Ya me olía que esto terminaría como ha
terminado. O va a terminar. Entramos en el mes de diciembre de 2014, el
bicentenario está a punto de cerrarse y, salvo contados hechos locales, en seis
años no se ha organizado ninguna celebración a nivel nacional conmemorando la Guerra
de la Independencia. El que pudiera ser el mayor acontecimiento histórico de
unidad entre todos los pueblos, o como queramos llamarlos, que conforman esta
tierra denominada —según aseveran— España ha pasado sin pena ni gloria,
subyugado por una apática indiferencia, preocupantemente vergonzante… Y
preocupante, o sea, no significa sorprendente.
Porque
superar lo hicimos. Dejamos a un lado la envidia y el rencor fratricidas,
enfocando la venganza contra un enemigo común: el gabacho napoleónico.
La
cosa comienza con un emperador disfrazado como abuelita de Caperucita Roja, un
rey cobarde, un príncipe ambicioso —luego resultaría ser también un cabronazo
mentiroso— y un primer ministro confiado. El asunto se consolida en
Fontainebleau y culmina en Bayona. Lo demás lo dejo para la Historia. Lo
importante ahora es que los gabachos, quienes parece que no habían estudiado
debidamente el pastizal donde se metían, quisieron conquistarnos por las
bravas, imponer su forma de estado y de vida a base de sable y cañón, sin
apreciar dos puntos: primero, los españoles siempre hemos sido muy
conservadores en materia socio-cultural; segundo, la docilidad no destaca
frente nuestra idiosincrasia individualista. Quiero decir, seguramente
afrancesarnos hubiera sido lo mejor para España, habríamos comenzado a
preocuparnos más por la lectura y menos por el rosario, nos habríamos puesto a
la altura del resto de Europa, saltando algunos lustros de atraso; pero no
podía ser algo adherido a una campaña de conquista. Y mucho menos asociando el
secuestro real con la burla del engaño. De manera que tampoco vino a sentarnos
demasiado bien que nos la metieran doblada, usurpando la Corona de las Españas
para colocársela al enchufado del hermanísimo Bonaparte; entre otras razones,
en nuestros reyes podría mezclarse una suerte de incompetencia y codicia,
aunque no por ello dejaban de ser nuestros reyes. La sangre y la tradición
mandaban.
Así
pues, apostamos a un lado odios y rencillas, uniéndonos contra el invasor.
Durante seis años suspendimos las estúpidas luchas vecinales, volvimos a llamar
a las regiones países sin desvirtuar el vocablo y cargamos tras una misma
bandera. Nos enfrentamos al extranjero, junto a cualquier apariencia francesa,
hasta que los colocamos de nuevo tras los Pirineos, iniciándose el fin de
Napoleón. Casi nada.
Después,
sin franceses de por medio, recuperamos nuestra costumbre a rechazar el bien
general, y la luz del progreso; ayudando al cierre de puertas y ventanas;
facilitando la oscuridad, el cambio de tercio de Fernando VII, quien, tras un
breve periodo de apariencia, por aquello del qué dirán, reinstauró el
absolutismo y reavivó el fuego de la Inquisición. Total, regresamos a lo que
fuimos.
Sin
embargo, un hito de unidad patriótica de tal calado no ha gozado de gran
frecuencia por estas latitudes, lo cual no ha de obstaculizar otro dato
trascendente: la victoria sobre una poderosa potencia, como lo era Francia
entonces.
Si
viviéramos en Gran Bretaña, o en la misma Francia, el fausto por el aniversario
se habría sucedido sin práctica interrupción durante los seis años: coloquios,
recreaciones, jornadas de estudio, secciones temáticas en museos, desfiles,
placas, esculturas… Aquí, no; ni como mera recapitulación instructiva. En
España preferimos tratar una cuestión de tamaña vinculación internacional con
la sutil y preceptiva delicadeza. Imagine el calibre de las partes implicadas,
obligándonos a cogérnosla (la conmemoración) con papel de fumar, vaya a ser que
en Europa no apoyen la brillante política económica que con notable magisterio
se ha ido aplicando en el último sexenio. Ni nos concedan el reconocimiento
mundial merecido. O recobren el gusto por volcar camiones de fruta. O, peor,
nos arrinconen como hazmerreír continental, a modo de desquite o represalia
mordaz. Y no olvidemos, por supuesto, la sensibilidad de los nacionalismos,
constreñidos a defenderse del despliegue patriótico español. Pues jamás
desearíamos, bien lo sabe el dios que fuere, ofender a nadie con semejante
ceremonia de victoria. Y eso que, por ejemplo, los británicos, con su Dios
salve a la Reina y su té de las cinco, no gastan reparos en recordarnos lo de
Trafalgar, cuando poco antes, siendo aún los gabachos nuestros amigos,
expusieron al combinado hispano-francés una pequeña lección de estrategia
naval.
En
resumen, como tecleaba, esto es España, donde patriotismo equivale a facha;
unidad, a intolerancia; y festejo del triunfo, a insensata indiscreción. Con
probabilidad, el evento hubiera recibido más respeto y consideración, si, en
lugar de arrollar a un ejército ocupante en una guerra, hubiésemos derrotado a
una selección de fútbol en la final de un Mundial. Y ni siquiera allí hubo
quien pudo resistirse a exhibir la bandera regional.
lucenadigital.com, 2 de diciembre de 2014
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