Cuando
tecleo estas líneas, acaba de estallar la guerra civil en el PSOE: diecisiete
miembros de su Ejecutiva (héroes, para unos; traidores, para otros) han
dimitido. Con cainismo hispano, los socialistas rebelados contra Pedro Sánchez
lo han ninguneado y vilipendiado para encumbrar a Susana Díaz (conspiradora en
la sombra). Siendo honestos, Sánchez ha cometido el pecado de cumplir (¿a
rajatabla y con entusiasta entrega?, sí) las órdenes de su Comité Federal («no
es no»). Verbales y condicionales, vale; pero, si la alternativa se ceñía a
abstención o pacto (en sus diversas variables), repeliendo la mierda, ningún
crítico reclamaba palmariamente el cambio en la estrategia. Hágase cargo de la
dura y compleja encrucijada en la que se ha hallado Sánchez.
De los históricos aconteceres que se
vayan sucediendo, darán buena cuenta los medios de comunicación. Yo prefiero
contener el ímpetu de la inmediatez informativa y retrotraerme con una
reflexión de naturaleza general e introductoria.
Celebradas las elecciones del 26 de
junio, la parálisis gubernativa, con la agonía del gobierno en funciones, se
produce no tanto porque el PSOE se muestre adverso a un gobierno del PP como
porque se muestre adverso a un gobierno de Mariano Rajoy. Hasta que se ha
jiñado (el PSOE) con las terceras elecciones, claro… En el ínterin, sabedor de
que cada convocatoria electoral ampliará su ventaja, a Rajoy ni se le ocurre
convertirse en el Arturo Mas estatal, le sobra con aguardar paciente. Este
atasco en el Ejecutivo se salva con un pacto de dos años, tiempo necesario para
el descanso del electorado. Sin embargo, los partidos, todos, aun conscientes
de que ese acuerdo es imprescindible, continúan divirtiéndose lo suyo con
pantomimas, pataletas y encastillamientos caricaturescos o picarescos. Y
cobrando.
En la política, la mentira va con el
oficio: prometer algo y hacer lo inverso… Puede que sea producto de las
circunstancias: prometer es fácil, gobernar, no. Aunque también podríamos
aferrarnos a la creencia de que el personal, cuyo careto encontramos hasta en
la sopa, junto al séquito acompañante, es gente preparada para afrontar el
asunto, lo inesperado, y adaptar los planes a fin de lograr los efectos
deseados. O para prever lo imprevisible… O podríamos asumir de una vez por
todas que tal creencia es absurda.
En ese pasatiempo de mentiras que es
la política, estafa cubierta con la tintura de la pose de prensa, Podemos es un
enigma. Una incógnita difícil de resolver, porque, descolocándonos, su posición
ideológica ha evolucionado desde el marxismo más obsoleto a la socialdemocracia
más bonachona del zapaterismo. Y ha sido una evolución de libro,
desarrollándose a lo largo de sus distintos estadios. El enigma Podemos se
antoja una infame estrategia para alcanzar el poder, y, alcanzado éste, como
fieles acólitos del chavismo, volver a sus orígenes. El enigma Podemos, en
consecuencia, busca el poder prescindiendo de principios ideológicos estables y
adoptando una propaganda ideológica acomodable a los fluctuantes sentimientos
de los votantes. Con el objetivo de conseguir ese poder, el enigma Podemos es
capaz de escupir agresivos discursos, moderar tono y formas, abrazar a viejos
enemigos, callarse, pasando desapercibido (como en los últimos meses), o armar trifulcas
tuiteras (de inconcusas mentirijillas, residuo de la evolución e imán para los
incautos de cada estadio); pues el enigma Podemos aspira al poder no
convenciendo, sino aprovechando la indignación, el desencanto o la ilusión de
los votantes, y, para ello, cualquier chaqueta es buena.
En cambio, Ciudadanos es una
paradoja. Un partido contrario a la lógica. Bastaría con remontarnos a las
elecciones del pasado 20 de diciembre; en concreto, a una semana antes de la
fecha, justo tras el puente. Hasta entonces, Ciudadanos era un partido ganador;
con amplias expectativas de gobierno, y no únicamente de palabra o por
estadística. De hecho, era oposición en Cataluña y pudo sostener las
presidencias de Madrid y Andalucía. De discurso moderado, claro, seguro, Ciudadanos
era, como tecleo, un partido de gobierno, para gobernar o quedarse a las
puertas de hacerlo. Pero, llegado el puente constitucional de 2015, el discurso
cambió, de consuno con la actitud de sus líderes… De perdedores. Se tornó un
discurso de perdedores. Su afán decayó. Se volvió conformista. Conformista con
asumir su rol de tercer partido, de la comodidad del margen, sin más
complicaciones que aguardar la llamada del turno que se alternara en el poder,
resignado a un bipartidismo en el cual la sociedad ya no confiaba. Hasta
claudicar con aquellos pactos de gobierno o de investidura, inanes sainetes
guiñolescos. De perdedores, por ende. Y un discurso de perdedores no puede entusiasmar
ni atraer a la masa de votantes, tan sólo desanimarla y acomplejarla. Un
discurso de perdedores no puede conducir a otra opción que no sea la derrota.
A riesgo de apostar por el criterio del electorado, las
reducciones en los escaños obtenidos por Podemos y Ciudadanos en las elecciones
de junio, respecto de la anterior, no son secuelas de alianzas, ineficacias, tácticas
o desdichos. Son el resultado de la resolución del enigma y del asombro ante la
paradoja.
Lucenadigital.com, 03 de octubre de 2016
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