sábado, 20 de diciembre de 2014

De espías y espionaje

Siempre me he sentido atraído por el mundo del espionaje. Un mundo enigmático y fascinante, plagado de intrigas y secretos, retorcidos complots, sutiles disimulos y situaciones límite en las cuales el destino de naciones depende de la pericia de un puñado de hombres, quienes exponen su vida al servicio de un ideal superior, de una lealtad inquebrantable, en la mayoría de las ocasiones, mientras el resto de la humanidad continúa a lo suyo, ajena al marrón que se está cociendo delante de sus narices.

 
Y es que los espías trabajan en la sombra. Ignoramos su presencia, sus pesquisas, sus enredos, sus éxitos, sus fracasos, sus tribulaciones. Pero eso es lo que define a un buen espía, precisamente. Si lo señalásemos con el dedo a la primera de cambio, pues vaya mierda de espía. Digo yo. Esta ignorancia es la génesis de la fértil imaginación, envolviendo situaciones inverosímiles de un halo de irresistible encanto, de cuyo aprovechamiento han dado buena cuenta la literatura y el cine.
 
En torno al séptimo arte, he sentido particular predilección por las películas del Agente 007, constantemente viajando por el mundo, recorriendo parajes exóticos y rodeado de bellas mujeres. Los sacrificios del trabajo, supongo. No obstante, el cine nos ha ofrecido, y ofrece, los modelos más diversos del perfil.
 
Pensaba en ello el otro día, al terminar de ver El topo, la adaptación de Tomas Alfredson de la novela homónima de John le Carré. Una excelente obra, magníficamente desarrollada, con un sobresaliente Gary Oldman y la imprescindible banda sonora del español Alberto Iglesias —lástima que ambos se quedaran sin Oscar—. Ésta nos muestra al espía de corte clásico: callado, oscuro, frío, con gran autocontrol y de apariencia corriente, confundiéndose fácilmente entre la población, sin llamar la atención. La saga de James Bond diseña al espía idealizado, utópico, en multitud de variantes: Sean Connery, el fruto de la Guerra Fría; George Lazenby, el error de producción; Roger Moore, el irónico; Timothy Dalton, el shakesperiano; Pierce Brosnan, el pícaro con el toque graciable; Daniel Craig, el salvaje novato, todavía sin moldear. El espía que surgió del frío (1965), el acabado, postergado hacia el olvido, hundido y alcohólico. El ojo de la aguja (1981), el espía de guerra, psicópata carente de emociones y sentimientos. La casa Rusia (1990), el colaborador. El cuarto protocolo (1987), el terrorista y el investigador. La trilogía de Jason Bourne (2002, 2004 y 2007), el amnésico asesino, quien anhela una nueva vida. La trilogía de Harry Palmer (1965, 1966 y 1967) nos demostró que un miope también vale para el puesto. En Misión: Imposible Ethan Hunt es el maestro del disfraz en la serie de televisión (1966-1973), con una alta dosis de acción para la versión cinematográfica (1996, 2000, 2006 y 2011). Asimismo, se ha parodiado al espía con cierto éxito; por ejemplo, con la trilogía de Austin Powers (1997, 1999 y 2002), en Espía como puedas (1996) o Johnny English (2003 y 2011). La espía hecha mujer se nos presenta en Fatalidad (1931), a través de la Agente X-27, encarnada en la gran pantalla por una radiante Marlene Dietrich. La conversación (1974) y La vida de los otros (2006) acogen los prototipos de la primera acepción del primer lema del DRAE. No podría omitir de esta lista personal el incuestionable hecho de que Hitchcock explotó el género hasta la saciedad: El hombre que sabía demasiado (1934, la productora británica, y 1956, la estadounidense), la familia envuelta en una trama de espionaje; Con la muerte en los talones (1959), el tipo normal confundido con un espía; Encadenados (1946), el servicio de inteligencia a la caza de nazis; La ventana indiscreta (1954), el voyeur; Enviado especial (1940), el periodista implicado en contra del fascismo; Topaz (1969), el contraespionaje y los infiltrados; Cortina rasgada (1966), el espía simulado; 39 escalones (1935), el infeliz que se deja arrastrar por una seductora espía.
 
Hay otros muchos títulos, por supuesto, como Los tres días del Cóndor (1975) o El desafío de las águilas (1968), aunque supondría alargar el artículo en exceso. Luego están las películas que no he visto, y las pendientes. Es el caso de El hombre que nunca existió (1956), donde el espía es un cadáver vestido de oficial de la Armada Británica, el cual porta falsos documentos secretos, trasladando al cine la conocida operación «Mincemeat». Si bien me gustaría cerrar con el paradigma de aquél que se cree espía, como James Mason en Operación Cicerón (1952). «¡Soy un caballero!», suelta con altivez a cada instante. El figura.
 
lucenadigital.com, 1 de junio de 2012.

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