1. Apuntes
históricos.
No era una un momento fácil para legislar.
El pueblo de Madrid se alzó contra el invasor francés justo el día en el cual
Carlos IV abdicó la Corona de España en favor de Napoleón. Se inició así la
Guerra de la Independencia, que, para muchos, no fue una auténtica revolución.
Es más, escribiría Antonio Alcalá Galiano en «Índole de la Revolución de España
en 1808» que «… cotejados los sucesos de Francia a fines del siglo próximo
pasado con los de España durante el período llamado de la Guerra de la
Independencia, parecen los segundos chicos y poco dignos del título de
revolución, apropiado solamente a la grandeza de los primeros. Por eso, muchas
personas consideran y declaran impropio modo de expresarse el llamar revolución
a la resistencia hecha por el pueblo español al poder francés, […]. “Nosotros
no estamos en revolución; nos han revuelto”, exclamó en las Cortes de 1810 un
diputado muy opuesto a las reformas emprendidas entonces».
Sin embargo, al extenderse el
alzamiento rápidamente por toda la nación, pronto surgió la necesidad de
organizar la resistencia. Se crearon juntas provinciales frente al Consejo de
Castilla, desacreditado por la subyugación a Murat; pero tanto las numerosas y
dispares opiniones como el desarrollo mismo del conflicto bélico hicieron
imposible alcanzar el acuerdo; por lo cual, el 25 de septiembre de 1808, se
constituyó la Junta Suprema Central y Gubernativa, erigida como único poder
central con la misión principal de dirigir la guerra, y presidida por José
Moñino y Redondo, conde de Floridablanca. Con su sede inicial en Aranjuez, las
vicisitudes de la guerra la trasladaron a Sevilla, donde falleció Floridablanca
—quien sería sustituido en la presidencia por Vicente Joaquín Osorio de Moscoso
y Guzmán, marqués de Astorga—, y el 23 de enero de 1810 a la Isla de León,
mejor defendida gracias al amparo naval británico. En el seno de la Junta se
consolidó una idea heredada de las juntas provinciales: la invasión había
devastado el Estado, y era perentorio reconstruirlo. En la forma se hallaría la
discrepancia. Un sector consideraba que debía realizarse mediante la
restauración de las antiguas leyes fundamentales del Reino —suprimidas por el
absolutismo—, actualizadas a los nuevos tiempos, que tan eficientes habían sido
para el ordenado funcionamiento de los poderes públicos y las libertades de los
españoles. En contra, se impuso el criterio de quienes —influidos por
corrientes afrancesadas— abogaban por la vía constitucional como medio más
idóneo al fin.
La Junta Central preparó, pues, la
convocatoria de Cortes. Pese a ello, el trámite se vería paralizado. El elevado
número de miembros, las rencillas personales y las escisiones políticas internas
hicieron que la Junta cayese en desgracia. El 29 de enero de 1810 se disolvió y
transfirió sus poderes al Consejo de Regencia, formado por cinco individuos: el
general Francisco Javier Castaños, Presidente; Francisco Saavedra y Antonio de
Escaño, consejeros de Estado; Pedro de Quevedo y Quintano, obispo de Orense; y
Miguel de Lardizábal y Uribe, representante de las colonias americanas. Esta
Regencia, casi inoperante por carecer de recursos propios y ser presionada por
las autoridades locales, se sostuvo por el apoyo del ejército británico, y pudo
convocar Cortes de manera efectiva.
La dificultad para reunir a los
diputados, debido a la dispersión y aislamiento, se hizo evidente
inmediatamente, provocando desequilibrios representativos y fluctuaciones en el
número de componentes. No obstante, la apertura se produjo el 24 de septiembre
de 1810 en la iglesia parroquial de San Pedro de la Isla de León, iniciándose
las actividades tras el discurso inaugural a cargo del obispo de Orense, por
entonces, presidente del Consejo de Regencia. La Constitución fue redactada por
una comisión y presentada a las Cortes, donde se sometió a examen, deliberación
y enmienda entre el 25 de agosto de 1811 y el 28 de febrero de 1812. Finalmente
fue promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812.
2. Influencias y
características.
La discrepancia doctrinal ha sido la
constante a lo largo de estos dos siglos, respecto de las influencias que
recibe la Constitución de 1812, con tres posturas diferenciadas. Por un lado, tiene
un peso destacable la postura que considera indudable las influencias de la
Declaración de los Derechos del Hombre (1789) y de la Constitución francesa de
1791; nombres como Miraflores o Martínez de la Rosa mantuvieron que las
corrientes revolucionarias de corte francés sirvieron de modelo para los
constitucionalistas de 1812. Por otro, autores como Sevilla Andrés o Jover
entienden que las disposiciones religiosas, la distribución de competencias y
las importantes prerrogativas concedidas al rey son la base de la tradición
española.
Quizá, como de costumbre, la
solución esté en el punto medio, marcado por Sánchez Agesta o Artola, entre
otros. Aseguran que la contradicción aparente se debe a que la Constitución de
1812 fue, en definitiva, una obra de transición, guía firme hacia un futuro
cierto. Esta tesis parece sostenerse si se tiene presente su breve Preámbulo,
cuando afirma que «… las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía,
acompañadas de las oportunas providencias y precauciones, que aseguren de un
modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente el
grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación…».
O sea, el resultado fue la fusión de las dos tendencias enfrentadas ya en los
orígenes de la Junta Central. El objetivo era actualizar a través de una Constitución
el cuerpo normativo español, compendio añorado de organización y libertades,
aplastado por el absolutismo de los primeros Austrias. Una actualización que,
pese a intereses, no podía aspirar a una naturaleza sucinta: los tiempos no
eran los mismos. La situación político-social era muy diferente a la del
medievo, e igualmente la ideológica. Aun sin pretenderlo, la absorción de las
nuevas doctrinas había sido inevitable.
De tal forma, la Constitución de
1812 fue una Constitución de origen popular. «Las Cortes generales y
extraordinarias de la Nación española…», rezaba el Preámbulo, «… de esta
Monarquía […] decretan la siguiente Constitución política…». Y la decretaron y
sancionaron sin la participación del Rey, pero no en su contra. La Nación, no
hay que olvidarlo, combatía por su liberad.
Fue, además, una Constitución
extensa. Sus 384 artículos la convierten en la más larga de nuestra historia
constitucional. Ello se debe a la exhaustiva regulación de los órganos
fundamentales, así como del procedimiento legislativo, los mecanismos
electorales, la Administración de Justicia o los entes locales y provinciales,
dispersando el catálogo de derechos y constitucionalizando preceptos secundarios
o variables.
Por último, fue una Constitución
rígida. Su título X recogía un complejo sistema de reforma, de dificultades
prácticas, en aras de conferir estabilidad duradera al texto y evitar
modificaciones apresuradas, exigiendo, de acuerdo a mayorías de dos tercios y
plazos determinados, unas Cortes para proponer la reforma, otras para examinar
la propuesta y unas terceras, con poderes especiales, para aprobarla.
3. Contenido.
384 artículos, pues, estructurados
en diez títulos dedicados, respectivamente, a la Nación española y a los
españoles (arts. 1-9); al territorio de las Españas, su religión y gobierno, y
a los ciudadanos españoles (arts. 10-26); a las Cortes (arts. 27-167); al Rey
(arts. 168-241); a los Tribunales y a la Administración de Justicia en lo Civil
y en lo Criminal (arts. 242-308); al Gobierno Interior de las Provincias y de
los Pueblos (arts. 309-337); a las Contribuciones (arts. 338-355); a la Fuerza
Militar Nacional (arts. 356-365); a la Instrucción Pública (arts. 366-371); y a
la observancia de la Constitución, y modo de proceder para hacer variaciones en
ella (arts. 372-384). Todo ello sobre la base de tres principios fundamentales:
soberanía nacional, división de poderes y nueva representación, adoptados por
primera vez por las Cortes en el Decreto de 24 de septiembre de 1810, como
cimientos de la futura Constitución.
Se constitucionalizó el principio de
soberanía nacional en el artículo 3, al disponer: «La soberanía reside esencialmente
en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de
establecer sus leyes fundamentales». Producto de la Revolución Francesa, fue penetrando
progresivamente en la mente política de los constitucionalistas del siglo XIX, hasta el punto
de que, aunque fijado aquí, sería motivo de discrepancia entre realistas y
constitucionalistas, primero, y moderados y progresistas, después.
La división de poderes se
constitucionalizó de manera estricta, sin vías de comunicación ni medios de
resolución de conflictos entre ellos. Así, «la potestad de hacer las leyes
reside en las Cortes con el Rey» (art. 15), «la potestad de hacer ejecutar las
leyes reside en el Rey» (art. 16) y «la potestad de aplicar las leyes en las
causas civiles y criminales reside en los Tribunales establecidos por la ley»
(art. 17). La práctica supuso un importante defecto, pues hacia imposible la
coordinación y la interactuación.
En cuanto a lo referente a la nueva
representación, ésta ya no era por estamentos, sino por diputados bajo mandato
representativo —arts. 27 y 100— de dos años, incompatible con otros cargos
enumerados, y elegidos por sufragio indirecto a cuatro grados, esto es: los
ciudadanos elegían compromisarios, éstos nombraban un elector de parroquia,
éstos, un elector de partido y éstos, a los diputados a Cortes por la
provincia. Mientras que el sufragio pasivo quedaba limitado a las personas
incluidas en un censo restringido.
Las Cortes eran unicamerales, con
funciones en el ámbito político-constitucional, económico-financiero,
administrativo y de control sobre el Ejecutivo. Se regulaba la Diputación
Permanente —arts. 157-160— para «velar sobre la observancia de la Constitución
y de las leyes, para dar cuenta a las próximas Cortes de las infracciones que
hayan notado», «convocar a Cortes extraordinarias en los casos prescritos por
la Constitución (art. 162)» y «desempeñar las funciones que se señalan en los
artículos 111 (recibir y registrar a los nuevos diputados) y 112 (formar la junta
preparatoria en el año de renovación de los diputados)».
Diseñándose el Gobierno de la Nación
en una Monarquía moderada hereditaria —art. 14—, el Rey era el jefe del
Ejecutivo y su persona, inviolable y no quedaba sujeta a responsabilidad
jurídica y política. Tenía iniciativa legislativa y potestad reglamentaria,
inauguraba y clausuraba las sesiones parlamentarias, si bien no podía
suspenderlas ni disolverlas, ni estar presente en las deliberaciones. Además,
disponía de la potestad sancionadora de las leyes, con una suerte de veto
limitado y condicionado.
La Justicia se administraba en
nombre del Rey por jueces independientes, inamovibles y de exclusividad
funcional, con tres instancias judiciales: Primera Instancia, Audiencia y
Supremo Tribunal de Justicia. Se añadían los principios de uniformidad procesal
y unidad de fuero.
Como se indica más arriba, el
catálogo de derechos y libertades quedó excesivamente disperso por todo el
texto constitucional. Se definió la Nación española como «… la reunión de todos
los españoles de ambos hemisferios» (art. 1), «… libre e independiente, y no es
ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona» (art. 2). Junto con los
supuestos ordinarios, podían ser españoles «los libertos desde que adquieran la
libertad en las Españas» (art. 5. Cuarto). Se imponía que «el amor de la Patria
es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el
ser justos y benéficos» (art. 6). Y cerraba la confesionalidad del Estado,
porque «la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica,
apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y
justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra» (art. 12).
4. Aplicación.
La Constitución de 1812 tuvo una
aplicación irregular en la Historia. Desde luego, durante el resto de la Guerra
de la Independencia, en la España no ocupada. Al retornar, Fernando VII
agradeció a sus súbditos el esfuerzo, la fidelidad, el sacrificio y su libertad
con un Decreto dado en Valencia el 4 de mayo de 1814, donde derogaba la
Constitución al declarar que las Cortes habían sido convocadas «… de un modo
jamás usado en España»; que los diputados, elegidos dudosamente, habían
despojado al Rey de la soberanía «… atribuyéndosela nominalmente a la nación
para apropiársela así ellos mismos»; que la Constitución era un duplicado de la
francesa y había modificado «… casi toda la antigua Constitución de la
Monarquía española». Por todo ello, «… mi real ánimo es no solamente no jurar
ni acceder a dicha Constitución, ni a Decreto alguno de las Cortes generales y
extraordinarias y de las ordinarias actuales abiertas: a saber, los que sean
depresivos de los derechos y prerrogativas de mi real soberanía establecidas
por la Constitución y las leyes en que de largo tiempo la nación ha vivido,
sino el de declarar aquella Constitución y aquellos Decretos nulos y de ningún
valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás
tales actos y se quitasen de en medio del tiempo, y sin obligación […] a
cumplirlos ni guardarlos…». Se restauraba el régimen absoluto, vamos.
En 1820, tras el pronunciamiento del
general Rafael de Riego, Fernando VII se vio obligado a jurar la Constitución
de 1812. «Marchemos francamente, y Yo el primero, por la senda constitucional…»,
afirmó en su manifiesto del 10 de marzo. El llamado «Trienio constitucional»
terminó con el levantamiento de las fuerzas absolutistas y el respaldo militar
de los «Cien Mil Hijos de San Luis», el 1 de abril de 1823, derogándose de
nuevo la Constitución. Recobró su vigencia brevemente en 1836, cuando el «Motín
de La Granja» llevó a la reina regente María Cristina, en su Decreto de 13 de
agosto, a ordenar su restablecimiento en tanto «… la Nación reunida en Cortes
manifieste expresamente su voluntad o dé otra Constitución conforme a las
necesidades de la misma». Hecho acaecido el 18 de junio de 1837 con una nueva
Constitución.
El espíritu de la Constitución de
1812 impregnó el sentimiento político del XIX al punto de influir en posteriores
constituciones no solo nacionales, sino también europeas —como la portuguesa o
italiana— o de los países hispanos del continente americano, conforme se
independizaban, instituyéndose en repúblicas.
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Conde, Enrique. Curso de Derecho Constitucional (vol. I). Tecnos. Madrid,
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-Paredes,
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-Constitución
española de 19 de marzo de 1812:
http://www.congreso.es/constitucion/ficheros/historicas/cons_1812.pdf
Revista Saigón nº 19 y 20
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