sábado, 26 de julio de 2014

Viejas amistades (y II) (viejo artículo)

En la calle, Ramona asegura los cierres del establecimiento, mientras sostengo a Tito con firmeza. Al concluir, ella amaga con devolverme la chaqueta —aún la lleva sobre sus hombros—, inmediatamente declino la restitución. El fresco es incómodo, e insisto en que la conserve puesta. Entonces, me mira con esos ojos color miel, de esa forma tan peculiar que solo saben hacerlo las mujeres en esos momentos en los cuales no necesitan hablar, ni quieren hacerlo; en los que debes interpretar y puedes hacerlo porque con una mirada lo dicen todo. Todo lo que desean o lo que desdeñan. Todo lo que anhelan o lo que exasperan. Todo lo que aman o lo que odian. En este momento, la de Ramona, es una mirada de interés, una invitación directa a compartir el resto de la noche.
 
Yo la contemplo, de hito, más tiempo del preciso. No puedo evitarlo. Después, desvío la vista hacia mi amigo. Se deja caer sobre mí, medio inconsciente, rodeando mi cuello con su brazo, el cual agarro al tiempo que lo sujeto por la cintura. Borracho. Como una cuba. Qué voy a hacer con él. Ella parece apreciar mi pose resignada. Me muestra un papel entre sus dedos, que ignoro de dónde ha sacado. Sus labios dibujan ahora una liviana sonrisa. Se aproxima hacia mí, pausadamente, hasta que esos mismos labios quedan a tres centímetros de los míos; entreabiertos, el húmedo calor de su boca los acaricia. Sin dejar de mirarme, introduce la mano en el bolsillo de mi pantalón. Hurgando innecesariamente, toca mi muslo, casi hasta la entrepierna, y abandona el papel. «Para recuperar tu chaqueta, ve a esta dirección», me susurra.
 
La observo alejarse, hipnotizado por el movimiento de sus caderas. Cuando desaparece al girar la esquina, doy unas bofetadas a mi amigo a fin de que espabile y contribuya en la marcha de retorno a casa. Durante el camino, vomita whisky dos veces, afirmado contra una esquina. Un coche patrulla de los municipales aminora la velocidad a nuestra altura. Con un movimiento de la mano les indico que todo va bien, que llevo al figura hasta su casa.
 
El piso de Tito es un tercero sin ascensor. Joder. El interior de la vivienda huele a soledad, a papel impreso y a sexo a tanto la hora. Hay libros por todas partes, dispersos por las habitaciones sin orden, desconsideradamente descuidados, ajados por el uso. Obras de amigos comunes, también. Cuesta moverse por espacio tan angosto. Con dificultad, lo dejo en la cama y sobre la mesilla de noche descubro un libro que me es familiar. Lo asgo. Es el poemario de su antepasado don Aniceto Liviano Calpena, impreso en Écija en 1782. «Eres un buen tío», logra balbucir Tito antes de volverse para el otro lado. En tanto se acomoda, pienso en Ramona, recuerdo su mirada color miel, cargada de intenciones. «Y tú un hijoputa».
 
No lo juzgo. Ojo. Me limito a constatar un hecho evidente. Dadas las horas, el lugar, la compañía y la faena. O la putada, mejor dicho —o escrito—. Para qué nos vamos a engañar a estas alturas. Aquí está él, durmiendo la mona; o a punto de. Y yo plantado, el libro en la mano, haciendo de niñera, cara de imbécil incluida. De tal manera son las cosas a veces, no obstante. Nos vienen sin más. Se nos presentan sin proponérnoslo ni necesitarlo. El amigo llega —uno o varios—, es inevitable, y lo asumes como algo natural. Has de hacerlo. Quizá hubieses preferido a alguien diferente. O quizá no. Pero, de una forma u otra, has escogido crear el vínculo, te has comprometido a ello, y romperlo no es tarea fácil. Ni agradable. Porque supone la aceptación de un complemento inherente a tu propia vida y romperlo equivaldría a eliminar una parte de ti mismo. Actitud recíproca, sin duda. Lo cual no implica aguantar más de lo que exigen las reglas. Ni cargar, una vez que has cumplido debidamente, con responsabilidades ajenas, fuera de los márgenes razonables. Todo tiene su límite, faltaría más. Que una cosa es la amistad y otra cosa es otra cosa. Y ya no son horas, no te fastidia. Así que suelto el libro y me largo del lugar.
 
De nuevo al aire libre, la imagen de Ramona, de sus ojos y de su cuerpo, continúa ocupando mi mente, cual presa posesiva, disparando mi imaginación. En ocasiones, concluyo, las mujeres, como los amigos, te eligen porque sí —aunque dicha elección sea tan solo temporal—. Sin más razón. Siquiera una que los hombres podamos alcanzar a comprender, por lo menos.
Me detengo tras unos pasos, consulto la hora y la dirección anotada en el papel de mi bolsillo. He de recobrar mi chaqueta.
 
lucenadigital.com, 3 de julio de 2011.

No hay comentarios:

Publicar un comentario