Siempre
he tenido la convicción de que las personas elegidas por los ciudadanos —en
sufragio universal, libre, directo, igual y secreto— para un cargo en las
instituciones del Estado, han de quedar sujetas a la condición de una limitación
temporal en el mismo, sin posibilidad de reelección; de semejante modo sus
provenientes. Nadie es imprescindible en estos puestos. Y es que, la ausencia
de tal límite, convierte en profesión aquello que debiera ser servicio público.
Comprendo las bondades de un trabajo
indefinido y que en nuestra historia no es común esta práctica. Sin embargo,
pese a que esta democracia pueda dar una apariencia de juventud, la madurez
alcanzada por nuestro Estado de Derecho soportaría, considero, la limitación con
la serenidad y naturalidad propias de personas civilizadas.
No hablo de legitimidad, mucho
cuidado. Si un candidato, cada vez que se presenta, obtiene una mayoría de
votos suficiente para su elección, me alegro por él. O por ella. Hablo de
asumir como propios unos principios dignos de una consolidada y respetable
democracia. Y fijarlos legalmente, en un país donde todo cambio ha de ser
impuesto por norma jurídica, dada nuestra antipatía patológica a ello.
Referentes inmediatos los hemos
tenido con los presidentes Aznar y Rodríguez Zapatero. Quedaría como tema de
debate aparte, bien es cierto, si la decisión la tomaron por convicciones
éticas o por desgaste político. Otro modelo a tener presente sería el Estatuto
de Autonomía de Castilla-La Mancha, cuyo artículo 13.2 reza: «El Consejo de
Gobierno se compone del Presidente, de los Vicepresidentes, en su caso, y de
los Consejeros. Las Cortes de Castilla-La Mancha, por mayoría de tres quintos
de los miembros del Pleno de la Cámara, aprobarán una Ley del Gobierno y del
Consejo Consultivo, en la que se incluirá la limitación de los mandatos del
Presidente». La mencionada ley (Ley 11/2003) concreta en su artículo 4.2: «No
podrá ser elegido Presidente de la Junta de Comunidades quien ya hubiese
ostentado este cargo durante al menos ocho años, salvo que hayan pasado cuatro
años desde la terminación de su mandato». Admirable. Para lo que estamos
acostumbrados.
Es una lástima que, en ocasiones,
nos guiemos más por el suicidio, la autodestrucción, la pérdida del sentido de
la realidad y la arrogancia del poder en gobernantes y parlamentarios, que por
su proyecto político, su programa de gobierno y la bondad de sus líderes. Pero,
ideologías al margen, la alternancia de personas ayudaría a la renovación y
facilitaría la regeneración. Llegar, prestar el servicio público y marcharse. A
otra cosa, mariposa. Simple. Y aplaudido.
Luego está el asunto de la laguna
legal, claro. Quien, por ejemplo, fuera senador durante ocho o doce años,
cumplido el límite, pasaría a procurarse el cargo de diputado y, desde ahí,
intentaría saltar hasta el Ejecutivo. Y viceversa. Esto tanto a nivel estatal,
como autonómico o local. Quien hizo la ley, hizo la trampa. Cada cual plantea
su estrategia según las cartas con las que juega. Allá su conciencia, quien
disponga de ella. Y la del votante, el cual —no obstante percibida la artimaña—
introduzca la papeleta donde aparezca el nombre de la persona en cuestión.
Habrá quien piense que, puestos a
limitar temporalmente este tipo de cargos, podríamos obrar de idéntica forma
respecto a la Jefatura del Estado, actualmente vitalicia —salvo excepciones—.
Nada tengo, particularmente, en contra de la monarquía parlamentaria como forma
política. Es más, soy defensor y partidario de ella. El reinado de Juan Carlos
I nos ha concedido el mayor periodo de paz, estabilidad, prosperidad y
conciliación nacional e internacional de los últimos siglos. Además, la figura
del rey de España es de símbolo, representación, moderación, mediación,
advertencia y consejo, no de decisión en sí misma —incluso la sanción regia de
la ley es un acto debido y no discrecional—. Centrémonos en los que
verdaderamente deciden, ordenan, ejecutan y gestionan la materia.
Hace un tiempo, comentando este mismo asunto con mi buen
amigo Tito Liviano, concluí con un «… cuando les caduque el cargo, que se
busquen las habichuelas… como todo el mundo». Entonces, él, por momentos harto
pragmático, después de reflexionar la idea durante unos segundos con la mirada
perdida en la última gota de White Label que humedecía el fondo de su primer vaso,
sentenció, con mucha flema y semblante grave: «Y, si todos los que ahora están ahí,
llevando tanto tiempo acomodados, se quedan sin el chollo…, dime tú qué íbamos
a hacer con tanto inútil en el paro».
lucenadigital.com, 4 de mayo de 2011.
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