Cuando un maestro se jubila, acontece en
nosotros el extraño enfrentamiento entre la jovial delectación y la amarga
aflicción. La lucha, siempre equilibrada en demasía. Tanto que finalmente
prevalece una dulce melancolía, hermana ilustre de la complacida
condescendencia. Cuando un maestro se jubila, nos queda el consuelo de contar
con sus sabios consejos, y la esperanza de poder disfrutar de ellos durante
mucho tiempo; porque sus lecciones, en definitiva, permanecerán a disposición
eterna.
El
maestro Hayao Miyazaki decidió jubilarse el pasado año. Con setenta y tres
años, tampoco era cuestión de reprocharle nada. Estaba en su derecho. Sobre
todo, atendiendo a su legado.
Miyazaki
nació en Tokio en 1941, cuando, avanzada la Segunda Guerra Mundial, Estados
Unidos todavía miraba de reojo, como si no fuera con ellos la cosa, mientras se
limitaba a suministrar, hasta que, precisamente los japoneses, se pasearon
(entiéndase planearon) un soleado domingo de diciembre por Pearl Harbor
saludando con un hola, muy buenas, qué tal, excesivamente descortés y
estridente, convirtiendo el día de descanso en un día de infamia. Pero,
volviendo a Miyazaki —ya empezaba a desviarme—, caminaba despistadamente por la
senda de los estudios de Economía, cuando, como suele ocurrir en estos casos,
un ente ambiguo, que unos llaman Fortuna, otros Destino, otros Sino, lo
recondujo por la de la ilustración, donde prosperó rápidamente. Participó en la
serie de animación de los años setenta Lupin III, para adentrarse con fuerza
en el sector del largometraje con El castillo de Cagliostro (1979), con Lupin
de nuevo como protagonista. Y, aunque siguió vinculado a la televisión,
contribuyendo en el diseño de producciones como Heidi, Marco o Ana de las
Tejas Verdes, prestó su última colaboración para el medio en los años ochenta
con la entretenida y notable serie Sherlock Holmes, la cual mantuvo pegado al
televisor con ansia desmedida a más de un niño de esa generación, suscribiente
incluido.
Esta
época marcó un antes y un después en la animación japonesa. En 1985 fundó,
junto con su amigo Isao Takahata, Studio Ghibli, cuyas bases quedaron asentadas
un año atrás con la película Nausicaä del Valle del Viento, una brillante
plasmación de un futuro postapocalíptico. Pronto los éxitos se sucedieron. La
narrativa El castillo en el cielo (1986) y la entrañable Mi vecino Totoro
(1988), se convirtieron rápidamente en producciones de culto, y referencia
atemporal para la cinematografía.
Antes
de ganar el Oscar y el Oso de Oro con la magnífica y cuasi mitológica El viaje
de Chihiro (2001), los premios nacionales e internacionales comenzaron a
fijarse en su obra con la seria Porco Rosso (1992) y la alegórica La
princesa Mononoke (1997), quizá la más completa de toda su filmografía. Con
posterioridad, Miyazaki mantuvo la categoría de arte con la magistral fábula El
castillo ambulante (2004) y la infantil Ponyo en el acantilado (2008), para
despedirse con una pequeña y delicada joya de cuidado corte y elegante estilo,
como es El viento se levanta (2013), que, por desgracia, pasó prácticamente
desapercibida por las salas de cine españolas.
Concebir
la animación como una forma de narrativa, de contar historias y, en especial,
de contar cuentos, ha sido la seña de identidad del trabajo del maestro Hayao
Miyazaki, y del Studio Ghibli, con esmerada atención hacia los trazos del
dibujo y los perfiles de los personajes; así como una banda sonora en
consonancia con el conjunto de la producción a la cual estaba reservada.
La
leyenda, el amor por la Naturaleza y el recurso de animales como principales
personajes de sus historias, en frecuente, sincera y familiar interactuación
con los humanos, condensan una marca orientada a crear un cine de animación
para todos los espectadores, sin ánimo de discriminar edades, orígenes o
nacionalidades. Por ello entiendo que, pese a los galardones concedidos a El
viaje de Chihiro, La princesa Mononoke es la obra que mejor conjuga todos y
cada uno de los elementos característicos de la producción cinematográfica del
Studio Ghibli y Hayao Miyazaki, significante de una animación comprometida con
unos valores y una visión del mundo y la vida arraigada a la civilización
oriental, respetuosa con sus mitos, tradiciones y vínculos con la Naturaleza.
Merecedor,
sin duda, del Óscar Honorífico otorgado, si bien aseguró el maestro Miyazaki
que se retiraba de las películas, no de la animación, tras su jubilación,
Studio Ghibli anunció la finalización de su actividad como productora de cine
de animación, para centrarse en labores de gestión de sus marcas y patrimonio.
Los malos resultados de sus últimas aportaciones filmográficas, cuya
indiferencia por parte de crítica y público ha sido subrayable, unido a la
marcha de su espíritu guía, explican la decisión, por ahora, irrevocable. Y es
que, a veces, cuando un maestro se jubila, el legado nunca es suficiente.
lucenadigital.com, 31 de enero de 2015
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