sábado, 13 de julio de 2024

De padres e hijos

 A mis padres

No he sido, y, a estas alturas de la vida, creo que nunca seré, muy a mi pesar, padre. Sí soy, y espero serlo durante muchos años, hijo. Como hijos, a veces, no somos conscientes de la responsabilidad y el sacrificio que implica ser padres. No lo somos, al menos, hasta que no tenemos nuestros propios hijos o alcanzamos la edad para ser padres.

Qué duda cabe que para eso de ser padre no se halla un manual de instrucciones, pues todo niño podrá nacer con un pan bajo el brazo, nunca con guía orientadora; de modo que, cualesquiera de los libros y mamotretos que aspiran a ilustrar a padres asustadizos acerca de los múltiples significados de los diversos tonos de berreos del bebé o la distribución de los horarios para dormir, en función de la posición lunar, se me antojan panaceas sacacuartos con reconocible vocación de efecto placebo, antes que sistemas de útil aprovechamiento.

Entiendo yo, más bien, que eso de ser padre es labor natural, intuitiva y visceral, para la cual nunca se estará lo suficientemente preparado, ni habrá vida suficiente para aprenderla a nivel de experto. Por ello, lo de ser buen o mal padre no podría considerarse categoría predeterminada, sino resultado de las circunstancias y del desarrollo diario, supeditados al diabólico factor de que jamás se logrará ser el padre perfecto, aunque siempre se podrá ser el peor padre del mundo.

Y es que los hijos no pueden elegir a sus padres, al igual que los padres no pueden elegir a sus hijos, pero, una vez que lo son, padres e hijos generan un vínculo que transciende lo espacial y lo temporal, lo físico y lo metafísico, lo biológico, la vida y la propia muerte, algo misterioso y maravilloso imposible de quebrar, pese a desearlo y necesitarlo en ocasiones, imposible de cortar.

Por mero impulso orgánico, los hijos, mientras son niños, precisan de la presencia, de la proximidad, del contacto con sus padres, con esas figuras de referencia, seguridad y amor que marcan su existencia y su supervivencia. Cuando dejan de percibirlos, de sentirlos, de verlos, se activa un resorte deslavazado de la comprensión o de la lógica innata. Desconocen la razón de la ausencia, de las horas de desapego, que llegada la adolescencia, aquella etapa incierta que anuncia los rudimentos de la madurez, etapa de estructura molecular gaseosa, inconsistente, desnutrida de experiencia, se puede tornar en duro reproche, en recriminación escupida a la cara con inmisericorde frialdad o desdén auspiciado por silencios y miradas esquivas, que los padres, quizá reconociendo el reflejo de otro tiempo, quizá movidos por el amor incondicional, soportan resignados, cuales penitentes, entre suspiros y rutinas, aguardando periodos más felices.

No comprenden, entonces, los hijos, o todavía no comprenden, obnubilados por las carencias de la edad, que los padres también son personas, con sus anhelos y sus metas. Sus sueños y objetivos, que tratan de compatibilizar con las obligaciones de la paternidad. Sus aspiraciones y ambiciones, ascender en aquella profesión por la que tanto han luchado, por ejemplo, lo cual no ha de afectar al amor hacia los hijos. En este apartado de la profesión, los hijos, narcotizados por la habitualidad, no suelen valorar el precio que paga el padre que lo deja todo para permanecer en casa al cuidado de sus hijos. La renuncia personal. Una función que la historia, aconsejada por la injusticia o inspirada por la sensatez, ha atribuido a las mujeres. Esas madres que, por amor, por puro amor, desprendidas de amor, profanan su juventud y sus capacidades profesionales por sus hijos. Esas madres a quienes la humanidad les debe la subsistencia.

No comprenden, entonces, los hijos, o todavía no comprenden, obnubilados por las carencias de la edad, que la vida se encuentra tejida por hilos de despreciable materialismo, cuya saciedad sólo se satisface a base de engullir dinero, ese vil metal que nos absorbe y obsesiona, que nos consume y deprime, que nos agarra, arrastra y arrebata, que nos conduce a la desesperación. Las necesidades de los hijos únicamente pueden ser cubiertas por el dinero ganado por los padres. Y claro que habrá padres poco (o nada) familiares, encantados de esquivar las opresivas paredes del hogar, no demasiado duchos en los tejemanejes de la distracción infantil, en los cuidados y atenciones, en determinados aspectos del proceso educativo; sin embargo, incluso a éstos, la responsabilidad, ese deber intangible, abstracto y etéreo, los lanzará a la caza del dinero que los hijos no reclaman y sí requieren, para avanzar, para prosperar, para darles lo mejor, esperanzados en el interés de que, cuando el destino los incapacite, cuando la naturaleza los elimine o cuando la común salida del hogar los contenga y los aparte, sus hijos estarán lo mejor instruidos posible para afrontar su vida o, quién sabe, su paternidad. Y por supuesto que lo harán. Lo harán a costa de la ausencia y el desapego, lo harán a costa de la recriminación y el desprecio, lo harán a costa de la incomprensión y de las horas de ocio, descanso y sueño. Porque, al cabo, sin desmerecer la eterna ayuda, el constante apoyo y la absoluta confianza, no hay otra misión para los padres que la de preparar a sus hijos.


Lucenadigital.com, 30 de junio de 2023

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