No cabe duda de que la industria
cinematográfica ha sufrido una revolución en los últimos tiempos. Revolución o
evolución, según se mire. En cualquier caso, el cambio ha sido radical. El
avance, se supone. Para bien o para mal, la manera de hacer películas, de
verlas y la demanda del público son diferentes a las de hace quince o veinte
años. El fin sigue siendo comercial, ojo, pero el espíritu se ha radicalizado,
perdiendo humanidad. La digitalización ha invadido la producción, y de la
ficción se ha pasado a la fantasía; de lo creíble se ha pasado a lo increíble;
de lo probable o posible se ha pasado a la quimera, la fábula o la leyenda. El
cine nos ofrece hoy paradigmas de realidades paralelas inalcanzables, poco
escrupulosas con la dignidad de la lógica y la razón.
El
cine estadounidense, claro, extensible al ámbito anglosajón. Porque, todavía,
la Europa continental y la destacable labor surcoreana conservan reductos de un
hálito de pureza cultural. Manteniendo el interés comercial, insisto. Que
bodrios infumables los hay, y muchos. Sobre todo, en nuestro viejo continente.
Quizá por ello la proporción entre número de producciones y registros de
taquilla para Hollywood y Europa-Asia no supone una justa comparación. Quizá
por ello, en todo el mundo, esa calidad y cualidad culturales se han desplazado
hacia la pequeña pantalla, enalteciendo a la empresa televisiva, no sólo con
producciones dotadas de recursos inagotables, sino con actuaciones de
envidiable excelencia y guiones desarrollados por escritores que no pueden
sobrevivir en un mundo literario cada vez más exclusivo, cada vez más utópico,
cada vez más ausente y eclipsado por la jaquecosa instantaneidad de la nueva
era.
Las
películas hollywoodienses ya no son lo que eran, en definitiva. No es que sean
malas, ni que se deplore su realización. Hasta las películas de la productora
Marvel, de la DC o las catalogadas dentro de la animación se han preocupado por
aprobar guiones serios ¾alejados
del infantilismo¾,
atraer a directores competentes e iluminarlas con estrellas de renombre
internacional… Es un cine distinto, nada más. Un cine distinto que conserva su
ánimo recaudatorio y continúa siendo el principal medio de propaganda nacional,
no se olvide.
Si
hubiera que reprochar, sería el abandono de un factor de originalidad o, en
concreto, de personalidad, para dejarse arrastrar por las exigencias del
mercado, de la demanda pública. Las películas cada vez son menos de los
cineastas y más de los consumidores. ¿No hay cineasta capaz de sorprender con
una producción propia? ¿Acaso será una cuestión de confianza? ¿Es que ya no
creemos en las aptitudes de los profesionales?¼
Bah, todo se reduce al poderoso caballero.
El cine podrá ser cultura ¾o
podrá aspirar a serlo¾,
pero también es negocio. Está bien soñar, aunque se necesita dinero para
sobrevivir. Habrá, por tanto, que sacrificar algo de cultura ¾o de su aspiración¾
por mor del negocio.
Tecleado
el punto y aparte anterior, convendría asumir el componente del
entretenimiento. ¿La cultura es entretenimiento o conocimiento? Ambas cosas,
por supuesto. Todo elemento cultural ha de procurar satisfacer el ocio y el
intelecto. Condicionada una película por estos dos elementos, tomando los datos
relativos al número de espectadores y sus características, extraeremos los
niveles medios. De ocio e intelecto. De cualquier modo, en este afán por
complacer la demanda pública, el único gozo a alcanzar es el del más
espectacular y grandioso impacto visual. Y, seguidamente, superarlo. Lo demás
importa poco. Si bien, cuanto mayor sea el impacto visual soportado por el
público, mayor será su grado de insensibilidad. Así, perdida la sensibilidad,
se pierde lo que de humanidad tenemos. O nos queda. Perdida la humanidad, nos
convertimos en objetos fácilmente manipulados, fácilmente discriminados y
fácilmente desechados.
Se
echa en falta un cine más modesto, más íntimo. No desde el punto de vista del
presupuesto. Una modestia en esa ambición por el impacto visual despreciando
los restantes componentes, desentendiéndose de interpretación, guión,
dirección, banda sonora, fotografía, montaje… Que películas como Transformers. La era de la extinción
(Michael Bay, 2014), reciente exponente del desprecio indicado, superen la
recaudación mundial de los mil millones de dólares, resulta penoso.
Por
fortuna, observando la lista de nominados a mejor película en la última edición
de los premios Óscar, la confianza en los cineastas, y en sus propias
películas, las que ellos quieren y desean, permanece intacta. Al menos, entre
los académicos, dentro de la misma industria. Otra cosa es la respuesta de los
espectadores, con la recaudación. Un paso por delante, suministrando chovinismo,
está el cine español. Una reducida cantidad de producciones, germen de
cineastas profesionales, han obtenido este año el reconocimiento del público y
los académicos. Apostemos, entonces, por los cineastas, restituyamos nuestra
esperanza en ellos. Devolvámosle la categoría a este arte.
surdecordoba.com, 3 de abril de 2015
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