—Dios,
tengo un amigo asesino. Un asesino de verdad. ¿Y tú, cómo te sientes?
—Lo
que siento es no haberme comprado una pistola hace mucho tiempo.
—¿Sigues
hablando con los muertos?
—No,
ya no.
—Claro,
ahora los fabricas.
Carlos
Augusto Casas, Ya no quedan junglas
adonde regresar.
Cuando las circunstancias son las
que son, y no las que algunos se empecinan en despacharnos con redobles de
prosopopeya y malgasto de flores al aire; cuando se carece de un trabajo que
repercuta directamente en el proporcionado incremento del volumen y peso de la
faltriquera, no queda sino renunciar a aquello de lo prescindible, aunque, en
realidad, sea imprescindible; no queda sino priorizar, prescindir de lo menos
imprescindible. Mientras carezca de un trabajo digno de alegrarme el bolsillo y
devolverme el concepto de patrimonio, la construcción de mi biblioteca ha de
verse paralizada, cual proyecto urbanístico en mitad de un descampado
cochambroso y poblado de jaramagos. Por suerte, hay bibliotecas públicas a las
cuales acudir a satisfacción (más o menos), y amigos, quienes, conscientes de
que la lectura es en mí necesidad tan perentoria como el respirar y el comer, repletos
de generoso altruismo y réplicas con aspavientos ante mis pudorosos reparos, me
suplen con obras propias y ajenas, cuya existencia siquiera habría constatado
(las ajenas, claro), no por desinterés, demérito o desprecio; sencillamente, por
no poder estar a todo. Haciéndolo a través de la liberalidad de la donación,
subscribiendo un contrato de préstamo o cediendo el usufructo temporal, en función
de las cargas y gravámenes que repercutan a ocasión; mi compromiso de no
ejercer la usucapión en sempiterna vigencia. Obras marginadas por superlativa
injusticia de tournées literarias de
áticos y canapés, covachuelas editoriales de alto copete, cierres informativos
en horario de máxima audiencia o casetas de primera línea en ferias de libros.
Obras privadas del dulce adoquín de la fama engalanada de oropel y recibida por
alfombra de sufrida chenilla.
Surdecordoba.com, 01 de marzo de 2018
Me ha supuesto una grata sorpresa y
una inenarrable delicia leer Ya no quedan
junglas adonde regresar, del periodista Carlos Augusto Casas, ganadora del
VI Premio Wilkie Collins de Novela Negra. La historia, en principio, resulta simple:
«Por eso no podía fallar —escribe Casas—. Porque las cosas simples siempre
funcionan». Mateo, Teo, el Gentleman, es un septuagenario viudo y aburrido,
aplastado por la monotonía y devastado por el paso de un tiempo que se consume
lenta e insípidamente, triste («El tiempo, no se puede hacer. Desde que nacemos
lo vamos perdiendo y no podemos recuperarlo»). Ubicado en tamaño retablo
románico, la mera razón de su existencia se reduce ya a esos jueves en los
cuales contrata a una joven prostituta, Olga, con quien imagina una vida más
feliz, pues «Nos mentimos una y otra vez. Es la única forma de que la vida nos
resulte aceptable». El día que Olga aparece asesinada, Teo, hastiado de ver
cómo el destino le arrebata todo lo que le importa, de percibirse subyugado por
la ortodoxia de las reglas y los perfiles de la especie, saciado del acomodo a
la inutilidad, clama venganza. Su misión lo transforma: «El espejo le devolvió
el reflejo de un desconocido»; no en vano, «Planear una muerte le había dado la
vida»; iniciando un ajuste de cuentas a riesgo y ventura, sin aguardar la
utópica, ilusoria esperanza de una Justicia Natural: «Lo único que he
conseguido teniendo paciencia es hacerme viejo mientras esperaba algo bueno de
la vida. Ya no tengo tiempo para tener paciencia».
Con un lenguaje, con un estilo
narrativo salvaje y descarado, directo y demoledor, ameno y absorbente,
ocurrente y disipado, deleitoso y cautivador, Carlos Augusto Casas, nos fascina
e hipnotiza con la historia de una venganza que, en verdad, son cuatro; si bien
las restantes gravitan, cuales satélites, en torno a la principal, a una
primigenia venganza, la cual, como mortero para bastimento, adhiere todas las
demás. Una historia desarrollada con maestría, excepcional talento, mediante el
empleo para la acción de un ritmo frenético, asfixiante, estimulante, que
envicia al lector al poco de mimetizarse con la tonalidad de unos personajes
diseñados con plumilla y moldeados en el torno de un diestro alfarero atento al
detalle.
Pero ¿se trata en efecto de una historia de venganzas? El
lector que goce del privilegio de saborear esta novela pronto captará la sazón
en su trasfondo, que la vejez no es el final, si la fatiga deja de potenciar la
achacosa imagen arrojada por aquel espejo; que todavía se puede luchar y
vencer, soñar y complacer, ser útil… y peligroso: «Eso es lo peor de hacerse
viejo, que te vuelves inofensivo para el resto del mundo. Y me jode, no veas
cómo me jode». Es esa vitalidad y energía apasionadas y contagiosas: «Joder,
Gentleman, eres un asesino… la madre que te parió, qué envidia». Es ese
despertar interior a la libertad, a que cualquier cosa es posible, si renegamos
del hecho de sentirnos las víctimas del mundo, del tiempo, del destino, del
sino, de la fortuna, de la providencia, de la casualidad, de la vida, y nos
convertimos en sus verdugos: «Sí, el viejo tenía que reconocer que era mucho
más feliz […] incluso, pensaba que más libre. Todo se lo debía al momento en
que descubrió que el mundo se veía mucho más claro cuando estás detrás de un
revolver».
Surdecordoba.com, 01 de marzo de 2018
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