martes, 15 de julio de 2025

Saga Bond: George Lazenby

  La obsesión de Albert R. Broccoli y Harry Saltzman, por esa brutal y retorcida broma que, en ocasiones, gasta el destino, se convirtió, a la postre, en perdición, pues la intención de los productores nunca fue encontrar a un nuevo James Bond, sino encontrar a un nuevo Sean Connery; grande era la asociación del éxito de la saga con el actor escocés… Y ahí radicó la principal fatalidad del proyecto, en la falta de confianza en el propio producto.

Se contrató a un viejo conocido de la casa, como Peter Hunt, para asumir las labores de dirección, quien presidió un proceso de selección de cuatrocientos aspirantes hasta escoger a un joven australiano, cuyo rostro había asomado por entre las rendijas de algún anuncio televisivo; apremiaban, por lo demás, mucho los plazos. Desde aquel instante, Hunt se comprometió en plenitud con George Lazenby, y lo defendió hasta las últimas consecuencias, y más allá. Procuró modular su cerrada dicción australiana (con todo, todavía se sorprendería Lazenby al descubrir, en el montaje final, su voz doblada por George Baker en algunas escenas) y componer sus andares, su vestuario y peinado, acudiendo al sastre y al peluquero de Connery. Para compensar las carencias, se logró incorporar al proyecto a dos actores reconocibles: Diana Rigg y Telly Savalas, bordando la solución de continuidad con los franquiciados Bernard Lee, Lois Maxwell y Desmond Llewelyn.

Para Hunt, la saga se había adulterado con una sucesión de explosiones desfasadas y artilugios rocambolescos, por lo que, con aspiración de recobrar la esencia de la obra de Fleming, se unificó la escritura del guión en el habitual Richard Maibaum, y se contó con el toque del dramaturgo Simon Raven, al objeto de sumar unas líneas de diálogo entre los personajes interpretados por Rigg y Savalas hacia el final del metraje, tan rebosantes de barroquismo narrativo que dispersan la imagen de los mismos y enarcan la ceja hasta del espectador menos avispado. La pretensión, no obstante, pareció alcanzarse, al componer un contexto más realista y un Bond muy humano, desesperado o angustiado, al hallarse atrapado por sus perseguidores, y reblandecido de felicidad por el amor verdadero. A costa de Q, claro, cuyas anecdóticas apariciones al principio y final del largometraje, liberalizado de cachivaches estrambóticos, respondían a esa afanosa continuidad tecleada. Aunque choca con el monumental quiebro de guión que padece la trama, ya que, mientras en la entrega anterior, Sólo se vive dos veces (1967), Bond y Blofeld parecían reconocerse, ahora se plasma todo lo contrario. La explicación radica en el orden de la producción literaria, al tratarse de la segunda novela de la llamada trilogía de Blofeld, posterior a Operación Trueno y anterior a Sólo se vive dos veces. Y es que la preproducción cinematográfica (se remontaba a James Bond contra Goldfinger —1964—) se había complicado y alargado con desmedida exasperación…

O quizá no lo fuera tanto, comparado el rodaje con un George Lazenby humeante de estrellato e infantiloide de carácter, jaquecoso, caprichoso y malcriado, que detonó la paciencia de los productores y destripó la tolerancia de los compañeros. Sólo el apuro o la urgencia de los plazos y el paternalismo de Hunt permitieron el estreno de 007 al servicio secreto de Su Majestad en 1969.

Cuando James Bond rescata de sí misma y de unos villanísimos secuestradores a la hermosa Teresa di Vicenzo, Tracy (Diana Rigg), su padre, el líder de la mafia corsa Marc Ange Draco (Gabriele Ferzetti), le plantea que contraiga matrimonio con ella, a cambio de una jugosa dote. Sin embargo, 007 le propone su colaboración para atrapar a Ernst Stravro Blofeld (Telly Savalas). La conexión de éste con un abogado suizo y el allanamiento de su oficina proporcionarán a Bond una serie de documentos (atención a la prodigiosa máquina que igual sirve para abrir una caja fuerte que para fotocopiar papeles), a través de los cuales constata que Blofeld tramita un reconocimiento de nobleza ante el Colegio de Armas de Londres y dirige un sanatorio en los Alpes suizos. Tras pactar con sir Hillary Bray (George Baker), miembro del Colegio de Armas, suplantar su identidad, el Agente se desplaza hasta el sanatorio, donde Blofeld trata a doce bellísimas jóvenes de diferentes países, quienes padecen las más esperpénticas y tronchantes fobias, mediante un sistema de hipnosis, del que Bond es testigo en una de sus necesarias incursiones amorosas nocturnas. El verdadero, a la par que maquiavélico, plan de Blofeld consiste en hipnotizar a las chicas con el objetivo de que propaguen un virus capaz de exterminar plantas y animales, pese a ello, será en el último acto cuando Blofeld revele sus decepcionantes exigencias de amnistía por sus crímenes y reconocimiento del título nobiliario. En el ínterin, Bond es descubierto, perseguido y acorralado, evitando la taumatúrgica aparición de Tracy un nefasto desenlace para el protagonista. Pero, concluida la caza de 007 por los Alpes con un alud provocado por Blofeld, éste secuestra a Tracy, convencido del fallecimiento del agente británico. Entonces, Bond y Draco, devorados por la rabia, emprenden la misión de rescate de Tracy y, valiéndose del argumento de un espectáculo de tiros, golpes y explosiones, la liberan de su captor, destruyen el sanatorio alpino y, en una carrera invernal doliente de crédito, Bond encajona a Blofeld en un enramado perdido sin rematar la faena, de lo que tendrá que arrepentirse al cierre del largometraje. Antes, James Bond se casa con Tracy, con la consecuente renuncia al servicio de Su Majestad. Poco dura la dicha a la pareja, porque la flamante señora Bond es asesinada por Blofeld y su compinche Irma Bunt (Ilse Steppat), apagándose el filme con la triste imagen del afligido marido abrazando el cuerpo inerte de su esposa.

Peter Hunt quiso reservar la escena de la muerte de Tracy para abrir la siguiente entrega de la saga. Plan perturbado por las circunstancias. Si el rodaje había sido exacerbante, a George Lazenby le dio por acudir al primer día de promoción desplegando unas pelambreras hirsutas y unas barbajas andrajosas, una imagen hippie discordante con la del galante caballero británico. Expulsado de la fase promocional y rescindido su contrato, se dedicó a vagabundear en solitario por los medios de comunicación, cargante de inquina sediciosa, despotricando contra un estereotipo de Bond condenado a la extinción en el nuevo mundo setentero. Años después, un Lazenby maduro, de cabeza más asentada y probadas sus escasas dotes como oráculo, reconocería su terrible cadena de errores, aquélla que pagó con su carrera.

Si bien, el empecinamiento o enrocamiento de los productores no fue de gran utilidad. Esa migrañosa idealización de Sean Connery como estandarte de la saga contaminó el producto final, el trabajo del nuevo actor y deformó la valoración de los espectadores. Desde el término de la introducción colándole a Lazenby la desafortunada frase «Al otro nunca le pasaba esto» hasta el pequeño limpiador de la guarida de Draco que silba la melodía de James Bond contra Goldfinger, pasando por los créditos iniciales construidos mediante teselas de escenas de los títulos precedentes, el forzado diálogo entre Bond y Moneypenny y la muestra de objetos emblemáticos de las misiones cinematografiadas arrostraron la producción a la asimilación y la nostalgia.

007 al servicio secreto de Su Majestad es, confieso, uno de mis placeres culpables. Un filme que revisito cada cierto tiempo, aun sabedor de la intrahistoria y las costuras que rezuman sobre las cicatrices encostradas. Con frecuencia, me asombro tarareando inconscientemente el tema de apertura, sin letra, como hiciera Terence Young para las dos primeras entregas (la canción, en la voz de Louis Armstrong, se insertó durante el metraje). Y sí, las escenas de acción, resultando contundentes y brutales las peleas, se editaron por John Glen de un modo pésimo o se rodaron por él mismo, como responsable de la segunda unidad, o por Hunt con mucho fotograma descartado o desaprovechado, por lo que prevalecen los bruscos cortes. Y sí, el careto de Lazenby, angular, cuadrangular, mandibular, distanciado eones del fotogénico perfil de Connery, sugiere el requisito oftalmológico para Hunt y su equipo. Y sí, el abono a la aceleración de las secuencias y al retroproyector con su déficit fotográfico claman algo de cordura y de justicia. Y sí a todo lo que se pueda insinuar o apuntar… Pero el largometraje continúa entreteniéndome como el primer día, y no son de disgusto las persecuciones en esquís y coches, rodadas  bajo el mando de dos profesionales como Willy Bogner y Erich Glavitza; y el fruto es una película de espionaje y aventuras con toques de humor irónico y descarado, sin gravamen de artilugios y un Bond humano, terrenal; el fruto es un clásico de Fleming.

El resultado en taquilla no fue nefasto, como se manifestó, tal vez para maquillar en su medida los despidos de Lazenby y Hunt. Pronto, se levantó acta de la unánime imposición de recuperar el supuesto pulso perdido a la franquicia, el control interno; de limpiar la imagen de la marca, el prestigio carcomido por la ridícula función exhibida ante los medios y ante el mundo; de ordenar los principios y valores de la producción; de encauzar el futuro torcido. Había que restablecer la efigie del James Bond victorioso, eliminar del paladar el regusto amargo de un experimento fallido. Lazenby había sido un desventurado error o una elección calamitosa o penosa. Urgía una meditación sosegada, empero con una producción previa que coronase el ciclo de una forma agradable para todos. Había que volver a los orígenes, rehuir de las copias baratas. Había que volver a izar la bandera del Agente 007 por excelencia. Había que volver a traer al héroe, a la leyenda, al omnipotente. Había que volver a conquistar a Sean Connery, costase lo que costase… Y por supuesto que iba a costar.


Lucenadigital.com, 30 de junio de 2024

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