Durante el periodo que en España
denominamos Transición y con la llegada de la democracia, la Cultura quedó
abocada a la fagocitación por un sectarismo absurdo y rebelde, de la cual se
apropió en un alarde de ridícula compensación por las penurias pasadas, los
símbolos desprestigiados y las instituciones arrebatadas. La Cultura quedó en
manos de la izquierda ideológica, que, desquiciada de fanatismo e ignorancia,
vapuleó y repudió todo arte que desprendiera siquiera un tufillo a franquismo,
criterio extensible a la vinculación indirecta.
Todavía
hoy, la postura de quienes manejan el cotarro cultural se inclina
manifiestamente hacia una corriente ideológica, como si, en Arte, eso de la
ideología, y creo que ya lo he tecleado en alguna ocasión, importara un carajo,
porque el Arte siempre requirió mecenas y, sobre todo, porque se desatiende el
contexto. Un contexto que englobaría, sí, a quienes se alinearon con el bando
vencedor, pero que, en su simpleza, devendría fútil a la hora de diferenciar
entre quienes lo hicieron por convencimiento de quienes lo hicieron por
necesidad u obligación. Y, aun sin proceder a la diferenciación, toda persona
culta, ilustrada y educada en la sana capacidad crítica debería estar facultada
para enfrentarse a ciertas tendencias de un modo doctrinariamente
desprejuiciado. Aptitud, claro, de imposible ejercicio en una sociedad
adolecida de repugnantes propensiones al borreguismo, a la frivolidad y a
igualar por abajo…
Para
la cinematografía, la grandiosidad de las producciones realizadas durante el
régimen dictatorial encuentra en su cúspide a las Tres Bes: Bardem, Berlanga y
Buñuel; quizá —o prescindiendo del adverbio—, por haber sido objeto de aquel
desprecio a la sazón, que llevó a Buñuel, por ejemplo, a buscarse la vida en el
extranjero. Loable labor es la de restituir el nombre y mérito de quien fue
despojado de ellos; máxime, tratándose de cineastas que gestaron y/o parieron
obras como La edad de oro (1930), Los olvidados (1950), ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953), Muerte de un ciclista (1955), Calle Mayor (1956), Viridiana (1961), Plácido
(1961) o El verdugo (1963). Lo que ya
no parece tan loable es el reducir el resto de la cinematografía de una época a
comedias ligeras de propaganda turística, promociones discográficas de las
tonadilleras y los cantantes de copla del momento y la colección de
largometrajes de Paco Martínez Soria (por muy imprescindible que sea, y lo es,
la filmografía de Martínez Soria)… Al menos, Fernando Fernán Gómez se libró de
la quema.
A
lo largo del régimen franquista, mal que les pese a algunos, se produjeron
numerosas obras cinematográficas de ingente calidad, también —a partir de los
años sesenta— en coproducción con terceros países; y despuntaron cineastas de
la talla de Rafael Gil, Ignacio F. Iquino, Edgar Neville, Antonio
Isasi-Isasmendi, Julio Salvador, Julio Coll, Francisco Rovira Beleta, José
Antonio Nieves Conde o Manuel Mur Oti.
Gil
e Iquino fueron dos cometas de la realización cinematográfica, que, sea por
habilidad o por afinidad, dirigieron películas en un espacio de más de cuarenta
años, abarcando todos o casi todos los géneros y subgéneros. Títulos como El hombre que se quiso matar (1942), Huella de luz (1943) o El clavo (1944) convirtieron a Rafael Gil
en un referente, modelo a seguir en el panorama profesional español. Iquino,
además de prolífico realizador, como productor, promovió y apadrinó el talento
de Antonio Isasi, Julio Salvador o Mario Camus; y, junto con Salvador y Coll,
conformó el triunvirato que impulsó el llamado Cine Policíaco Barcelonés,
alumbrando títulos como Brigada Criminal
(1950), Apartado de correos 1001
(1950), Distrito Quinto (1957) o Un vaso de whisky (1959); subgénero al
que se aproximaría tímidamente Rovira Beleta con Los atracadores (1962). Edgar Neville descolló en los cuarenta con Domingo de carnaval (1945), La vida en un hilo (1945) y El crimen de la calle de Bordadores
(1946); atreviéndose con la vanguardista La
torre de los siete jorobados (1944). José Antonio Nieves Conde fue
responsable de la portentosa Los peces
rojos (1955), prodigio narrativo y escenográfico; sin estar autorizados a
obviar Todos somos necesarios (1956)
y El inquilino (1957). Manuel Mur Oti
se erigió en el emperador de los cincuenta: Cielo
negro (1951), Condenados (1953), Orgullo (1955), Fedra (1956), El batallón de
las sombras (1957); para dar un puñetazo sobre la mesa en los sesenta con
la excelente A hierro muere (1962). Y
Antonio Isasi-Isasmendi, maestro del montaje e incuestionable rey del cine de
acción español de los sesenta, nos legó, con su infalible pericia, una sublime
tetralogía de acción, que nada envidiaría a la importación hollywoodense: La máscara de Scaramouche (1963), Estambul 65 (1965), Las Vegas, 500 millones (1968) y Un verano para matar (1972).
Para quien, al cabo,
avasallado por motivaciones ideológicas o políticas, desmotivado para la
suficiencia crítica y la imparcialidad, todavía recele del cine español, le
sorprenderá descubrir que el primer largometraje europeo de animación en color se
realizó en España: Garbancito de la
Mancha (Arturo Moreno y José María Blay, 1945).
Surdecordoba.com, 1 de diciembre de 2018
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