Siempre
me he sentido atraído por el mundo del espionaje. Un mundo enigmático y
fascinante, plagado de intrigas y secretos, retorcidos complots, sutiles
disimulos y situaciones límite en las cuales el destino de naciones depende de
la pericia de un puñado de hombres, quienes exponen su vida al servicio de un
ideal superior, de una lealtad inquebrantable, en la mayoría de las ocasiones,
mientras el resto de la humanidad continúa a lo suyo, ajena al marrón que se
está cociendo delante de sus narices.
Y es que los espías trabajan en la
sombra. Ignoramos su presencia, sus pesquisas, sus enredos, sus éxitos, sus
fracasos, sus tribulaciones. Pero eso es lo que define a un buen espía,
precisamente. Si lo señalásemos con el dedo a la primera de cambio, pues vaya
mierda de espía. Digo yo. Esta ignorancia es la génesis de la fértil
imaginación, envolviendo situaciones inverosímiles de un halo de irresistible
encanto, de cuyo aprovechamiento han dado buena cuenta la literatura y el cine.
En torno al séptimo arte, he sentido
particular predilección por las películas del Agente 007, constantemente
viajando por el mundo, recorriendo parajes exóticos y rodeado de bellas
mujeres. Los sacrificios del trabajo, supongo. No obstante, el cine nos ha
ofrecido, y ofrece, los modelos más diversos del perfil.
Pensaba en ello el otro día, al
terminar de ver El topo, la
adaptación de Tomas Alfredson de la novela homónima de John le Carré. Una
excelente obra, magníficamente desarrollada, con un sobresaliente Gary Oldman y
la imprescindible banda sonora del español Alberto Iglesias —lástima que ambos
se quedaran sin Oscar—. Ésta nos muestra al espía de corte clásico: callado,
oscuro, frío, con gran autocontrol y de apariencia corriente, confundiéndose
fácilmente entre la población, sin llamar la atención. La saga de James Bond
diseña al espía idealizado, utópico, en multitud de variantes: Sean Connery, el
fruto de la Guerra Fría; George Lazenby, el error de producción; Roger Moore,
el irónico; Timothy Dalton, el shakesperiano; Pierce Brosnan, el pícaro con el
toque graciable; Daniel Craig, el salvaje novato, todavía sin moldear. El espía que surgió del frío (1965), el
acabado, postergado hacia el olvido, hundido y alcohólico. El ojo de la aguja (1981), el espía de guerra, psicópata carente de
emociones y sentimientos. La casa Rusia
(1990), el colaborador. El cuarto
protocolo (1987), el terrorista y el investigador. La trilogía de Jason
Bourne (2002, 2004 y 2007), el amnésico asesino, quien anhela una nueva vida.
La trilogía de Harry Palmer (1965, 1966 y 1967) nos demostró que un miope también
vale para el puesto. En Misión: Imposible
Ethan Hunt es el maestro del disfraz en la serie de televisión (1966-1973), con
una alta dosis de acción para la versión cinematográfica (1996, 2000, 2006 y
2011). Asimismo, se ha parodiado al espía con cierto éxito; por ejemplo, con la
trilogía de Austin Powers (1997, 1999 y 2002), en Espía como puedas (1996) o Johnny
English (2003 y 2011). La espía hecha mujer se nos presenta en Fatalidad (1931), a través de la Agente
X-27, encarnada en la gran pantalla por una radiante Marlene Dietrich. La conversación (1974) y La vida de los otros (2006) acogen los
prototipos de la primera acepción del primer lema del DRAE. No podría omitir de
esta lista personal el incuestionable hecho de que Hitchcock explotó el género
hasta la saciedad: El hombre que sabía
demasiado (1934, la productora británica, y 1956, la estadounidense), la
familia envuelta en una trama de espionaje; Con
la muerte en los talones (1959), el tipo normal confundido con un espía; Encadenados (1946), el servicio de
inteligencia a la caza de nazis; La
ventana indiscreta (1954), el voyeur;
Enviado especial (1940), el
periodista implicado en contra del fascismo; Topaz (1969), el contraespionaje y los infiltrados; Cortina rasgada (1966), el espía
simulado; 39 escalones (1935), el
infeliz que se deja arrastrar por una seductora espía.
Hay otros muchos títulos, por
supuesto, como Los tres días del Cóndor
(1975) o El desafío de las águilas
(1968), aunque supondría alargar el artículo en exceso. Luego están las
películas que no he visto, y las pendientes. Es el caso de El hombre que nunca existió (1956), donde el espía es un cadáver
vestido de oficial de la Armada Británica, el cual porta falsos documentos
secretos, trasladando al cine la conocida operación «Mincemeat». Si bien me
gustaría cerrar con el paradigma de aquél que se cree espía, como James Mason
en Operación Cicerón (1952). «¡Soy un
caballero!», suelta con altivez a cada instante. El figura.
lucenadigital.com, 1 de junio de 2012.
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