viernes, 14 de julio de 2017

La excusa perfecta

La crisis golpeó duro, en su época. Haciendo memoria, cuando España todavía estaba en la Champions League de la economía internacional —según criterio de Jefatura del Gobierno—, el mundo se iba al carajo. El planeta entero se iba de vareta, más bien, aquejado de cólicos hipotecarios, pérdidas diarreicas inmobiliarias, que consumían multinacionales, empresas grandes, medianas y pequeñas, expulsando empleados por la puerta trasera, fruto de la incontinencia intestinal severa, consecuencia de la maldita enfermedad. Porque era una enfermedad, en el fondo; de esas que ves venir, pero desprecias, excusado en un carpe diem engañoso o deshonesto, tratando de burlar el destino que tú mismo habías forjado, a base de golpear, pum, pum, con perseverada infamia, el equilibrio natural de las cosas. Y era una enfermedad, además, de naturaleza vírica, que contagió rápidamente todos los sectores y estratos (la economía es una cadena, cuyo primer y último eslabón terminan entrelazados), arruinando, desahuciando y matando —sí— a cientos de miles de personas, las cuales perdieron trabajo, hogar, patrimonio, sueños de bienestar y prosperidad. Generaciones enteras sucumbieron al delirio de la adictiva riqueza, la desmedida avaricia y la impúdica inmoralidad; condenando a las posteriores, a varias de ellas, al ostracismo económico, a la triste emigración y a la derrota anticipada, puesto que jamás podrían —ni podrán— aspirar a meta distinta que la de la mera supervivencia diaria. Y gracias.
 
Aunque exagero, con lo del ámbito planetario. Donde no hay, nada se pierde. Lo de la crisis causó estragos en las zonas de opulencia. El «Tercer mundo» tal vez profundizara en su miseria, si es que era posible hundirse en infraniveles de mierda. Quiero decir que este mundo ya vivía en la crisis. Y, al contrario de lo que pudiera parecer —hecho curioso que sorprendió a muchos—, siguió viviendo y muriendo, olvidado, violado por el expolio y la ruindad de quienes cogieron, recogieron y se largaron sin mirar atrás, a placer. Algo así, salvando distancias, y no criterios de desfachatez, que ésta no discrimina razas o naciones, sucedió en las zonas de opulencia. Empezaron a desear sin mesura. La codicia y la falsa creencia de la igualdad entre todos los seres humanos, y demás pánfilos panfletos de la ONU, prendió la sobrevalorización y la construcción de un mundo idílico, donde nadie era menos que nadie, donde cualquiera aspiraba a renunciar a los límites de propiedad y de clase. La burbuja se infló, con arrogancia, egoísmo, envidia, sórdida ansia de insatisfacción de lo material. Se infló y se infló, hasta que explotó, esparciendo su fracaso y el descrédito de su hinchamiento.
 
Lo que ocurrió fue que el repulsivo contenido burbujero no salpicó por igual. La élite plutocrática, enriquecida por el choteo hipotecario, preponderante en el gobierno por su condición acaudalada, halló la fórmula para multiplicar aquella riqueza: la reducción de los costes de producción. En su estado, la élite ricachona, podía haberse conformado con ganar dos en lugar de cinco (no dejaba de ser ganancia), repartiendo los inferiores beneficios, sin acudir al despido del personal. En cambio, prefirió mantener su calidad de vida, continuar ganando cinco: despidos masivos, drásticos recortes de salarios, ampliación de la jornada, precariedad contractual, marginación de derechos sociales y laborales, mano de obra cuasi esclava. Ganancia de cinco que se elevó a ocho, cuando aquella cadena alcanzó a la pequeña y mediana empresa y a los autónomos. Destruida la competencia de los barrios, el día a día del consumo, se conformaron los oligopolios y juguetearon con los márgenes de las materias primas, ahogando y acallando, de paso, a los productores.
 
Hoy, la crisis desprende un obsceno tufo. Acomodada a multiplicar su riqueza, la crisis es la excusa perfecta para conservar los miserables salarios, las jornadas interminables, la contratación denigrante, la expatriación de los derechos. Y ya se encarga la plutocracia, que ampara a toda la élite de ricachones, de salvaguardar el concepto en la conciencia general a través del miedo. Pequeños amagos de caída en los mercados, pataditas con efecto a las primas de riesgo, dudas en las valorizaciones del petróleo… Y discursos políticos catastrofistas, que turban la opinión pública, recelando de la superación de la crisis, mientras asustan con la venida del hombre del saco, del coco, del lobo, del «Brexit» o de Merkel; mientras recuerdan lo mal que lo hemos pasado el resto de ciudadanos (no ellos). Temores de unos y otros que inundan los medios de información y redes sociales, conteniendo las esperanzas y las reivindicaciones. Se sirve, con ello, a los escamosos ricachones, quienes convencen con este método de la resignación laboral y del silencio frente a cualquier exigencia que les obligue a reducir sus indecentes beneficios. Disponen de un fiel instrumento: un político pusilánime, aterrorizado ante la pérdida del sillón fabricado al molde de su culo por una plutocracia que aguarda impaciente el estallido de la burbuja de la deuda.

Lucenadigital.com, 01 de julio de 2016

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