sábado, 29 de noviembre de 2014

Con la sombra de Richelieu

Cada vez que finalizo el último volumen de la trilogía de los mosqueteros —el quinto de mi colección— lo hago con una amarga sensación de tristeza; cierta congoja que me oprime la garganta, me reseca el paladar y me aguijonea la yema de los dedos, allí donde las hojas de buen papel marcaron el paso del relato. La historia de cuatro hombres obligados por unos particulares principios insobornables e impulsados por una amistad indestructible. La historia de cuatro amigos, condicionada por el curso de la tragedia, la misma que protagonizaría sus propios desenlaces; pero también por los laureles de la gloria, hasta el punto de ser conocidos como los «cuatro famosos»: «Porque, en efecto, aquellos cuatro hombres, D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis, eran venerados por cuantos llevaban espada, como en la antigüedad fueron venerados los nombres de Hércules, Teseo, Cástor y Pólux».
 
El primer lunes del mes de abril de 1625, en el burgo de Meung, encontramos a un joven D’Artagnan, lleno de ilusiones, dispuesto a cruzar aceros con Rochefort. Cuarenta años después, en las húmedas tierras holandesas, el conde, envejecido por los años, los trabajos y las penas, caería muerto de un balazo, apenas tomado su bastón de mariscal. Y en estos cuarenta años las aventuras se suceden, hilvanadas por Dumas —y su negro—, a lo largo de cientos de páginas, con la maestría digna de un genio de las Letras, la sombra del gran ministro Richelieu constantemente presente, y una lealtad y un respeto entre los cuatro amigos por encima de bandos y ambiciones: «… continuaremos siendo amigos, aunque peleemos por causas opuestas; los ministros, los grandes y los reyes pasarán como un torrente; la guerra civil como un incendio; pero nosotros seremos siempre los mismos».
 
El tropiezo con los tres mosqueteros, el enamoramiento de Constance, Milady, el sitio de La Rochelle, el embaucamiento a Felton, la venganza de Mordaunt, la Fronda, Mazarino, Cromwell, el auxilio al rey Carlos, la vida de Bragelonne, la traición de La Vallière, la fiesta en Vaux-le-Vicomte, la caída de Fouquet, el sitio de Belle-Île… Escena a escena, la trama se va configurando. Episodios en apariencia irrelevantes, adquieren sentido, van encajando a medida que la narración avanza, cuales piezas de un puzle único e irrepetible, sin que la presencia de livianos anacronismos desluzca el conjunto de la obra.
 
D’Artagnan, valiente y astuto; Athos, honorable y majestuoso; Porthos, fiel e ingenuo; Aramis, intrigante y conquistador. Los tres mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne. De todas las aventuras que componen la trilogía, mis predilectas son la de los herretes de diamantes, la del desayuno-consejo en el bastión de Saint-Gervais y la del gemelo del rey. Popularmente, esta última se ha hecho célebre como la aventura del hombre de la máscara del hierro, si bien la máscara no se la colocaron a Felipe, el gemelo bueno, sino cuando Luis XIV escapa de la conjura gracias a la intervención de Fouquet —salvación pagada con la condena del Superintendente—, tras pasar unas horas prisionero en la Bastilla. La orden, escrita de puño y letra del rey, entregada por Colbert, la ejecuta D’Artagnan, capitán de los mosqueteros: «El señor D’Artagnan llevará el preso a las islas de Sainte-Marguerite y le cubrirá el rostro con una visera de hierro, que el preso no podrá levantar bajo pena de muerte». «Y vieron […] a un hombre vestido de negro y enmascarado con una visera de acero bruñido, soldada a un casco del mismo metal y que le cubría toda la cabeza». Una conspiración, a propósito, brillante; planificada y perpetrada por Aramis con sublime ingenio, y la sangre fría que lo caracteriza.
 
Comentaba la aflicción que siempre me ahoga al cerrar el último volumen. Es la pérdida de cuatro amigos a quienes he acompañado durante cuarenta años de sus vidas, y en sus funestas muertes. «De los cuatro hombres cuya historia hemos relatado, no quedaba ya más que un cuerpo. Dios había recobrado las almas». Justamente. El fallecimiento de D’Artagnan fue precedido por los de Porthos y Athos —«¡Athos, Porthos, hasta la vista. ¡Aramis, adiós para siempre!»—. El barón du Vallon de Bracieux de Pierrefonds sucumbe bajo las rocas de la gruta de Locmaria —«¡Es demasiado pesado!»—, el conde de La Fère, destrozado por la muerte de su hijo —«¡Aquí me tenéis!»—. Sólo Aramis, Herblay, general de los jesuitas, exiliado en España y nombrado embajador y duque de Alameda, les sobrevive.
 
Sé, oh Literatura, que, al abrir el primer volumen, vuelven a vivir, descubro a esos cuatro hombres y la emoción me embarga. Es un grato estremecimiento, porque me invitan a su lado, a ser el quinto mosquetero, aun advertido del final. Se lo debo a la pluma de Dumas. Le debo el haber creado a cuatro inmortales. Y dentro de unos años, incapaz de contener el deseo, abriré de nuevo ese primer volumen, extenderé la mano junto a ellos y repetiré, una vez más, a un solo grito, el juramento dictado por D’Artagnan: ¡Todos para uno, uno para todos!
 
lucenadigital.com, 1 de agosto de 2012.

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