Esta
tarde acompaño a mi amigo Tito en uno de sus habituales bajones de ánimo. Poco
más puedo hacer por él, salvo esto: estar a su lado, que no se encuentre solo.
No necesitamos hablar, él no lo necesita; basta con saber que tiene a alguien
que se preocupa por él a su flanco. Un amigo que estará ahí para apoyarlo,
cuando se tambalee; sostenerlo, cuando se caiga; y arrástralo hacia casa,
cuando las fuerzas le falten, el alcohol lo venza o el hartazgo lo desgaste o
arruine, dejándolo como un estropajo usado, devastado y abandonado en un rincón
de la encimera.
No son los suyos unos bajones
depresivos, de corte nervioso o psicológico, sino unos de cansancio y
desesperación, de pérdida e impotencia, de fracaso e infortunio, de desolación
y decadencia. Tito padece el mayor de los males, el más amargo de los estragos:
la consciencia de la propia miseria. Hombre injustamente lúcido, esta lucidez
supone su perdición, puesto que la claridad de la realidad, de su realidad, es
tan brillante que le destroza la vista, y, de paso, el cuerpo y el alma.
Es un sábado de primavera, y la
estación no le ha sentado demasiado bien. Tampoco la vida le sienta bien, o se
porta bien con él. Estamos en una cafetería, uno de estos locales que
proliferan, donde sirven de todo, excepto comida, o comida digna de recibir este
nombre: la camarera acaba de suministrar a nuestros vecinos de mesa un gofre
gigante, ahogado en chocolate líquido y amarrado a un par de flotadores de nata
que no aliviarán el trámite. Una bomba calórica que la insensatez humana
aplaude, babeante y espumosa. Tito y yo hemos visto pasar el plato con un
sórdido gesto de desaprobación, aunque mi amigo no ha podido evitar un dejo de
envidia al fondo del estómago, allí donde el vacío ensombrece al escrúpulo.
Ambos estamos pelados, por lo cual nos hemos conformado con pedir un té y una
cerveza. Esta última es para Tito, claro: él no vicia el cuerpo con agua sucia.
Frasecita textual que, viniendo de quien viene, manda cojones. Nos conformamos,
tecleaba, con una consumición, imponiéndonos el objetivo de cubrir con ella
media tarde, y el reto de colmarla (la tarde) sin repostaje.
La camarera, que es guapa y tiene
una bonita sonrisa, va depositando delicadamente sobre nuestra mesa lo
solicitado. Las temperaturas empiezan a ser agradables, reflejándose en su generoso
escote, al cual echo un vistazo de soslayo, retando a una delicada equidad
entre el decoro y el placer. En cambio, mi amigo no está hoy para los pecados
provocados por la debilidad de la carne. «Ni una me sale a derechas, macho», se
decide a soltarme. Lo hace sin levantar los ojos del vaso de cerveza, al cual
no ha parado de dar vueltas, tras el primer sorbo. Seca con un dedo parte de la
humedad que fríamente encostra el cristal. «Y lo he intentado», añade, «de
veras que lo he intentado». Es cierto. Misántropo, egocéntrico, aficionado al
sablazo y tendente a la vagancia, sin embargo, lo ha intentado. Lleva tiempo
intentándolo. Mucho tiempo. Buscar el cumplimiento de esa promesa de que,
haciendo las cosas del modo en que deben hacerse, acatando las reglas,
siguiendo el sistema establecido, con esfuerzo y tenaz preparación, se logran
los propósitos, los deseos, los sueños. «Pero no es así», concluye. «No es así»,
repite, acrecentando su hundimiento personal, alimentado ese deplorable y
patético tufo a desgracia y frustración, el cual enrarece el ambiente del
lugar, germinando en su interior una condescendencia que pronto, sobrepasada
por la abundancia, se torna en repugnancia. «El problema es que hay que
sobrevivir», continúa, empleando el verbo idóneo. Sobrevivir es lo único que
podemos ambicionar. Vivir con lo justo, al límite, frecuentando la penuria y la
adversidad. Y, posiblemente, en el caso de Tito, sea la consecuencia de sus
actos, de su actitud frente al mundo, una suerte de macabro equilibrio cósmico.
O sólo un juego perverso y cruel.
Termina por confesarme que, días atrás, se disponía a
marcharse de un bar, incómodo con un grupo de borrachos cuya exorbitante
alegría exacerbaba a los parroquianos presentes, cuando uno de esos, percibiéndolo
melancólico y taciturno (su estado natural, por otra parte), lo invitó a elevar
el ánimo. «¿Qué vas a contarle a san Pedro, cuando lo veas?», preguntó, como si
fueran amigos desde la infancia. Tito, calladamente, se largó, mascullando una
blasfemia contra el insolente beodo, quien había fastidiado su cómoda soledad. «¿Y
qué le contarías?», interrogo, curioso, a sabiendas de que, con mi amigo, ni
san Pedro ni san Pollas. La cuestión le pilla en mitad de un trago, que
interrumpe para clavarme la mirada, desafiante, y, sin desviarla, renuncia a la
cerveza para responderme, sin componer mohín alguno en su rostro macilento y
barbado, sin alterar la rigidez de sus labios, todavía regados de alcohol: «Que
la vida es una broma… Una puñetera y trágica broma».
Lucenadigital.com, 01 de julio de 2017
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