Han
sido muchos los articulistas que, con mayor o menor éxito, han tratado de
estudiar con carácter sumario el vocablo «tonto», sea en grados de tontuna, sea
en clases o categorías de tontos. Por ejemplificar, Juan Manuel de Prada ha
recurrido en varias ocasiones a su admirado Leonardo Castellani, quien atendió al
porción de conciencia que tenían sobre su cortedad de ingenio: «1) Tonto a
secas; esto es, ignorante. 2) Simple; esto es, tonto que se sabe tonto. 3)
Necio; esto es, tonto que no se sabe tonto. 4) Fatuo; esto es, tonto que no se
sabe tonto y además quiere hacerse el listo. 5) Insensato; esto es, tonto que
no se sabe tonto y encima quiere gobernar a otros». Algo parecido es posible
con la expresión «hijo de puta», si bien dotándola de menor sofisticación: 1)
Hijoputa (o la variante clásica hideputa): empleada en lenguaje coloquial, en
tono amistoso o jocoso, en plan qué cabrón eres, mamonazo, pero con cariño y
palmadita en la espalda o carcajada de prudente doble ja, como alternativa honorable;
su uso vilipendioso será secundario y vulgar. 2) Hijo de puta: lanzada ya con
inquina, con animus ofendi, y dudando
de la honradez materna, ganada a pulso por el receptor. 3) Hijo de la gran puta:
hijo de puta de nivel superior, con agravante pergeñada con detestables dotes
para la ignominia, y considerando la jefatura maternal en el ámbito de las
cantoneras. 4) Hijo de la grandísima puta: supremo hijo de puta, vitando género
hitleriano, chafarrinada de la humanidad, y nieto por línea directa descendiente
de la madre de todas las cantoneras.
Mayor dificultad entraña tal oficio
para el término «gilipollas», pues, quien es gilipollas, lo es y punto. No
existen distinciones que valgan, aunque, a modo de ventaja, sea fácil
distinguirlo entre la multitud, por ese aire de sobrepasado engreimiento, ese
postureo de imbécil creído, esas dotes de remarcada estupidez, que nos llevan a
renegar de su presencia y a aborrecer su persona. El gilipollas es una raza
abundante en el mundo, se podría agrupar en decenas por kilómetro cuadrado, y
uno, conocida la malquerencia de nuestra especie, se vería englobado sin razón
alguna. O con ella. Quiero decir que su número simplifica la probabilidad de
cruzarse con, al menos, un gilipollas cada semana o mes. O no cruzarse con
ninguno, lo cual degeneraría hacia la compensación matemática. Así, se da el
caso de que hace unas semanas me crucé con dos gilipollas.
Iba corriendo de buena mañana por mi
ruta habitual, salvando a los parroquianos concurrentes del horario, siendo
currantes en gran parte. Respeto al máximo, oiga, a los currantes de buena
mañana que saltan de la cama con la oscuridad de la madrugada para ganarse el
pan… No obstante, esa dichosa y temida estadística… En fin, atravesaba Plaza de
la Barrera, cuando me venía de frente uno de esos currantes. Era joven,
ataviado con el atuendo oficial de la empresa donde desempeñaba su labor. Se
acercaba a mí, tecleaba, o yo me acercaba a él —circulaba más rápido—, mientras
el individuo limpiaba sus gafas con un pañuelo desechable de papel.
Encontrándonos a escasa distancia, el tipo concluyó el proceso de
adecentamiento de los cristales, entonces, pese a hallarse una papelera a
apenas dos metros, me miró, compuso una altanera media sonrisa, dejó caer el
papel usado y medio arrugado al suelo, se recolocó las gafas y continuó su
camino en dirección opuesta a la mía. El gilipollas. Unas zancadas más
adelante, observé otro papel, igualmente arrugado, cuyo blanco inmaculado
destacaba sobre las primeras luces del amanecer. Insisto, había una papelera a
pocos pasos.
Debí parar y afearle la conducta
incívica. Gracias a gilipollas como él, caminamos por calles y plazas sucias, salpicadas
de envoltorios, papeles, chicles, colillas, cáscaras de pipas, que los
operarios de la limpieza municipal se afanan en recoger diariamente. No será
por papeleras a lo largo y ancho de la ciudad. Y tan gilipollas es el fumador
que lanza la colilla al suelo, fume en la calle o en el balcón de su casa, como
el gilipollas que, ocioso, inunda el espacio público a su derredor con cáscaras
de pipas. Con mención especial hacia el gilipollas que abandona la calzada y estaciona
el coche en la zona peatonal, acribillándola a mugrientos lamparones aceitosos.
Sin embargo, no paré ni me volví al tipejo, por no perder
el ritmo de carrera, por la puñetera corrección política o por la maldita
costumbre de declinar en favor del curso natural de las cosas, como si no
pasara nada o el asunto no fuera con uno (o no fuera problema de uno),
convirtiéndome, de esta manera, en otro rastrero gilipollas, a quien contemplé,
asqueado, en el espejo de mi casa minutos después, todo sudado y corrompido por
la falsedad y la denigración.
Lucenadigital.com, 01 de septiembre de 2017
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