Entre
mis hábitos de lectura, el cómic nunca tuvo relevancia en demasía. Ignoro la
causa de tan desatinado despego hacia una forma de arte que, con desaforada
taumaturgia, compagina dos géneros en apariencia dispares como son la narrativa
y la ilustración. Soy consciente del cúmulo de genialidades que pueden llegar a
desplegarse en sus páginas, aunque nunca terminó de hipnotizarme su canto de
sirena. Y pude intentarlo durante varias etapas de mi juventud. Recuerdo de
niño aproximarme a los tebeos de Zipi y Zape o a algunas de las aventuras
superheroicas publicadas por Marvel o DC. Alcanzada la adolescencia piqué un
poco de ediciones europeas, incluso rondando la veintena, ya desquiciado adicto
a la novela, sostuve obras de Mortadelo y Filemón, al tiempo que un amigo
procuró alistarme, sin apreciable éxito, a través de la novela gráfica. Quien
se desgarre la garganta denostando el género artístico (entiendo que teclear género
literario, amén de impreciso, supone menospreciar el dibujo implícito) como
propio de la franja infantil de la vida, además de imbécil, sólo denota un
supino grado de incultura, pues el cómic, insisto, es una forma de arte y, como
tal, desprendida de las ligaduras de la edad y de los grupúsculos de las
épocas. Ajeno a cualquier factor crepuscular.