sábado, 19 de julio de 2014

Viejas amistades (I) (viejo artículo)

Hace ya muchos años aprendí, como suelen aprenderse estas cosas, que a un amigo no se le puede cambian, ni juzgar. Es admisible la reconvención, el consejo y la discrepancia, por supuesto; pero no más. A partir de ahí, no queda sino apechugar, permanecer a su lado y colaborar, en lo posible, en el desquite. Venga de quien venga. Y de donde venga. A unas malas siempre se dispone la opción del abandono. Aunque, en estos casos, habrá que entender que nunca existió amistad alguna. Que las experiencias tan solo serían apariencias distorsionadas de la realidad. A los amigos hay que aceptarlos tal como llegan, sea por elección, casualidad o suerte —o desgracia—. No vale aquello de que cada palo aguante su vela, y maricón el último, o sea. Lo bueno es que, pasado el tiempo, el alto grado de conocimiento deja al margen la posibilidad del imprevisto. Si bien, todo tiene sus reglas, sus normas. Y, conforme a tales, sus límites y excepciones. Tampoco es cuestión —no vayamos a sacar las cosas de quicio— de llegar al extremo de la niñería y la estupidez.
 
Así, por ejemplo, cuando mi gran amigo Tito Liviano me llama pasadas las doce de la noche de un martes —el muy cabrón— para tomar unas copas en una nueva tasca abierta en la cuidad, yo ya sé que he de acudir a la cita con la cartera llena para pagarlas y procurar la sobriedad para llevarlo a casa de una pieza, si puedo.
 
Tito es un hombre profundamente melancólico. Se mantiene a flote gracias a pequeños goces proporcionados por la vida o las circunstancias: el suave tacto de una mujer —el calor que encuentra entre sus muslos, más bien— o el divertimento de un buen libro. Preocupantemente misántropo, desprecia el contacto social, salvo en contadas ocasiones y para contadas personas portadoras del incómodo lastre —esporádicos escarceos nocturnos aparte—. Y no le molestará que hable de él al público, de igual forma lo sé, porque, entre otras finuras, le importa una mierda.
 
Cuando todo ese odio, esa aprensión y esa aflicción se acumulan demasiado, bebe, buscando calmar el dolor. Siempre se calza White Label solo. Sin hielo y demás gilipolleces. Suele hacerlo sin compañía, excepto los días en los cuales el dolor es intensamente insoportable y su pequeño piso lo ahoga. Entonces, sale a la calle y llama a alguien para que lo vigile en su regreso. Como aquel martes. O miércoles, ya.
 
La tasca es pequeña, apenas ocho metros de barra y cuatro mesas. Ya no se puede fumar, por ello se mezclan los aromas de café, madera, alcohol, lejía perfumada y humanidad. La regenta Ramona —treinta y muchos, de buen ver, pelo castaño largo, recogido en una coleta, ojos color miel, pechos todavía firmes bajo una camiseta negra ceñida a su esbelto cuerpo y un culo moldeado por unos vaqueros ajustados—, quien también sirve las consumiciones a la clientela. Tito ya ha pasado por el gaznate cinco whiskies —o seis, el primero era doble— y no ha levantado la vista de la madera de la barra, ni ha abierto la boca más que para soltar cuatro blasfemias entre dientes. Yo todavía doy vueltas a mi único vaso, casi no he mojado los labios. Entre idas y venidas de la dueña, he conocido su historia. Común, en la actualidad. Tras quedarse en paro, invirtió sus escasos ahorros en el negocio.
 
Es tarde, Ramona cierra el local para evitar la visita de noctívagos borrachos, pero no nos señala la salida y yo no oso proponérselo a mi amigo. Sí le ayudo a abandonar la barra y sentarse a una mesa, le cuesta mantener el equilibrio. Le arrimo su enésimo vaso y tomo asiento junto a él, acompañándolo. Ramona termina de recoger y acerca una silla a mi lado. Muy, muy cerca. Tanto que nuestros hombros se rozan. Puedo oler la fragancia de su pelo —ahora lo lleva suelto— y casi sentir la tibieza de su piel. De pronto ella sufre un pequeño estremecimiento, involuntario. El lugar está cerrado, pero ha refrescado y estamos solos. Los tres. Tito se esfuerza por sostener su cabeza sobre el puño izquierdo, mientras que con el índice derecho golpea el cristal. Los párpados se le cierran. Yo me quito la chaqueta y cubro con ella los hombros de la mujer, quien la recibe con un gesto vago, compensado con una mayor proximidad. Su cuerpo descansa sobre mi hombro. En ese instante, Tito cae sobre la mesa. La señal de retirada. El dolor se ha ido. Temporalmente. Volverá, soy consciente de ello. Él también lo es. Y la escena será idéntica. Mas lo importante, al menos para mi amigo, es el presente.
 
lucenadigital.com, 8 de junio de 2011.

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