Entramos
en cuenta atrás para el día D, hora H, y Donald J. Trump jurará su cargo como
cuadragésimo quinto Presidente de los Estados Unidos. Que un descendiente de
inmigrantes, que ha alzado y hundido imperios económicos como el que hincha y
explota globos de chicle, sin carrera ni experiencia política, se convierta en
presidente de una de las potencias mundiales (¿sigue siendo la primera?) es el
sueño americano, o forma parte del mismo. Será ésta una de las razones de su
victoria. Que un impresentable, arrogante, informal, demagogo, indiscreto,
frívolo, dominante, amante del lujo ostentoso, de las mujeres modelo y de las
cámaras de televisión, haya sido elegido con incontestable rotundidad, requiere
comentario más pausado.
Hace unos meses, el cineasta Michael
Moore, que es un desquiciante tragaldabas, cansino e irreverente, pero sin un
gramo de tonto, ni de falso en sus afirmaciones, publicó una relación de cinco
motivos por los cuales Donald Trump ganaría las elecciones presidenciales.
Pronto, los medios de comunicación se hicieron eco de tan proféticas
revelaciones, cuidando de puntualizar su errado pronóstico en la carta astral
de Mitt Romney. Sumariamente, se refería Moore a la conquista por el candidato
republicano de los corazones —indisolublemente unidos a sus votos— de la clase
obrera del medio oeste estadounidense. Bastaba, exponía Moore, con que Trump se
hiciera con el voto de estados como Michigan, Ohio, Pensilvania y Wisconsin, tradicionales
feudos demócratas muy deprimidos por la crisis económica, para que la mágica oratoria
proteccionista, endulzada con pizcas de amenaza tributaria, alterara el sentido
de la tradición. Añadía Moore el furor del arquetípico hombre blanco
norteamericano, quien se consideraría saciado con ocho años de gobierno de un
negro, como para tener que soportar otros tantos de una mujer. Luego estaba la
falta de entusiasmo del electorado hacia Hillary Clinton, quien no levantaba
las pasiones que sentía hacia Barack Obama, siquiera hacia su oponente en las
primarias, Bernie Sanders. Porque aquí radicaba la cuarta razón, en la apatía
que mostrarían los simpatizantes de Sanders, a los cuales mosqueó su retirada
en la fase final de primarias, ante un apoyo a la candidata Clinton. Por
último, hacía hincapié Moore en la senda antisistema recorrida por Trump
durante su campaña, que atraería el voto de aquellos quizá en desacuerdo con su
intolerancia, su fanatismo y su egocentrismo, aunque podrían votarlo, y lo
harían, como modo de rebelarse contra el sistema.
En un mundo globalizado,
digitalizado e innovado, a nadie pareció importarle que tanto los candidatos
(Trump y Clinton) como el finalista (Sanders) fueran abueletes septuagenarios,
nacidos en los años cuarenta del pasado siglo (se llegó a decir de Sanders que
era el único capaz de llevar la modernidad y el progreso al país), para no
votar a ninguno. Desde mi parcial y subjetivo punto de vista, me sería sencillo
soltar una perorata atacando a la imbecilidad y la ignorancia colectivas
consecuentes con una sociedad estructurada desde las altas instancias del
poder. Sin embargo, tras los referendos en el Reino Unido, Colombia e Italia, apostaría
por el quinto motivo de Moore como clave del triunfo de Trump. Por ese voto
vengativo y rencoroso contra un sistema domeñado por oligarcas sinárquicos o plutocráticos
y pergeñado por políticos pancistas y apandadores que ha conducido a millones
de personas a la desesperación.
Movimientos adjetivados como
populistas, de extrema derecha o izquierda, surgidos en todo el mundo han
puesto el foco sobre funestas épocas de gobiernos totalitarios, genocidios,
represiones y guerras; sobre momentos históricos que podrían repetirse,
aduciendo la falta de conocimiento general que ocasionará la reviviscencia de
la Historia… No es esto. A la sinarquía o plutocracia que controla el poder (nuestros
representantes parlamentarios y gubernativos son meros títeres), le viene bien
el caos y la guerra. Periodos convulsos de desorden, temor y rabia, durante los
cuales se acrecienta su dominio social y económico; seguidos de periodos de paz
y orden (bajo el régimen que los garantice), en los que el miedo y la depresión
(social y económica), el recelo o la angustia por el potencial riesgo o daño,
la escasa o nula actividad económica, el racionamiento de los recursos, la
deflación o la hiperinflación, también la benefician, porque la hacen más
fuerte, más poderosa, recibiendo ganancias por doquier. Así, a la sinarquía o
plutocracia que dirige el mundo, le interesa esa suerte de reorientación social
hacia estadios que culminan en la desesperación, pues en tiempos desesperados
sólo se pueden tomar medidas desesperadas.
Con independencia de la nación, la sociedad culpa de su
desesperación a los políticos, ejecutores de un sistema que la manipula a su
antojo, que la usa y la tira cual clínex en bolsillo, repudiando, por ende,
todo lo que de ellos proceda. Hillary Clinton era el estandarte de ese sistema
que ha situado a los estadounidenses en la desesperación, de ahí que, sin
meditar los previsibles efectos, la reacción fuera desesperada. De ahí que se
eligiera a Donald Trump.
Lucenadigital.com, 02 de enero de 2017
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