Cuando
en noviembre de 1842 Espartero decidió trasladar la mascletà a Barcelona,
lanzando petardazos por doquier, su crédito se agotó. Ya un año antes había
rebajado en un puñado de balas el arsenal del ejército patrio, al reprimir la
sublevación de Leopoldo O’Donnell mandando al cielo miliciano sin billete de
vuelta a varios titulares del derecho.
Las ciudades se contagiaron con el
ímpetu de la rebelión hasta que dos generales de renombre, Ramón María Narváez
y Francisco Serrano, golpearon más fuerte. Tanto que lanzaron a don Baldomero
cientos de leguas al norte, asentando sus principescas posaderas en la Pérfida
Albión, donde siempre fueron más respetuosos con los títulos y las medallas.
En España, toda revolución victoriosa
trae de serie un texto constitucional, con intenso olor a imprenta y tinta
húmeda en sus páginas, y no sería menos la del generalato bicéfalo. El problema
es que la pretensión chocó con la sensibilidad nativa tendente a la
discrepancia. Los propios moderados, ahora en el poder, resabiados por viejas
tensiones internas, muchos con ganas de hacer florecer méritos en sus
respectivos jardines privados, comenzaron a filosofar sobre la oportunidad de
dotar al ciudadano de a pie —ellos se la pasarían por los pliegues de la
levita— de una nueva Carta Magna, junto con la legitimidad de un proceso
precipitado.
Terminaron pronto de hacer el
paripé, más por aparentar la medida del escaño que por importar la profundidad
del articulado. Hubo quien consideró el Estatuto Real de 1834, y quien, por
aquello de no molestar demasiado al progresismo, abogó por reformar el texto de
1837. Pero el caso es que todo eso de la unidad, la hermandad y la convivencia
pacífica entre los pueblos y sentimientos multiculturales sólo han sido memeces
en boca de idealistas ingenuos. Sueños rotos en una España traicionera que,
cual mano, tiene un único nombre milenario aunque diferentes ramificaciones.
Cada dedo se une en su extremo inferior de manera independiente, salvaguardando
su intangible autonomía, privilegio condicionante de la diversidad.
La parafernalia, en resumen, concluyó
con la aprobación de la Constitución de 1845, por la vía urgente de la reforma.
Una norma que recogía el testigo de
la soberanía compartida, acorde con los ánimos pasionales, se cargaba el pilar
judicial del Poder del Estado con un mero retoque en el título. El cuerpo
jurisdiccional pasaría a denominarse Administración de Justicia. Lo cual
resultaba práctico. Si de sostener el Estado con recios pilares se trataba,
mejor dos del mismo equipo que soportar a un tercero en discordia. Al margen de
esto, la nación, cuya religión, por supuesto, seguía siendo la católica,
apostólica y romana, se había hecho a editar, al menos literariamente, un
catálogo de derechos en sus constituciones, el Congreso de los Diputados
quedaba contenido por el amplio gobierno regio, el Senado se integraba por los
señalados por el cetro y las provincias de Ultramar continuaban olvidadas,
reducidas a una frase final, como de a propósito, relegadas al caprichoso mundo
de la legislación especializada. Compréndase, pues, el deseo independentista.
En el entretanto, el general
O’Donnell había sido destinado por Narváez a La Habana, a ver si, disfrutando
del sol, la playa y las mulatas, se le relajaba un poco la tensión sediciosa,
abandonando, de una vez y para siempre, su jaquecoso gusto a adoptar la forma
de un grano pustuloso en el culo. Sin embargo, el destino caribeño le sirvió
provechosas vacaciones y retornó al territorio peninsular pletórico de
energías, y listo para continuar fastidiando al personal con mucho resonar de
herraje. Pese a ello, se procuró su docilidad, al concederle destacables cargos
en el Senado y la Academia de Infantería, acariciando su ego como al perro que
tiende a imponer su dominio.
Casualidades de la vida, su
repatriación coincidió con la de otro histórico. Baldomero Espartero llevaba
meses siendo agasajado por la Reina, quien lo consideraba el perfecto engranaje
frente al alejamiento entre progresistas y moderados. Fue nombrado senador y,
al tiempo, embajador plenipotenciario en el suelo de su exilio, para acabar
siendo restituido en todos sus honores y pisar de nuevo la patria que lo vio
nacer.
El idolatrado general superaba
entonces el medio siglo, y prefirió tumbarse al fresco en una tranquila casita
logroñesa —entiéndase el diminutivo eufemísticamente, era un palacete del
carajo—, donde podía disfrutar de aficiones cinegéticas y paseos por el campo.
O esa era su intención primigenia.
Cuando los paisanos, enamorados de las grandezas
transmitidas por las leyendas, hipnotizados por el radiante halo desprendido
por el caudillaje glorificador, supieron de la ubicación prejubilada del
general, peregrinaron en masa hacia el lugar santo en busca del amparo del que
un día renegaron… Y cómo podía resistir la tentación un dios de naturaleza
terrena.
surdecordoba.com, 4 de enero de 2014
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