Con
ocasión de las últimas Elecciones Generales, una prima mía me preguntó qué
carajo era eso del «Senado» (lo de «carajo» es de mi cosecha, ella no suelta vulgaridades),
porque no lo entendía muy bien. Al momento caí en la cuenta de que en mi
artículo «Simpáticas gilipolleces» me había comprometido a comentar algo sobre
el particular, considerándolo —perdón por citarme— como una de aquellas
«creaciones humanas a través de las cuales será de una facilidad pasmosa apreciar
hasta dónde es capaz de llegar la tontería, entendiéndose ésta por su alto
grado de inutilidad y por el notable desperdicio de ingenio, talento,
manufacturación y tiempo».
Ante todo, conforme al artículo 69.1
de la Constitución Española, el Senado «es la Cámara de representación
territorial». Y ya, nada más empezar, pinchamos en hueso, pues lo único que
tiene de Cámara de representación territorial stricto sensu es la posibilidad que concede el apartado quinto del
mismo artículo a las Comunidades Autónomas de designar «un Senador y otro más
por cada millón de habitantes de su respectivo territorio»; además de la
autorización que puede otorgar al Gobierno para adoptar las medidas que le
confiere el artículo 155 de la mencionada Norma Fundamental. Fuera de esto, no
hay atribución destacable que justifique la definición.
Para que el Senado español sea una
auténtica Cámara de representación territorial los partidos regionalistas o
nacionalistas deberían quedar limitados a tener escaño en la Cámara Alta.
Quiero decir que partidos como PNV, CiU, PA o BNG no tendrían representación en
el Congreso de los Diputados, sino en el Senado. Y claro, aquí volvemos a
pinchar en hueso. El temor de los partidos de ámbito nacional a un posible
repunte secesionista contiene la iniciativa —el miedo al qué pasará—, ignorando
—o no— que los nacionalismos nunca estarán contentos, siempre pedirán más,
aprovechándose de dicho temor. Al menos, es un consuelo, todos son conscientes
de la escasa repercusión legislativa del Senado. Tampoco podemos olvidar que
ello implicaría una reforma de la LOREG —Ley Orgánica del Régimen Electoral
General—, tan intocable, al parecer, como la propia Constitución (o eso decían,
hasta el pasado septiembre), alterando un sistema injusto y obsoleto, el cual
ya es distinto para cada Cámara: sistema de representación proporcional, para
el Congreso —constitucionalizado en el artículo 68.3—, y sistema mayoritario en
su modalidad de voto múltiple restringido —no constitucionalizado—, para el
Senado.
Los defensores del sistema bicameral
para nuestras Cortes Generales alegan que es la forma idónea en aquellos
Estados donde el poder político está territorialmente distribuido, garantizando
la unidad estatal en una Cámara y la participación de las regiones en la otra.
Añaden que es el mejor medio de control legislativo, condicionando las normas a
un segundo punto de vista y evitando la precipitación en la aprobación de las
mismas, resultando de ello un marco legislativo más seguro, eficaz y perfecto.
Sin embargo, se alcanza entonces el tercer puyazo en hueso ajeno
—preferiblemente—, porque las Cámaras realmente no tienen un poder equivalente.
Al contrario, según dispone el artículo 90.2 de nuestra Carta Magna, tras ser
aprobado el proyecto de ley por el Congreso, se someterá al Senado para su
aceptación, enmienda o veto; después, «el proyecto no podrá ser sometido al Rey
para sanción sin que el Congreso ratifique por mayoría absoluta, en caso de
veto, el texto inicial, o por mayoría simple, una vez transcurridos dos meses
desde la interposición del mismo, o se pronuncie sobre las enmiendas,
aceptándolas o no por mayoría simple». Por tanto, el Senado tiene la
oportunidad de opinar, pero no de decidir. La decisión final y definitiva
corresponde a la Cámara Baja, todo lo acordado por el Senado podrá ser revocado
por ella.
De este modo, estamos pagando a
doscientas y pico de personas cuando no sirven para nada. Cuando sus
conclusiones pueden pasárselas los compis del Congreso por sus distinguidas
entrepiernas. Y así va España…
A ver, la Constitución de 1978 es una buena Constitución,
aunque ha de adaptarse a la nueva realidad social, y esa panda de charlatanes
—llamados políticos— ha de afrontarlo como algo natural, democrático y
legítimo. Para eso se regula un sistema de reforma constitucional es sus
artículos 166 a 169. Y para eso se ha demostrado que es muy fácil su reforma,
si se tiene voluntad. La pena sería el estancamiento, la imposibilidad de
evolución. Proceso, persisto en la idea, inherente a la naturaleza de cualquier
sociedad… Sin pasar por alto que la Constitución de 1812, tan conmemorada en
estos días, adoptó una organización unicameral de las Cortes.
surdecordoba.com, 6 de marzo de 2012.
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