«Los
dos partidos que se han concordado para turnar pacíficamente en el Poder, son
dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el Presupuesto.
Carecen de ideales, ningún fin elevado les mueve; no mejorarán en lo más mínimo
las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta. Pasarán
unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado
de consunción que, de fijo, ha de acabar en muerte. No acometerán ni el
problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que
burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los
amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos…
Si nada se puede esperar de las turbas monárquicas, tampoco debemos tener fe en
la grey revolucionaria. […] No creo ni en los revolucionarios de nuevo cuño ni
en los antediluvianos, ésos que ya chiflaban en los años anteriores al 68. La
España que aspira a un cambio radical y violento de la política se está
quedando, a mi entender, tan anémica como la otra. Han de pasar los años,
lustros tal vez, quizá medio siglo largo, antes que este Régimen, atacado de
tuberculosis étnica, sea sustituido por otro que traiga nueva sangre y nuevos
focos de lumbre mental».
Un siglo
después de que don Benito Pérez Galdós escribiera estas palabras para su novela
Cánovas —última de la colección «Episodios Nacionales»—, no es que haya
cambiado mucho el panorama. Quizá, porque cincuenta años después habíamos dado
un importante salto atrás, para hallar la muerte. Gobernados por fanáticos
estúpidos, adictos al desfile marcial y a caminar bajo palio, progresar se
tornaba misión imposible. Tampoco pasado el medio siglo de los sucesos narrados
en la novela, huérfanos del testimonio sublime de don Benito, habría esperanzas
para las generaciones vivientes, ni para las postreras.
Pero
tecleaba yo, si confío en la fidelidad de mi memoria, sobre la promulgación de
la Constitución de 1978. Para entonces los políticos de primer nivel, con la
mano ganadora del sillón presidencial, eran jóvenes y guapos. Chavales con
talento, criados, su mayoría, entre la clase obrera, más puestos en los
mundanos asuntos del pueblo. Cuando lograron asentar sus tiernas posaderas en
Presidencia, aun alcanzando grandes metas, pecaron del mal hispano, y nunca
aceptaron una honrosa retirada a tiempo. Se fueron marchando envueltos por el
silencio y el descrédito, languidecidas las ilusiones ciudadanas, muy alejados
de las pomposas fiestas de bienvenida.
Adolfo
Suárez, potentado del Movimiento, fue, sin embargo, uno de los principales
artífices de una compleja y delicada transición hacia la democracia. Una vez
instaurada, capeado con honor un golpe de estado de denigrable villanía,
persistió —y persistió— en querer gobernar una España que ya no lo necesitaba.
Y que sólo lo recordó cuando él ya no podía recordarla.
Casi
anecdótica fue la presidencia de Leopoldo Calvo-Sotelo, de apenas nueve meses.
A su sucesor, Felipe González, le correspondió la difícil tarea de devolver a
la izquierda política al frente de la línea institucional del Estado, de
homogeneizar la renta media, incrementándola, de abrir el país al ámbito
internacional, y de desarrollar las bases democráticas, fortaleciéndolas, para
evitar su descomposición y ruina con el consiguiente hundimiento. En
cumplimiento de las directrices europeas, en 1992 llevó a cabo la conjuntiva
reforma constitucional del artículo 13. Su final en la Presidencia no resultó
plácido, dando paso a la de José María Aznar, quien culminó el desmedido
crecimiento económico, desatendiendo cualquier estructura teórica del mismo, y
resaltó la presencia internacional española. Con un pueblo hastiado de
arrogancia y de terrorismo nacional y extranjero, en 2004, accede a la
Presidencia del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, que, con su amplia
visión de los derechos civiles y sociales, fue un buen Presidente para la época
de paz, aunque incapacitado para lidiar con la crisis; tanto que en 2011
procedió con sumisión a la reforma del artículo 135 de la Constitución,
impuesta por el amo alemán, para convocar elecciones generales al poco.
Finalmente, con Mariano Rajoy como Presidente del Gobierno se ha practicado sin
misericordia el recorte presupuestario en todo aquello adjetivado con el
vocablo «público», que su antecesor inició violando sus principios.
En
el ínterin, el Rey Juan Carlos I comprendió que, como cualquier ciudadano, toca
jubilarse cuando toca, y, maltratado y fatigado por achaques, indiscreciones y
ofensivas conductas familiares, abdicó antes de que la terquedad de la vejez
arruinase su legado. Siguiendo las disposiciones constitucionales, Felipe de
Borbón y Grecia, su hijo, fue proclamado Rey de España por las Cortes
Generales, reinando con el nombre de Felipe VI.
Crisis,
incompetencia, corrupción, incultura, egoísmo, cainismo, envidia, secesión… Lo
habitual en esta tierra llamada España comparte protagonismo suicida en el
panorama histórico actual. No es noticia, sólo la constatación de una
idiosincrasia pura, forjada a lo largo de los siglos a base de jaquecoso
martilleo repetitivo. Perdidos en un círculo vicioso, quedamos sometidos a la
reincidencia, sin viso, ánimo o capacidad para regenerar, para escapar de los
angostos trazos del círculo.
Fruto
del hartazgo, el resentimiento y la desesperación, germina un nuevo partido que
propaga aquello que se desea oír, asegurando su fácil consecución. Pero, como
escribiera don Benito, yo no creo ni en los revolucionarios de nuevo cuño ni en
los antediluvianos. Ninguno solventará el problema. Porque, ayer, hoy y mañana,
España continuará siendo España. Vale.
surdecordoba.com, 31 de enero de 2015
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