Unos cuatro años después de concluir con la cita semanal, acabo de calzarme de un tirón la serie completa de Juego de tronos, cuya edición en Blu-ray me regaló mi hermano las pasadas Navidades, y he de admitir que, con sus más y sus menos, la he disfrutado mucho. Los setenta y tres episodios (ocho temporadas) me han acompañado durante varias semanas con la satisfacción de un buen libro, por lo atrayente de su narración, lo impactante de su imagen y lo interesante de su trama. Creo que es una de esas series que se saborean y se gozan mejor en bruto y no a pequeñas dosis semanales con sus intervalos de descanso entre temporadas. Si tuviera que elegir una imagen, un fotograma, de entre muchos disponibles, optaría por ese plano del Caballero de la Cebolla en medio del paisaje nevado, junto a los restos de la hoguera y el sol naciente al fondo, al descubrir que la joven Shireen Baratheon ha sido quemada viva. Potentísima.
Juego de tronos vino a consolidar esa nueva forma de valorar el consumo televisivo en nuestro tiempo de ocio, regenerando el medio y fortaleciendo una tendencia que entonces podía parecer anecdótica, como era la de dotar a los productos televisivos de unos presupuestos y unos equipos profesionales que rivalizasen con los productos cinematográficos. Y lo consiguieron, dando pie a ese maremágnum de plataformas digitales que tenemos a nuestra disposición. El honor histórico correspondía, sin duda, a la productora HBO, responsable de títulos como The Wire y Los Soprano, pero que nos había traído, nos traería y nos trae obras como Oz, Hermanos de sangre, True Detective, Chernobyl, A dos metros bajo tierra, Boardwalk Empire, Succession, The Young Pope, The Leftovers, Deadwood o Roma. Una productora que, bueno, no escatima en crudeza, violencia, blasfemias, destape y sexo, factores que no comprometen la absoluta calidad de sus producciones.
De vuelta a la serie de David Benioff y DB Weiss, Juego de tronos, engancha desde su primera temporada, en la que el guión, por la profundidad de sus personajes, la rotundidad de sus diálogos y lo elaborado de sus conspiraciones, de ese juego de tronos que confiere el título, marca la distancia con otros productos televisivos. Se deja notar, aquí, la referencia a las novelas de George RR Martin, hasta el punto de que, cuando empezamos a navegar por las temporadas cinco y seis y arribamos en las siete y ocho, la ausencia de ese faro de indicación narrativo y literario se deja sentir estrepitosamente, con un chirriar de dientes, acompasado de arqueamiento de ceja, al principio, y el más absoluto despropósito y el más descacharrante planteamiento, en su temporada final, en la que algunas de sus escenas y reacciones de sus personajes adolecen de toda lógica y coherencia argumentativa, pues, mientras en las primeras temporadas el binomio causa y efecto se iba cociendo a fuego lento y desarrollando con parsimonia y cohesión interna, para cerrar la historia se recurrió a elementos forzados e inconexos, sin obviar cómo se iba disipando la naturaleza coral de su conjunto.
No tecleo, advierto, que se trate de una basura infame. Sólo entiendo que toda la construcción literaria de las cinco o seis primeras temporadas se abandona para suplirse por el espectáculo pirotécnico y el dominio de la sustancia visual en las dos últimas. Lo que no es malo de suyo. De hecho, la batalla en la fortaleza de los Stark contra los Caminantes Blancos, de la temporada ocho, con su edición, fotografía, escenografía, tratamiento y música, me parece un prodigio arrollador de los sentidos, por encima del posterior ataque del dragón a Desembarco del Rey, como lo fue la batalla de los bastardos en la temporada seis. No es que la serie pierda, por tanto. Es que parece otra serie. O una serie orientada a otro tipo de espectador.
Porque Juego de tronos fue una serie que sumaba espectadores a medida que avanzaban sus temporadas. Consumidores que se fueron incorporando al producto en demanda de determinados componentes. Quizá por ello, opino, la sólida complejidad de un personajazo como Tyrion Lannister, interpretado por un sublime Peter Dinklage, se quebró en la temporada seis, cuando se une a Daenerys Targaryen, por la misma despreocupación hacia los diálogos en atención a lo visual, al momento en que la propia Sansa Stark, más adelante, en una de sus escenas en Invernalia, le espeta algo así como te tenía por el hombre más listo del mundo. No recuperaremos al añorado Tyrion Lannister hasta su diálogo con Jon Nieve durante su detención en una habitación entre las ruinas de Desembarco del Rey, tras traicionar a la reina Daenerys y renunciar a su condición de Mano.
En este sentido, frente a todo el complot que desembocó en la conocida como «Boda Roja», de la temporada tres, tramas como la de Arya Stark para aprender las artes de los Hombres sin Rostro, en la sexta, no terminan de resolverse bien; hasta culminar, en la octava, con las escasas luces de ocultarse en unas catacumbas de un enemigo capaz de alzar a los muertos, con la locura nazi y genocida, recargada de inconsistencia, de Daenerys, con el desatinado cónclave para nombrar rey o con el esperpéntico Consejo Privado.
No obstante, es una gran serie, lo anotaba antes, extraordinaria, y muy disfrutable de principio a fin. El problema está en el remate. No está bien rematada, ahí falla, y la culpa es de escritura, de guión… Pese a, me reafirmo. Lo criticado no dejan de ser detalles, al cabo, que llaman la atención frente a lo que el producto había ofrecido y seguía ofreciendo. Livianos toques, someras reprimendas, como la del tratamiento del tiempo, bajo mi consideración, mal reflejado en el cómputo general de la serie.
Precisamente, el tratamiento del tiempo es una cuestión que, en cambio, sí han conducido con solvencia en esa portentosa y soberbia precuela que ha sido la primera temporada de La Casa del Dragón, de lo mejor para televisión en los últimos años. Pero ya habrá ocasión de abordar esta producción… O no.
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