Últimamente, advertida la escasa
disponibilidad temporal, sea por penurias u ocupaciones, tengo descuidados a
los amigos, y no está la vida para ir descuidando amigos, so pena de perderlos,
sobre todo, cuando son amigos de los buenos, de los de verdad; así que valgan
estas líneas a modo de disculpa y constancia de lo involuntario de la
situación; aunque sé que, dada, justamente, la bondadosa cualidad de los
mismos, también predomina en ellos la comprensión y la empatía; excluyendo de
este trasunto de silogismo al peculiar Tito (ermitaño y cambiante como
meteoro), e incluyendo a los amigos de la Asociación Cultural Naufragio, cuyas
actividades perduran desatendidas y postergadas a mi pesar; cuestión ésta, sin
embargo, que me preocupa menos, al estar en manos de personas capaces,
cualificadas y comprometidas, quienes cuentan con el apoyo de un generoso grupo
humano, siempre fiel y fraterno. Lucho, eso sí, contra viento y marea por
preservar mi colaboración en la revista Saigón,
en la cual inicio nueva etapa, supliendo, en acrobático salto circense, la
materia jurídica por la cinematográfica.
Y,
entre este tecleo sobre amigos y revista, andaba hace poco de visita en casa,
precisamente, de Tito, quien, informado del cambio temático, me sugirió como
aportación saigonista un artículo protagonizado por la película Escipión, el Africano (1937). Protesté,
con cierta osadía no exenta de provocación, que se trataba de una película
manifiestamente propagandística del fascismo italiano, a lo cual me replicó un
lacónico y buscado déjate de gilipolleces.
Producida
por la entidad gubernativa ENIC (Ente Nazionale Industrie Cinematografiche),
fue el hijísimo de Benito Mussolini, Vittorio, quien propuso a su padre en 1935
el rodaje de un kolossal que ayudara
a la propaganda del régimen, de emplear el cine cual proselitista instrumento,
a la manera alemana o soviética (y estadounidense, poco después). Y suya,
además, fue la propuesta de ambientarla en las Guerras Púnicas, como reflejo de
las Guerras Ítalo-Etíopes, reemplazando la batalla de Adua por la de Cannas (en
la que Aníbal derrotó al ejército romano en el 216 AC) y la de Abisinia por la
de Zama (cuando Escipión se la devolvió con creces al cartaginés en el año 202
AC). Babeante de amor filial, el Duce puso todo el aparato del Estado al
servicio de un proyecto que recayó en Carmine Gallone, consagrado director
especializado en adaptaciones históricas y operísticas; adepto al sistema y a
la persona de Mussolini, su calidad le mantendría las puertas del Arte abiertas
tras la Segunda Guerra Mundial.
Majestuosos
decorados, brillante ambientación, vestuario cuidado al detalle y miles de
extras, sumada la participación del ejército italiano («Alla realizzazione di questo film hanno largamente concorso unita delle
forze armate dello stato», reza una agradecida entradilla), componen un
retablo sorprendente en plenos años treinta. Impresiona esa primera escena, con
toda la amplitud del plano, del foro romano a las puertas del Senado, plagado
de figurantes embutidos como sardinas en banasta y saludando brazo en alto
(¡saludo romano!) la llegada de Escipión, y cómo el recurso del zoom encuadra
al personaje que ha de intervenir, ¡localizado entre tamaña marabunta!
Increíble la de Zama, la que puede ser una de las batallas de las Antigüedad
mejor rodadas hasta la fecha, con el manejo del trávelin para los ataques de la
caballería y del contrapicado en mitad de la refriega.
Tecleaba,
claro, la naturaleza promocional de la obra («El grano es bueno, y mañana, con
ayuda de los dioses, vamos a empezar a plantar», es la frase final), que
retrata a Aníbal como un violador y un degenerado sin escrúpulos, honor ni
respeto; mientras que Escipión es un noble caballero, amante de su familia y su
patria, interpretado por un Annibale Ninchi en cuya actuación adopta el tono y
las maneras del Duce, quien aplaudió enérgicamente, ineluctables lagrimones
surcando sus mejillas, tras el estreno de un film que ganó, cómo no, la Copa
Volpi a Mejor Película Italiana en el Festival de Venecia de 1937, cuando la
Copa Volpi se llamaba, sí, Copa Mussolini.
El
Arte, es la desgracia, siempre requirió de mecenas, por ello, proceda de la
época que proceda, hay que abordarlo sin prejuicios. Etiquetar o catalogar una
obra por el origen de los fondos que contribuyeron a su producción, imponiendo
un inevitable cariz subjetivo en su desarrollo, es una nota histórica, válida
para el saber, pero no para el juicio. Dejarnos llevar por una opinión previa y
desfavorable acerca de algo que todavía desconocemos, nos habría privado, por
ejemplo, de las magnas construcciones de la Antigüedad, en las cuales se aprovechó
la mano de obra esclava. Artistas como Leonardo da Vinci necesitaron el
mecenazgo; Miguel de Cervantes, con mayor o menor éxito o interés, lo procuró;
hoy, las películas se subvencionan con fondos públicos y cuelan detalles
promocionales.
El Arte, insisto,
requiere mecenas; la propaganda es el precio que hemos de pagar.
Lucenadigital.com, 1 de diciembre de 2018
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