viernes, 22 de agosto de 2014

La Constitución de 1812

1. Apuntes históricos.

No era una un momento fácil para legislar. El pueblo de Madrid se alzó contra el invasor francés justo el día en el cual Carlos IV abdicó la Corona de España en favor de Napoleón. Se inició así la Guerra de la Independencia, que, para muchos, no fue una auténtica revolución. Es más, escribiría Antonio Alcalá Galiano en «Índole de la Revolución de España en 1808» que «… cotejados los sucesos de Francia a fines del siglo próximo pasado con los de España durante el período llamado de la Guerra de la Independencia, parecen los segundos chicos y poco dignos del título de revolución, apropiado solamente a la grandeza de los primeros. Por eso, muchas personas consideran y declaran impropio modo de expresarse el llamar revolución a la resistencia hecha por el pueblo español al poder francés, […]. “Nosotros no estamos en revolución; nos han revuelto”, exclamó en las Cortes de 1810 un diputado muy opuesto a las reformas emprendidas entonces».
 
Sin embargo, al extenderse el alzamiento rápidamente por toda la nación, pronto surgió la necesidad de organizar la resistencia. Se crearon juntas provinciales frente al Consejo de Castilla, desacreditado por la subyugación a Murat; pero tanto las numerosas y dispares opiniones como el desarrollo mismo del conflicto bélico hicieron imposible alcanzar el acuerdo; por lo cual, el 25 de septiembre de 1808, se constituyó la Junta Suprema Central y Gubernativa, erigida como único poder central con la misión principal de dirigir la guerra, y presidida por José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca. Con su sede inicial en Aranjuez, las vicisitudes de la guerra la trasladaron a Sevilla, donde falleció Floridablanca —quien sería sustituido en la presidencia por Vicente Joaquín Osorio de Moscoso y Guzmán, marqués de Astorga—, y el 23 de enero de 1810 a la Isla de León, mejor defendida gracias al amparo naval británico. En el seno de la Junta se consolidó una idea heredada de las juntas provinciales: la invasión había devastado el Estado, y era perentorio reconstruirlo. En la forma se hallaría la discrepancia. Un sector consideraba que debía realizarse mediante la restauración de las antiguas leyes fundamentales del Reino —suprimidas por el absolutismo—, actualizadas a los nuevos tiempos, que tan eficientes habían sido para el ordenado funcionamiento de los poderes públicos y las libertades de los españoles. En contra, se impuso el criterio de quienes —influidos por corrientes afrancesadas— abogaban por la vía constitucional como medio más idóneo al fin.
 
La Junta Central preparó, pues, la convocatoria de Cortes. Pese a ello, el trámite se vería paralizado. El elevado número de miembros, las rencillas personales y las escisiones políticas internas hicieron que la Junta cayese en desgracia. El 29 de enero de 1810 se disolvió y transfirió sus poderes al Consejo de Regencia, formado por cinco individuos: el general Francisco Javier Castaños, Presidente; Francisco Saavedra y Antonio de Escaño, consejeros de Estado; Pedro de Quevedo y Quintano, obispo de Orense; y Miguel de Lardizábal y Uribe, representante de las colonias americanas. Esta Regencia, casi inoperante por carecer de recursos propios y ser presionada por las autoridades locales, se sostuvo por el apoyo del ejército británico, y pudo convocar Cortes de manera efectiva.
 
La dificultad para reunir a los diputados, debido a la dispersión y aislamiento, se hizo evidente inmediatamente, provocando desequilibrios representativos y fluctuaciones en el número de componentes. No obstante, la apertura se produjo el 24 de septiembre de 1810 en la iglesia parroquial de San Pedro de la Isla de León, iniciándose las actividades tras el discurso inaugural a cargo del obispo de Orense, por entonces, presidente del Consejo de Regencia. La Constitución fue redactada por una comisión y presentada a las Cortes, donde se sometió a examen, deliberación y enmienda entre el 25 de agosto de 1811 y el 28 de febrero de 1812. Finalmente fue promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812.


2. Influencias y características.

La discrepancia doctrinal ha sido la constante a lo largo de estos dos siglos, respecto de las influencias que recibe la Constitución de 1812, con tres posturas diferenciadas. Por un lado, tiene un peso destacable la postura que considera indudable las influencias de la Declaración de los Derechos del Hombre (1789) y de la Constitución francesa de 1791; nombres como Miraflores o Martínez de la Rosa mantuvieron que las corrientes revolucionarias de corte francés sirvieron de modelo para los constitucionalistas de 1812. Por otro, autores como Sevilla Andrés o Jover entienden que las disposiciones religiosas, la distribución de competencias y las importantes prerrogativas concedidas al rey son la base de la tradición española.
 
Quizá, como de costumbre, la solución esté en el punto medio, marcado por Sánchez Agesta o Artola, entre otros. Aseguran que la contradicción aparente se debe a que la Constitución de 1812 fue, en definitiva, una obra de transición, guía firme hacia un futuro cierto. Esta tesis parece sostenerse si se tiene presente su breve Preámbulo, cuando afirma que «… las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones, que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación…». O sea, el resultado fue la fusión de las dos tendencias enfrentadas ya en los orígenes de la Junta Central. El objetivo era actualizar a través de una Constitución el cuerpo normativo español, compendio añorado de organización y libertades, aplastado por el absolutismo de los primeros Austrias. Una actualización que, pese a intereses, no podía aspirar a una naturaleza sucinta: los tiempos no eran los mismos. La situación político-social era muy diferente a la del medievo, e igualmente la ideológica. Aun sin pretenderlo, la absorción de las nuevas doctrinas había sido inevitable.
 
De tal forma, la Constitución de 1812 fue una Constitución de origen popular. «Las Cortes generales y extraordinarias de la Nación española…», rezaba el Preámbulo, «… de esta Monarquía […] decretan la siguiente Constitución política…». Y la decretaron y sancionaron sin la participación del Rey, pero no en su contra. La Nación, no hay que olvidarlo, combatía por su liberad.
 
Fue, además, una Constitución extensa. Sus 384 artículos la convierten en la más larga de nuestra historia constitucional. Ello se debe a la exhaustiva regulación de los órganos fundamentales, así como del procedimiento legislativo, los mecanismos electorales, la Administración de Justicia o los entes locales y provinciales, dispersando el catálogo de derechos y constitucionalizando preceptos secundarios o variables.
 
Por último, fue una Constitución rígida. Su título X recogía un complejo sistema de reforma, de dificultades prácticas, en aras de conferir estabilidad duradera al texto y evitar modificaciones apresuradas, exigiendo, de acuerdo a mayorías de dos tercios y plazos determinados, unas Cortes para proponer la reforma, otras para examinar la propuesta y unas terceras, con poderes especiales, para aprobarla.

 
3. Contenido.

384 artículos, pues, estructurados en diez títulos dedicados, respectivamente, a la Nación española y a los españoles (arts. 1-9); al territorio de las Españas, su religión y gobierno, y a los ciudadanos españoles (arts. 10-26); a las Cortes (arts. 27-167); al Rey (arts. 168-241); a los Tribunales y a la Administración de Justicia en lo Civil y en lo Criminal (arts. 242-308); al Gobierno Interior de las Provincias y de los Pueblos (arts. 309-337); a las Contribuciones (arts. 338-355); a la Fuerza Militar Nacional (arts. 356-365); a la Instrucción Pública (arts. 366-371); y a la observancia de la Constitución, y modo de proceder para hacer variaciones en ella (arts. 372-384). Todo ello sobre la base de tres principios fundamentales: soberanía nacional, división de poderes y nueva representación, adoptados por primera vez por las Cortes en el Decreto de 24 de septiembre de 1810, como cimientos de la futura Constitución.
 
Se constitucionalizó el principio de soberanía nacional en el artículo 3, al disponer: «La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales». Producto de la Revolución Francesa, fue penetrando progresivamente en la mente política de los constitucionalistas del siglo XIX, hasta el punto de que, aunque fijado aquí, sería motivo de discrepancia entre realistas y constitucionalistas, primero, y moderados y progresistas, después.
 
La división de poderes se constitucionalizó de manera estricta, sin vías de comunicación ni medios de resolución de conflictos entre ellos. Así, «la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey» (art. 15), «la potestad de hacer ejecutar las leyes reside en el Rey» (art. 16) y «la potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales reside en los Tribunales establecidos por la ley» (art. 17). La práctica supuso un importante defecto, pues hacia imposible la coordinación y la interactuación.
 
En cuanto a lo referente a la nueva representación, ésta ya no era por estamentos, sino por diputados bajo mandato representativo —arts. 27 y 100— de dos años, incompatible con otros cargos enumerados, y elegidos por sufragio indirecto a cuatro grados, esto es: los ciudadanos elegían compromisarios, éstos nombraban un elector de parroquia, éstos, un elector de partido y éstos, a los diputados a Cortes por la provincia. Mientras que el sufragio pasivo quedaba limitado a las personas incluidas en un censo restringido.
 
Las Cortes eran unicamerales, con funciones en el ámbito político-constitucional, económico-financiero, administrativo y de control sobre el Ejecutivo. Se regulaba la Diputación Permanente —arts. 157-160— para «velar sobre la observancia de la Constitución y de las leyes, para dar cuenta a las próximas Cortes de las infracciones que hayan notado», «convocar a Cortes extraordinarias en los casos prescritos por la Constitución (art. 162)» y «desempeñar las funciones que se señalan en los artículos 111 (recibir y registrar a los nuevos diputados) y 112 (formar la junta preparatoria en el año de renovación de los diputados)».
 
Diseñándose el Gobierno de la Nación en una Monarquía moderada hereditaria —art. 14—, el Rey era el jefe del Ejecutivo y su persona, inviolable y no quedaba sujeta a responsabilidad jurídica y política. Tenía iniciativa legislativa y potestad reglamentaria, inauguraba y clausuraba las sesiones parlamentarias, si bien no podía suspenderlas ni disolverlas, ni estar presente en las deliberaciones. Además, disponía de la potestad sancionadora de las leyes, con una suerte de veto limitado y condicionado.
 
La Justicia se administraba en nombre del Rey por jueces independientes, inamovibles y de exclusividad funcional, con tres instancias judiciales: Primera Instancia, Audiencia y Supremo Tribunal de Justicia. Se añadían los principios de uniformidad procesal y unidad de fuero.
 
Como se indica más arriba, el catálogo de derechos y libertades quedó excesivamente disperso por todo el texto constitucional. Se definió la Nación española como «… la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios» (art. 1), «… libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona» (art. 2). Junto con los supuestos ordinarios, podían ser españoles «los libertos desde que adquieran la libertad en las Españas» (art. 5. Cuarto). Se imponía que «el amor de la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser justos y benéficos» (art. 6). Y cerraba la confesionalidad del Estado, porque «la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra» (art. 12).


4. Aplicación.

La Constitución de 1812 tuvo una aplicación irregular en la Historia. Desde luego, durante el resto de la Guerra de la Independencia, en la España no ocupada. Al retornar, Fernando VII agradeció a sus súbditos el esfuerzo, la fidelidad, el sacrificio y su libertad con un Decreto dado en Valencia el 4 de mayo de 1814, donde derogaba la Constitución al declarar que las Cortes habían sido convocadas «… de un modo jamás usado en España»; que los diputados, elegidos dudosamente, habían despojado al Rey de la soberanía «… atribuyéndosela nominalmente a la nación para apropiársela así ellos mismos»; que la Constitución era un duplicado de la francesa y había modificado «… casi toda la antigua Constitución de la Monarquía española». Por todo ello, «… mi real ánimo es no solamente no jurar ni acceder a dicha Constitución, ni a Decreto alguno de las Cortes generales y extraordinarias y de las ordinarias actuales abiertas: a saber, los que sean depresivos de los derechos y prerrogativas de mi real soberanía establecidas por la Constitución y las leyes en que de largo tiempo la nación ha vivido, sino el de declarar aquella Constitución y aquellos Decretos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo, y sin obligación […] a cumplirlos ni guardarlos…». Se restauraba el régimen absoluto, vamos.
 
En 1820, tras el pronunciamiento del general Rafael de Riego, Fernando VII se vio obligado a jurar la Constitución de 1812. «Marchemos francamente, y Yo el primero, por la senda constitucional…», afirmó en su manifiesto del 10 de marzo. El llamado «Trienio constitucional» terminó con el levantamiento de las fuerzas absolutistas y el respaldo militar de los «Cien Mil Hijos de San Luis», el 1 de abril de 1823, derogándose de nuevo la Constitución. Recobró su vigencia brevemente en 1836, cuando el «Motín de La Granja» llevó a la reina regente María Cristina, en su Decreto de 13 de agosto, a ordenar su restablecimiento en tanto «… la Nación reunida en Cortes manifieste expresamente su voluntad o dé otra Constitución conforme a las necesidades de la misma». Hecho acaecido el 18 de junio de 1837 con una nueva Constitución.
 
El espíritu de la Constitución de 1812 impregnó el sentimiento político del XIX al punto de influir en posteriores constituciones no solo nacionales, sino también europeas —como la portuguesa o italiana— o de los países hispanos del continente americano, conforme se independizaban, instituyéndose en repúblicas.

 
BIBLIOGRAFÍA:

-Tomás Villarroya, Joaquín. Breve historia del constitucionalismo español. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid, 1997.
-Rascón Ortega, Juan Luis; Salazar Benítez, Octavio; Agudo Zamora, Miguel. Lecciones de Teoría General y de Derecho Constitucional. Ediciones del Laberinto. Madrid, 2002.
-Gacto Fernández, Enrique; Alejandre García, Juan Antonio; García Marín, José María. Manual básico de Historia del Derecho (Temas y antología de textos). Madrid, 1997.
-Álvarez Conde, Enrique. Curso de Derecho Constitucional (vol. I). Tecnos. Madrid, 1999.
-Paredes, Javier (Dir.). Historia contemporánea de España, S. XIX-XX. Ariel. Barcelona, 2004.
-Constitución española de 19 de marzo de 1812:
http://www.congreso.es/constitucion/ficheros/historicas/cons_1812.pdf


Revista Saigón nº 19 y 20

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