Así
es. Señora, caballero. A usted y a mí. Y a nuestro vecino, o vecina —cuidado,
no nos olvidemos—, también. Con sus caras sonrientes, informáticamente
retocadas. Cada cierto tiempo nos piden el voto, con mucho tacto, respeto y amabilidad.
Menuda desfachatez. Este año se dará el caso, repitiéndose el próximo. Y podrá
reconocerlos con facilidad. Son los mismos que, por incompetencia, mediocridad
u obcecación, por hipocresía, mezquindad o cobardía, no han sabido, no han
podido o, simplemente, no han querido evitar una situación de crisis social y
económica. Ni gestionarla eficaz y eficientemente, después. Conduciendo a tres
generaciones —sin contar las posteriores— a la ruina, la desesperación, la
desconfianza y la incredulidad.
Da lo mismo el color político, o si
forman parte de un gobierno o de una oposición. Nuestro Estado social y
democrático de Derecho dispone de los mecanismos suficientes para garantizar la
toma de decisiones acertadas, adecuadas, y un ejercicio responsable de ellas.
Lo único necesario es capacidad para no tener que recurrir a dichos mecanismos,
claro; o voluntad para ponerlos en práctica, llegado el caso. Además de coraje.
Pero no. Unos se han visto bochornosamente desbordados, agobiados. Otros han
jugado al desgaste, al descabello del animal herido.
Lo extraño es que todavía nos sorprenda,
si lo hace. En un país olvidadizo y manipulador de su historia, donde no nos
ponemos de acuerdo ni para celebrar actos de relevancia nacional e
internacional —¿sabía que entre 2008 y 2014 se conmemora el doscientos
aniversario de la Guerra de la Independencia?—, la actual situación era
previsible.
Durante años hemos convivido con la
especulación y el fraude, con la sobreexplotación de un sector económico y la
saturación de un mercado dudosamente sólido o sostenible. Sin perspectivas de
solvencia futura, la ruin demagogia ha tolerado el desarrollo de infames
comportamientos, mirando para otro lado, pensando en el siguiente voto, en la
alegre embriaguez presente y no en la estabilidad y seguridad futuras. Y
nosotros, tordos condescendientes, hemos contribuido campantemente, año tras
año, agitando banderitas en multitudinarios mítines y riéndoles las gracias en
saraos nocturnos y tertulias de café.
Como ciudadanos hemos de reconocer y
asumir nuestra parte de responsabilidad, nuestro conformismo ciego e infame.
Pero, de igual modo, existe la responsabilidad de los gobiernos, derivada de su
administración y toma de decisiones; amén de la de las oposiciones, marcada por
la propuesta de ideas y la valentía para ponerlas en práctica, conforme a la
legalidad vigente.
En un aparte —permítaseme la
licencia—, añadiré, por si es de utilidad, que el candidato electoral es una
especie claramente identificable. Oportunista demagogo, se adentra en plazas,
parques y demás espacios que congreguen a un considerable número de ciudadanos,
oteando con astuta mirada, analizando y seleccionando las apetitosas piezas que
pronto atrapará, mientras una gota de baba se desliza por la comisura de sus
labios. Estrechará manos, besará mejillas, tomará a bebés en brazos, prometerá
carreteras, infraestructuras, protección y restauración del patrimonio
histórico, servicios públicos de primera calidad, plazas de funcionarios,
subida de sueldos, recintos de cultura y ocio, seguridad, limpieza,
modernización, nuevas tecnologías, defensa del medio ambiente, pleno empleo y
un chalé en la sierra o en la costa —a elegir— por familia… o por ciudadano, si
place. Fotos con niños, abuelos, mujeres y hombres; más besos, más
estrechamiento de manos, más fotos, abrazos y palmaditas. Más sonrisas
forzadas, poses animosas, estultas frases carentes de todo ingenio, gestos de
desprecio hacia el adversario, promesas imposibles, medidas incoherentes,
programas extravagantes. Acompañará todo ello con visitas, perplejamente
casuales, a albergues, asilos, hospitales, centros deportivos, escuelas,
industrias, centrales energéticas, granjas, bosques bellacamente recalificados,
siempre debidamente ataviado con el uniforme correspondiente. Por cierto,
aparecerá rodeado por decenas de micrófonos y cámaras; y cientos de fogonazos
iluminarán un rostro donde se dibuja un semblante miles de veces ensayado ante
el espejo del baño de casa.
Cerrado el paréntesis orientativo, cabe la posibilidad de
que nadie esté por la labor de comerse el marrón que hay montado. De ahí que
sean los mismos. Aunque, visto lo visto, unos y otros debieran haber gastado la
vergüenza de no volver a presentar sus candidaturas —me refiero a personas, no
siglas—. Empero el caso es que nos toman por imbéciles. Que, como tendemos a
olvidar el pasado remoto, obramos de la misma manera con el pasado reciente. O
puede que, salvo honrosas excepciones, realmente lo seamos. Imbéciles, digo. Lo
cual, por supuesto, es muy probable.
surdecordoba.com, 15 de mayo de 2011.
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