A
nuestros padres.
A
mis padres.
No podría atestiguar si todos los
días. Es difícil coincidir, el momento se reduce a un segundo arriba o abajo,
un pequeño instante marca la probabilidad del encuentro.
Lucenadigital.com, 03 de marzo de 2018
Durante mis salidas matutinas a
correr unos kilómetros por la ciudad, a veces me cruzo con una abuelilla
(término empleado de manera afectiva, nunca vejatoria; segunda acepción del DLE),
una mujer mayor, septuagenaria con trazas de poder palpar el año octogésimo.
Sale de la estación de autobuses por la calle Córdoba, toma Ejido Plaza de
Toros y continua por la Ronda de San Francisco. Lo hace con paso lento,
afirmado por el apoyo de un bastón empuñado por su diestra, en tanto que, con
la siniestra, tira de una pequeña maleta estampada sobre ruedines. Es un
complejo cúmulo las sensaciones —van del reconocimiento hasta la consternación—
que pugnan por descollar en mi interior, cuando veo a la abuelilla, con su paso
calmoso y cadente, avanzar a lo largo de su ruta, el puntal de su bastón y el
remolque de su maleta. Desconozco si la ciudad es su lugar de destino o de
retorno, si está de ida o de vuelta. Tampoco sé dónde se ubica su meta: el
punto más alejado en el cual me he topado con la buena señora es la avenida de
la Infancia, y a considerable altura.
Cada ocasión que me encuentro con la
abuelilla, entre la alabanza y la piedad, me pregunto por el porqué. Cuál es el
motivo. Qué transcendental acontecimiento impulsa a una anciana a tan frecuente
ajetreo. Al esfuerzo del madrugón, a las inclemencias meteorológicas, a los
rigores del tiempo. Al sacrificio del lance. Será, sin duda, una fuerza mayor,
una necesidad ineludible, una obligación indispensable la que estimula su
consagración. Me niego a creer en un resumen prosaico de la escena. Calcule
usted, simplemente: crudeza de lluvia o viento aparte, es acreditada la
bonanzosa temperatura matinal de los meses de verano, lo agradable del paseo
crepuscular. No obstante, llegado el invierno, noche cerrada o en vísperas de
vislumbrar las primeras luces del amanecer, durante los reservados maitines, la
gelidez del clima asaetea la cara y horada el alma. Con temperaturas fluctuando
alrededor de los cero grados, sólo una causa superior puede colocar a mi
heroína en un trayecto de, al menos, dos kilómetros, bastón en ristre,
posesiones bajo arpillera.
El acto, por una infalible
asociación de ideas, me invita constantemente a reflexionar acerca de la
función actual de las personas mayores. Fue un breve hálito de esperanza el que
gozaron a finales del pasado siglo. Una vaga promesa a la cual se aferraron
durante unos años. Tradicionalmente, antaño, hasta que el desgaste, la
enfermedad o la muerte anulaban sus capacidades, los abuelos resistían al pie
del cañón, luchando, trabajando, privados del descanso, renunciantes a toda
suerte de disfrute, dedicados en espíritu, fortaleza y salud a la empresa de
sobrevivir. Qué remedio quedaba. Los más desafortunados, paralizados por el
deterioro o los trastornos, eran condenados a desaparecer entre la miseria de
su propia desgracia. Los dichosos, claro, disponían de cama y cuidados.
Pareció revertir la situación, con
el advenimiento del último tercio o cuarto del XX. Los abueletes se
convirtieron entonces en pensionistas. Se les avaló el descanso y las
atenciones hasta el término de sus días, y se les depositó una nómina mensual
en pago por sus muchos quehaceres y sus abnegadas contribuciones a la sociedad.
Sin embargo, arribó la nueva centuria, y afloró el resultado de la malquerencia
de la humanidad, de los abusos y la avaricia, del descontrol y la estafa.
Los abuelos, hogaño, han vuelto a
perder esos derechos que, como miel en los labios, únicamente pudieron saborear
con el extremo de la lengua. Hoy, han vuelto a asumir cargas, de las cuales se
les prometió se hallarían desprendidos. Hoy, los abuelos han de criar a sus
nietos, movidos por la fatalidad de la carencia de una verdadera política de
conciliación laboral y familiar; han de mantener (techo, vestido y alimento) a
sus descendientes, mínimo, hasta el segundo grado, movidos por una crisis
aniquiladora, exclusivamente superada para las autoridades gubernativas y jamás
existente para plutocracia; han de prolongar a perpetuidad su condición de
padres, movidos por un mercado laboral incapaz de colocar a los hijos, quienes,
de tal forma, ostentan el impedimento de poder fundar su particular hogar, su
familia; han de trabajar, movidos por la perspectiva de una pensión ridícula.
Abuelos que no son abuelos. Abuelos vapuleados por la
lenidad y el latrocinio, por la brutalidad de un contexto humillante, unos
gobernantes inconsecuentes, una sociedad infame, que ni sabe ni quiere
agradecer los méritos ganados, que, mirándose al ombligo, niega el reflejo de
su futuro; por un egoísmo que vive el presente, arrasando con cuanto obstáculo
se le interpone, exprimiendo cuanto le es provechoso. Mientras los abuelos,
generosos, constreñidos por las circunstancias, deben rejuvenecer, recoger el
papel de los jóvenes, levantar, otra vez, un país arruinado.
Lucenadigital.com, 03 de marzo de 2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario