En
la calle, Ramona asegura los cierres del establecimiento, mientras sostengo a
Tito con firmeza. Al concluir, ella amaga con devolverme la chaqueta —aún la
lleva sobre sus hombros—, inmediatamente declino la restitución. El fresco es
incómodo, e insisto en que la conserve puesta. Entonces, me mira con esos ojos
color miel, de esa forma tan peculiar que solo saben hacerlo las mujeres en
esos momentos en los cuales no necesitan hablar, ni quieren hacerlo; en los que
debes interpretar y puedes hacerlo porque con una mirada lo dicen todo. Todo lo
que desean o lo que desdeñan. Todo lo que anhelan o lo que exasperan. Todo lo
que aman o lo que odian. En este momento, la de Ramona, es una mirada de
interés, una invitación directa a compartir el resto de la noche.
Yo la contemplo, de hito, más tiempo
del preciso. No puedo evitarlo. Después, desvío la vista hacia mi amigo. Se
deja caer sobre mí, medio inconsciente, rodeando mi cuello con su brazo, el
cual agarro al tiempo que lo sujeto por la cintura. Borracho. Como una cuba.
Qué voy a hacer con él. Ella parece apreciar mi pose resignada. Me muestra un
papel entre sus dedos, que ignoro de dónde ha sacado. Sus labios dibujan ahora
una liviana sonrisa. Se aproxima hacia mí, pausadamente, hasta que esos mismos
labios quedan a tres centímetros de los míos; entreabiertos, el húmedo calor de
su boca los acaricia. Sin dejar de mirarme, introduce la mano en el bolsillo de
mi pantalón. Hurgando innecesariamente, toca mi muslo, casi hasta la entrepierna,
y abandona el papel. «Para recuperar tu chaqueta, ve a esta dirección», me
susurra.
La observo alejarse, hipnotizado por
el movimiento de sus caderas. Cuando desaparece al girar la esquina, doy unas
bofetadas a mi amigo a fin de que espabile y contribuya en la marcha de retorno
a casa. Durante el camino, vomita whisky dos veces, afirmado contra una
esquina. Un coche patrulla de los municipales aminora la velocidad a nuestra
altura. Con un movimiento de la mano les indico que todo va bien, que llevo al
figura hasta su casa.
El piso de Tito es un tercero sin
ascensor. Joder. El interior de la vivienda huele a soledad, a papel impreso y
a sexo a tanto la hora. Hay libros por todas partes, dispersos por las
habitaciones sin orden, desconsideradamente descuidados, ajados por el uso. Obras
de amigos comunes, también. Cuesta moverse por espacio tan angosto. Con
dificultad, lo dejo en la cama y sobre la mesilla de noche descubro un libro
que me es familiar. Lo asgo. Es el poemario de su antepasado don Aniceto Liviano
Calpena, impreso en Écija en 1782. «Eres un buen tío», logra balbucir Tito
antes de volverse para el otro lado. En tanto se acomoda, pienso en Ramona,
recuerdo su mirada color miel, cargada de intenciones. «Y tú un hijoputa».
No lo juzgo. Ojo. Me limito a
constatar un hecho evidente. Dadas las horas, el lugar, la compañía y la faena.
O la putada, mejor dicho —o escrito—. Para qué nos vamos a engañar a estas
alturas. Aquí está él, durmiendo la mona; o a punto de. Y yo plantado, el libro
en la mano, haciendo de niñera, cara de imbécil incluida. De tal manera son las
cosas a veces, no obstante. Nos vienen sin más. Se nos presentan sin
proponérnoslo ni necesitarlo. El amigo llega —uno o varios—, es inevitable, y
lo asumes como algo natural. Has de hacerlo. Quizá hubieses preferido a alguien
diferente. O quizá no. Pero, de una forma u otra, has escogido crear el
vínculo, te has comprometido a ello, y romperlo no es tarea fácil. Ni
agradable. Porque supone la aceptación de un complemento inherente a tu propia
vida y romperlo equivaldría a eliminar una parte de ti mismo. Actitud
recíproca, sin duda. Lo cual no implica aguantar más de lo que exigen las
reglas. Ni cargar, una vez que has cumplido debidamente, con responsabilidades
ajenas, fuera de los márgenes razonables. Todo tiene su límite, faltaría más.
Que una cosa es la amistad y otra cosa es otra cosa. Y ya no son horas, no te
fastidia. Así que suelto el libro y me largo del lugar.
De nuevo al aire libre, la imagen de
Ramona, de sus ojos y de su cuerpo, continúa ocupando mi mente, cual presa
posesiva, disparando mi imaginación. En ocasiones, concluyo, las mujeres, como
los amigos, te eligen porque sí —aunque dicha elección sea tan solo temporal—.
Sin más razón. Siquiera una que los hombres podamos alcanzar a comprender, por
lo menos.
Me detengo tras unos
pasos, consulto la hora y la dirección anotada en el papel de mi bolsillo. He
de recobrar mi chaqueta.
lucenadigital.com, 3 de julio de 2011.
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