Durante
mi amplia etapa como discente —no cerrada aún, acoto—, conocí a un importante
número de maestros y profesores. Aquella miríada abarcaba, como es natural, a
lo mejor y lo peor del gremio: desde profesionales como la copa de un pino,
vocacionales, entregados y valientes, de intachable magisterio y admirables
cualidades; hasta sinvergüenzas redomados, cabrones sin escrúpulos ni ética,
aferrados a un sistema proteccionista y a un asiento concedido a dedo; pasando
por los clásicos funcionarios sin otro quehacer, los sustitutos con ganas de
destacar o los contratados eventuales, apadrinados o no, en busca del a ver qué
tal o de unas perras mensuales extras (lo cual es legítimo, verá usted).
En el lado negativo del compendio,
tuve el infortunio de topar con una profesora que se tomaba a pecho su derecho
constitucional a la libertad de cátedra, al punto de ejercerlo en toda su
gratuidad, con el 20.1.c en grandes letras impresas, colgado sobre el cabecero
de su cama. Quiero decir, fuera de frívolos circunloquios, que la señora, a
quien en mala hora concedieran título y puesto, dedicaba su período lectivo a lo
que fuera, con la única condición de que no estuviera, bajo ningún concepto,
relacionado con algo que mínimamente quedara vinculado con su supuesta área de
conocimiento, aquella en torno a la cual debía impartir sus clases. Tan
impúdico proceder me obligó, o, por extensión, nos obligó (a sus alumnos), a
estudiar las lecciones para los exámenes directamente del libro, a palo seco,
sin el indispensable filtro que concede un buen profesor, quien no deja de ser
un intermediario impagable. Sin riesgo de elucubración, aquella profesora
vendría a considerar que, habiendo libros oficiales, escritos por pringados que
han destinado tiempo a ellos, para qué preocuparse.
Aprendí, o, por extensión,
aprendimos, poco o nada de ella, entonces. Salvo una cosa, al menos yo. La
excepción fue una máxima que no he olvidado. En medio de una de sus frecuentes
peroratas, dejó caer una brillante sentencia. No cito el literal, pero sería:
el buen orador es aquél que cambia de registro según las circunstancias. Con
«registro», se refería a registro lingüístico; con «circunstancias», a
contexto, situación o entorno donde se hallara o hallase el referido orador. Es
buen orador, por ende, quien adopta, adapta o altera su modo de expresarse en
función de las circunstancias; en función del lugar en el que se encuentre, del
oyente al que se dirija, del tema del que trate.
Y no le faltaba razón.
Inconscientemente, lo practicamos continuamente. No hablamos igual con nuestros
padres, hermanos, hijos, amigos, compañeros de trabajo. No hablamos igual
frente a un desconocido, ante un auditorio, en una fiesta a la que hemos sido
invitados o llegamos de casualidad, en una reunión informal o de trabajo. No le
hablamos igual a la amante (o al amante, no se me enfade) o a la cónyuge (aquí,
ídem).
Sin embargo, al suponer una reacción
inconsciente, peligra su pureza, contaminándose, si no se cuida y se modela con
paciencia, entusiasmo y consagración. Ya podemos columbrar detalles de esa
degeneración con el infame tuteo a un extraño. Muchos se despreocupan del
oyente o lo desprecian, al hablarle con la misma informalidad, desidia o
indiferencia, independientemente de su cualidad o calidad, atropellando el
lenguaje sin compasión, marcha adelante y atrás, para rematar. La misma
informalidad, desidia o indiferencia que mostramos en el vestir, portando esa
ropa casual, tan chapucera, o
caminando sin camiseta o en chanclas, pinreles al aire, los días de verano,
desfilando callos y grietas por doquier. También, cómo no, el extremo opuesto
es intolerable: un rico vocabulario y una sintaxis armoniosa no empece el
respeto para con aquellas personas que carecen de tales dominios. No es
admisible, no es cortés, emplear una elevada lingüística para hablar con quien
no la alcanza, porque la función del lenguaje es transmitir, comunicar, emitir
y recibir; lo cual es imposible, si el destinatario no recibe la información,
o, recibiéndola, no es capaz de procesarla. El lenguaje, una de las principales
características y herramienta transcendental de la humanidad, se convierte, así,
en un instrumento inútil.
Por mi parte, siempre he entendido
aquella máxima como algo más que la simple cotidianeidad en el uso de lenguaje.
Para ser un buen orador no basta con ir alterando espontánea y anecdóticamente
el registro lingüístico: es imperioso saber adaptarlo en toda su extensión en
razón del momento, de forma minuciosa y precisa, condicionándolo al ambiente,
al oyente y a la materia; gestionándolo con rigor; acaudillando su variado
esplendor. Para lograrlo, se requiere cierto esmero y perseverancia, y,
entiendo, ingentes dosis de atenta lectura. Y adecuada.
Hay quien confunde vulgaridad con cercanía, apatía con
campechanía, indisciplina con extravagancia, grosería con deferencia… Aunque —y
no podía concluir de otra manera— cada hablador tiene el hablar que se merece,
claro.
Surdecordoba.com, 01 de septiembre de 2017
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