Era un pasillo largo, recto y estrecho,
sometido durante las horas nocturnas a una luz temporal que obligaba a
desperezar el paso para recorrerlo con ciertas garantías de éxito, evitando
quedar a oscuras a mitad del trayecto, y sin opciones de recuperarla, pues
palpar las paredes hasta hallar el interruptor más cercano despreciaba
efectividad. Quiero decir que, al apagarse la luz, convenía más tirar adelante,
clamando suerte taurina, que entretenerse buscando el pulsador. Lo crucé
cientos de veces en los cinco años que pasé en el lugar, y nunca me topé con
fantasma alguno.
Fantasmas
de verdad, o sea. De los de libro y película. Fantasmas como el paternal que se
le presentó a Hamlet, los temporales de Scrooge o los impertinentes perseguidos
y encarcelados por los Cazafantasmas. Imágenes espectrales irradiadas sobre
fondos oscuros, por lo general. Materializadas con ánimo cargante, cuando no
luciferino.
La
Facultad de Derecho de Córdoba había sido convento, hospital materno-infantil y
de tuberculosos; tuvo su macabro protagonismo durante la Guerra de la
Independencia, cuando las tropas napoleónicas, atravesando Puerta Nueva,
tomaron el suelo sagrado; también durante la Guerra Civil, al transformarse en
hospital militar. El caso es que resulta recinto propicio para cualquier tipo
de aconteceres paranormales. Centro de peregrinación de adictos a las aventuras
noctívagas, porque todo fantasma que se precie ha de aparecerse de noche, entre
ayes lastimeros y con ínfulas de anfitrión gruñón, dando lugar a programas de
radio y televisión; tertulias vespertinas de café y copa y noctámbulas de vela
y tabla; y literaturas de los géneros que fueren.
Pero
tecleaba yo que jamás fui testigo de una aparición, pese a recorrer las
galerías y escaleras de la Facultad en horario adecuado, incluyendo el pasillo
descrito arriba, punto neurálgico de los acontecimientos fenomenológicos. Ni
conocí, ni conozco, testigos directos. Siempre cuentan que les han contado.
Ciertamente, todavía hoy, corren en los mentideros universitarios cordobeses
referencias a una mujer de pelo oscuro que se manifiesta al final del
mencionado pasillo o en las escaleras. Se entiende que se trata de una de esas
madres que, durante el uso del edificio como hospital materno-infantil, perdió
a su hijo, o se lo arrebataron, o no sé qué, la verdad. Se habla, por supuesto,
de ascensores que se ponen en marcha solos —sin participación de pasajeros—,
voces tremebundas de ultratumba y demás eventos típicos.
Quede
constancia de que no creo en estas cosas. Los muertos, muertos están; y si yo
no los molesto, que no me molesten ellos. Aunque lo mismo que afirmo esto,
garantizo que, de tropezarme algún día con un espectro con ganas de marcha
aterrorizadora, el menda suscriptor, si sobrevive a la parada cardíaca, pillará
puerta, desapareciendo su geta hasta del carné de identidad. Fijo.
En
mi época, sí fui espectador de otra clase de presencias. Otra variedad de
fantasmas y fantasmadas. Alumnos y profesores que destacaban por ellas. Así, no
era difícil encontrar al alumno lameculos capaz de vender su alma a base de
incontables peloteos —sonrojarían al más dedicado aspirante a un puesto
empresarial— con tal de subir su nota media. O a profesores con la desvergüenza
suficiente como para hacer suyos los trabajos de sus alumnos. Fenómenos
excepcionales, sin duda; aunque, al cabo, fenómenos. ¿Y no son los fantasmas y
sus fantasmadas fenómenos excepcionales?
Sobre
profesores fantasmas y sus canalladas podría firmar varias anécdotas. Como la
de aquél que desechaba toda doctrina que no fuera la que él mismo lanzaba en
clase. Como aquél que, examinando en relación a un artículo aislado del Código
Civil —una pregunta de varias, remarco—, exigía mayor desarrollo que tres
cuartas partes de un folio; no en vano, probó el jugo que podía haberse sacado
al tema cuando, obviando nuestra condición de meros alumnos, mostró una
monografía de ocho centímetros de grosor en torno al dichoso artículo. Como
aquél que puntuaba respuestas a preguntas de desarrollo con milésimas. Como
aquél que, para aspirar a igualar la nota final a la semestral, incluso a
aprobar la asignatura, sugirió al alumno inscribirse en un curso veraniego de
sesenta euros, organizado por el propio sugerente (inconcusamente, el infeliz
discente aún no integraba la lista de inscritos). O como aquél que me soltó: «Comprenda
usted que no puedo aprobar a todo el mundo», acompañando sus palabras con un
movimiento de hombros, encogiéndolos en una extraña mezcla de impotencia y
desdén; a lo cual me hice cargo inmediatamente, faltaría más. Lo que no puede
ser, no puede ser, y además es imposible. Cada cual, chaval —venían a resumir
sentencia y gesto—, se jode cuando le toca. No es nada personal.
En la
Facultad de Derecho de Córdoba, en fin, de estos últimos fantasmas (modelo hijo
de la gran puta), vi algunos; de los de Dickens o Wilde, ninguno.
Surdecordoba.com, 1 de noviembre de 2015
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