco
apreciable, insuficientemente apreciada y nada agradecida labor ha permitido a
la comunidad de hispanohablantes continuar comunicándose, clave de cualquier
relación social, sin que siglos y kilómetros lo impidiesen. Nos ha permitido
mantener viva la cultura literaria histórica, poder leer con templada destreza
el Cantar de Mío Cid… lo cual no pueden hacer los franceses con su Chanson
de Roland.
lucenadigital.com, 1 de junio de 2013
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