Pues
ya llegó el verano y, con él, la calor y, con ella, nos sobra la ropa y nos
desprendemos de las capas de cebolla que nos cubren en invierno y lucimos
palmito y enseñamos carne, cuerpo, con júbilo, abiertos al mundo, mostrándonos
al natural, sin tapujos ni timideces, sin recato ni pudor, libres como el sol cuando
amanece (cantaba Nino Bravo), como el mar, como el ave que escapó de su
prisión, y puede, al fin, volar (detalle no eludible a gratuidad), y como el
viento; lo cual no tiene que ser agradable de suyo; suerte, el consuelo de que
ese último (el viento) guarde la deferencia de recoger mi lamento y mi pesar.
Porque esa libertad, que me resulta fenomenal y maldito estropicio el
arrebatárnosla, congrega en su mescolanza dosis positivas y negativas. Porque,
en ese camino sin cesar, para saber lo que es la libertad, nos inclinamos a
olvidar elementos que nos corrigen y consuelan, que nos moderan y respetan, que
nos civilizan, y ajustan, en cierto modo, la argumentación evolutiva. Porque,
vislumbrando tras la frontera nuestro hogar, nuestro mundo y nuestra ciudad,
dejamos de prestar atención a que, junto a bronceados, pieles sedosas y formas
esculturales (posiblemente cinceladas por el mismísimo Miguel Ángel), desfilan
tatuajes, chichas demacradas y macilentas, pelambreras, cutis paliduchos,
brazos fofos, lorzas morcillonas, perniles celulíticos y jamoneros, culámenes
desbordados, más pelambreras, canillas ridículas o sobredimensionadas, pinreles
agrietados, encallecidos y lamentablemente sucios por el efecto de su cercanía
con el suelo… ¿he teclado lo de las pelambreras?…
De todo el surtido, lo de los
pinreles viene a ser lo peor, al menos para este suscribiente, quien siente no
ser un risueño fetichista del pinrel. A ver, a mí me parece estupendo que cada
cual marche para acá y para allá con su amor por bandera, y lo haga tan feliz
que no escuche la voz que lo llame. Y, ojo, no es que yo pretenda enmendarle la
plana a nadie, hasta el punto de esperar que quede tendido en el suelo,
sonriendo y sin hablar, viendo cómo sobre su pecho flores carmesí brotan sin
cesar, oiga. No. Si uno es feliz con su cuerpo, me alegro mucho, y es perfecto
que se muestre tal y como es, y legítimo que se sienta a gusto y equilibrado y
realizado. Pero de ahí a tener que golpearnos con insensible bellaquería con
algunos de esos pinreles, vamos, hay una distancia insalvable. Que, con el
verano y la calor, perniles y canillas se mantengan al aire con el objetivo de
garantizar una aceptable refrigeración, pase. Ahora, esos pinreles, ¿en verdad
han de calzarse con chanclas y sandalias?, ¿tan incómodo es un ligero zapato
cerrado?, ¿acaso chanclas y sandalias se incluyen en la categoría de calzados?…
Sí, el DRAE (hoy DLE) los significa con dicho término, no se haga el listo
conmigo, pero ¿podríamos plantearnos, por favor, la apariencia de la errata?
Hasta hace poco, las mujeres
exhibían unos pies —más bonitos o feos, indiferencias— cuidados al milímetro:
limpios, arreglados, uñas perfiladas y pintadas; aseados y lustrosos, calzados
con unas bonitas sandalias de verano aupadas con un centímetro o dos de suela e
infladas, la mayor de las veces, con un tanto de tacón. Todavía las hay, en
gran número, afortunadamente. No obstante, también es fácil cruzarse con
aquéllas que, pese a procurar pulir los pinreles al salir de casa, en seguida
se vuelven un asco, al «calzarlos» (las comillas son deliberadas) con unas
sandalias de suela finísima, casi transparente, mal fijadas al empeine, cuando
no se sujetan sólo de uno o dos dedos, o de talla incorrecta, que bailan al dar
el paso, la cuales adoptan para los pinreles, en general, y para sus plantas,
en particular, estados mugrientos y roñosos, cuales marranos rebozados en sus
cochiqueras. Si es que no tiran, como van haciendo cada vez más hombres, de las
simples chanclas.
Y es que los hombres merecen trato
aparte. No teníamos bastante con tragarnos el catálogo de canillas peludas o
depiladas, derivado del uso de «cómodos» (las comillas son de nuevo
deliberadas) pantalones cortos, y les dio por colocarse chanclas en los
pinreles machunos e incuestionablemente insoportables y repelentes, cortándonos
la digestión y dándonos el verano, que supone luz y regocijo, contrarios a la
cerrazón y el malestar. Antaño (y no demasiado), un caballero vestía traje,
zapatos y sombrero de verano (calcetines, corbata y camisa iban en el lote, no
como hogaño). El traje de verano, apostillo, se confeccionaba con tejido fino,
claro y transpirable, que podía sumar las tres piezas.
O sea, yo disfruto con el despelote que nos regalan el
verano y la calor, entiéndame. Únicamente propongo que nos mentalicemos con el
hecho de que un calzado propicio es como una alambrada: un trozo de metal, algo
que nunca puede detener nuestras ansias de volar.
Surdecordoba.com, 02 de julio de 2017
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