jueves, 16 de julio de 2015

Se le digo

Se le digo. Y se le juro por mi colección en cinco volúmenes de la trilogía ilustrada de Los Mosqueteros. Pase que uno tenga que soportar en el habla, durante la interlocución, ciertas dosis de leísmo. A fin de cuentas, todos tenemos nuestras tendencias, y nuestras manías, más o menos tolerables. Influencias familiares y del entorno, zonas geográficas y dialectos, falta de atracción y de lecturas, perseverancia por la comodidad y propensión por lo ordinario, personalidad sugestionable y desprestigio de lo apropiado, vocación por el descuido y apego a lo informal. Ahora bien, de ahí a verse obligado a sufrirlo en traducciones literarias y doblajes cinematográficos o televisivos va un abismo, extendiéndose inquietantemente, en estos últimos géneros del arte, a producciones nacionales.
 
Quiero creer que las personas dedicadas a tales actividades son profesionales familiarizados con un alto grado de formación en la Lengua Española. Que se defienden a través de los entresijos del lenguaje, dominan con evidente soltura la dogmática del sistema y son capaces de salir airosos frente a los mefistofélicos lances presentados con el uso. Por supuesto, nadie es infalible. Habrá momentos de duda, necesidad de consulta y margen de error. Pero el leísmo, entendido como la suplantación de los pronombres personales lo/la por le con verbos transitivos, los cuales tienden a la compañía del complemento directo, roza la insultante infamia cuando proviene de aquéllos, resultando un proceder inadmisible.
 
Cansado estoy de escuchar o leer frases del tipo yo le amo, cuando se  quiere decir yo amo a Fulano/Zutana —no escribo Fulana por el doble sentido peyorativo, con todos mis respetos al remunerado servicio destinado al alivio masculino, principalmente—, y lo pertinente sería yo lo/la amo. Igualmente, por ejemplo, con yo le mato o yo le veo.
 
Sé que la Real Academia ha tendido a relajar la exigencia, consintiéndolo en el masculino plural de personas —desaconsejándolo, sin embargo, en el habla culta— y en el trato de cortesía —usted—. Concesiones que no evitan las molestias para quienes procuramos, dentro de nuestras humildes y escasas posibilidades, velar por la pureza de una lengua rica, espléndida y expandida por países y continentes, como la española.

            Desgraciadamente, no son las únicas perversiones sobre nuestro lenguaje. Innumerables ocasiones han tenido como protagonista el cuestionable, a la par que famoso, verbo preveer (siendo el justo el verbo prever; sí, el transitivo, ¿recuerda?, el del latín praevidēre: 1. Ver con anticipación; 2. Conocer, conjeturar por algunas señales o indicios lo que ha de suceder; 3. Disponer o preparar medios contra futuras contingencias), sea en su infinitivo ya señalado, sea, salvo en la primera del singular, en todas las personas y números de su presente indicativo; conjugándose del siguiente modo: preveo, prevees, prevee, preveemos, preveéis, preveen.
 
Otros prototipos de ofensas lingüísticas, por muy loables que sean sus objetivos, son la repudiación del masculino neutro, supliéndolo con el empleo simultáneo del masculino y femenino —estulta práctica muy apreciada en Andalucía— (lo de la arroba es para coger una buena faca albaceteña, bien afilada, o mejor, una falcata mohosa y empezar a rebanar cuellos), y la aplicación del término violencia de género contra el idóneo violencia de sexo, por un principio básico: al contrario que las cosas, las personas no tienen género, sino sexo.
 
Luego están, claro, las deformaciones originadas por los mensajes de texto enviados con el teléfono móvil, contagiando la escritura bachiller y universitaria. Esas equis, esas i griegas, esas contracciones, diminutivos estridentes, tildes ausentes, puntuaciones ignoradas, símbolos extravagantes. Recibí una vez —y a usted le habrá pasado lo mismo, seguro— un mensaje de texto en mi teléfono móvil por desliz del remitente. Pues me fue imposible descifrar el galimatías de la transmisión. Al no ser yo el destinatario, tampoco es que me importara demasiado, aunque reconozco una intriga a punto de incitarme a marcar para resolverla.
 
La Real Academia Española de la Lengua celebra este año el tricentésimo aniversario de su fundación. A lo largo de este tiempo, con sus instantes o sus ciclos polémicos, nadie es infalible, lo decía —o escribía— antes, ha conseguido conservar la entidad del español, la sustancia de sus fundamentos, desafiando los intentos por desfigurarlo, falsearlo o deteriorarlo, y resistiendo sus embates. Esta ingente, gratificante, poco apreciable, insuficientemente apreciada y nada agradecida labor ha permitido a la comunidad de hispanohablantes continuar comunicándose, clave de cualquier relación social, sin que siglos y kilómetros lo impidiesen. Nos ha permitido mantener viva la cultura literaria histórica, poder leer con templada destreza el Cantar de Mío Cid… lo cual no pueden hacer los franceses con su Chanson de Roland.

lucenadigital.com, 1 de junio de 2013

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