sábado, 21 de marzo de 2015

El largo día

¿Por qué el día es tan largo?, te preguntas cada noche al ir a dormir. Coges la postura mientras te arrebujas bajo las sábanas, cierras los ojos, respiras profundamente un par de veces para relajarte y procuras dejar la mente en blanco, facilitando el trabajo bioquímico del cerebro, procurando que presione el interruptor cuanto antes y te mande lejos del mundo real.
 
El mundo real es una mierda. El mundo de los sueños es mejor. Mucho mejor. Allí puedes tener un trabajo bien remunerado, o una mujer despampanante, o un marido cachas; allí puedes ser más alto, o más guapo, o tener una larga melena; ser el colega perfecto de tu ídolo, o la reina del baile, o la pionera en ese cargo; allí puedes tener el respeto de tus compañeros, o pegarle un buen sopapo a ese jefe que te mete mano, o dedicarte a tu vocación; allí puedes tener una familia que viva cómodamente, o viajar por el mundo, o ser el protagonista de una aventura; allí puedes tener la propiedad de tu casa, o disfrutar de algún tiempo de ocio, o disponer de recursos sorprendentes. Allí puedes ser simplemente feliz. Sin exagerar demasiado. Tampoco pides tanto. Lo que ocurre es que el subconsciente, cuando se deja suelto… Pero te conformas con una existencia sencilla: salud, trabajo y alguien amado a tu lado. Eso, en la realidad. No pretendes ponerte al nivel de los cabrones que dejan su puesto con una paga multimillonaria, después —o antes— de mandar a sus trabajadores al paro con una insignificancia.
 
Y resulta que el día es demasiado largo, y la realidad más absurda que los propios sueños. Y la noche tarda mucho en llegar. Y el cansancio abruma.
 
Sientes cómo un calor delicioso se extiende por tu cuerpo. Todo está en calma. Tu respiración toma un ritmo cadencioso. La realidad se desvanece. Al principio, la oscuridad se interrumpe con una imagen que se te escapa. Quieres atraparla, y te dejas llevar. El sueño te atrae, no osas resistirte.
 
Tal vez lo peor no es lo largo del día, sino aparentar su brevedad frente a los tuyos. Frente a tus padres y tus hermanos. Frente a tu mujer, tu marido, tus hijos. Frente a tu pareja, tus amigos. Componer esa expresión que ensayas ante el espejo cada mañana, esa sonrisa forzada, esa mirada iluminada. Los quieres, no vas a preocuparlos; pero el día es demasiado largo, y el rostro también se fatiga de representar. Te rehaces, te esfuerzas. Los quieres, lo sabes.
 
Tal vez lo peor no es lo largo del día, sino que fuiste uno de esos estúpidos idealistas. Uno de esos que se creyó todo aquel cuento de la preparación como esencia de la prosperidad. Te olvidaste, o no te percataste, de que estás en España. De que todo eso de la formación universitaria, la brillantez del expediente académico, la ilustración enciclopédica, la expresión correcta —oral y escrita—, el sentido de la cultura y la historia o la acumulación bibliográfica, en este miserable país, no sirve de nada. Que cada título sólo es un papel inservible hasta para limpiarte el culo. Que en el extranjero, siendo ducho en las materias adecuadas, valoran tu currículo con inconcebible objetividad.
 
No obstante, te consuelas. Moderadamente. No eres un artista, o un intelectual. Uno de esos que escribe libros, o pinta cuadros, o actúa en obras teatrales, o esculpe la piedra, o canta, o toca un instrumento musical. Uno de esos con talento innato, vaya. O sí lo eres, con lo cual te das por enteramente jodido… En este envidioso país de mantilla y capirote, donde el talento artístico se reconoce cuando has amasado fortuna malversando fondos públicos.
 
Y puede que lo intentaras. Que reunieras un poco de dinero, o lo pusieran tus familiares, y montaras una modesta exposición, o presentaras un libro, u organizaras una pequeña obra escénica, o un solo de violín. Puede que tuvieras ilusión, y a nadie importara. Siquiera aquellos interesados en la disciplina, quienes ostentaban la autoridad para promocionarte… En este mezquino país, donde los promotores van aparejados a la construcción y a los estadios de fútbol.
 
Y, a pesar de ello, o debido a ello, estás instruido en la semántica de la palabra «realidad». Comprendes que el día es demasiado largo porque, cuanto más largo sea, más posibilidades podrá ofrecerte. Y, con cada nueva posibilidad, tendrás la oportunidad de volver el día en noche, de convertir en realidad tus sueños. Así, cada mañana despiertas, armas el semblante, gustoso, y, con valor, te enfrentas al nuevo día, aguardando sus infinitas oportunidades.
 
En el umbral del mundo de los sueños, con el último resquicio de consciencia, insistes en preguntarte por qué el día es tan largo, por qué es tan puñeteramente largo. Y, en ese efímero instante, te dejas arrastrar, sereno. Porque ya conoces la respuesta.

lucenadigital.com, 1 de febrero de 2013

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