jueves, 11 de abril de 2024

Aquellos días de lecturas

  Nunca he sido persona que mire con añoranza hacia el pasado, creo haberlo confesado en alguna ocasión. El pasado es lo que hoy soy y, por consiguiente, me acompaña cada día y allá donde voy, como la tortuga se ve en la necesidad de cargar con su caparazón. No es que el pasado sea una carga, entiéndaseme. Sólo es algo inherente, consustancial, a la persona que teclea estas líneas… Somos lo que somos, ya sabe, porque fuimos lo que fuimos. De hecho, no retornaría a momento pasado alguno. El pasado es recuerdo, es alegría, es tristeza, es dolor, es placer, es sufrimiento, es gozo, es suerte, es desgracia; pero, sobre todo, el pasado es memoria, es historia, es lección aprendida y experiencia vivida, y es, lo planteaba antes, fundamento consustancial a mi presente… a nuestro presente. Se irá incrementando, a medida que el tiempo, irremediablemente, pase, variando, o transformando, más bien, la sustancia, como el amargo sabor del café se va diluyendo con cada cucharada de azúcar, hasta que, al final, de su esencia no queda sino la nada.

No significa esto que no eche de menos vivencias o instantes pasados, como se echa en falta a aquellas personas queridas que un día me acompañaron durante el camino, o que durante un tiempo compartimos camino, que el matiz no siempre es fácil de discernir. Particularidades, costumbres que, por su propia naturaleza, desaparecieron con la misma práctica que las vio nacer.

Ahora, miro por la ventana y contemplo la mañana de otoño nebulosa y asfixiante, ocre y atemperada; la tarde de invierno fría y desapacible, la lluvia intermitente, el viento soplando gélido, cortante; la noche de primavera, suave y aromática, salpicada de polen y esencias; la madrugada de verano, densa y febril, seca e insomne. Ahora que todo es estrés, que se amplifican las obligaciones y las responsabilidades, que los compromisos nos arrastran y reconducen. Ahora que todo es quehacer constante, aun asumido con conformidad, complacido, consecuencia de la evolución y espejo de involuciones. Ahora, con frecuencia, echo de menos aquellas horas de lectura de épocas muy pretéritas, a la clara luz de la ventana o la radiante de la lampara. Horas continuas de lectura, inmerso en la narración, perdido en la historia, atrapado en las aventuras y desventuras de los protagonistas, embriagado por el olor del papel impreso, extasiado por el apasionante misterio de esas palabras combinadas según una estructura lógica, impregnada, en ocasiones (la destreza del autor resulta factor determinante en tales lides), de una armonía espontánea e hipnótica.

El ritual era sencillo y, a la vez, solemne, protocolario. Mañana, tarde, noche despejada. Rincón iluminado al uso. Sillón recto, sofá firme, cualesquiera cómodos. Libro de turno a distancia aconsejable. Y desaparecer. Desaparecer al calor de la mesa camilla, al abrazo de la manta, al hálito de la brisa. Desaparecer de la realidad, participar en la alternativa. Imaginar. Provocar que el cerebro, arcano programador biológico, genere escenarios, olores, sabores, contactos, sensaciones. Vivir y no vivir. Recorrer el mundo, otros mundos, junto con una miríada de personajes, hasta que las sendas convergentes vuelvan a separarse, hasta la última página, hasta girar la contraportada. Hasta dejar de sentir definitivamente el peso.

Porque el peso del libro es prodigioso. La textura, sea rugosa, sea sedosa, del papel al deslizar los dedos por la página; esa punzada en la yema al presionar el borde para pasarla. La mixtura de tinta, cola y fibra. La contundencia del bloque. Y esa mágica aleación se pierde, al traspasar la frontera del entorno hacia la ficción, para recuperarla tras el regreso con liviandad, pues todavía se padecen efectos como aturdidores, como quien viaja de un extremo al otro del planeta. Al punto que aclimatarse deviene condición precisa, dejar que el peso retorne a las manos, que el aroma de la hoja escrita se desvanezca de la pituitaria, que la pantalla desplegada ante los ojos se alce, que las imágenes proyectadas por el cerebro se disipen.

Echo de menos aquellos ratos de experiencias no vividas, de dominio de la imaginación, de proceso del intelecto. Echo de menos aquellas horas de lectura en el sillón del hogar, repudiado por la borrosa vorágine circundante. Tranquilo y sumido en la historia propuesta por el creador.

El residuo. El residuo queda. Apenas unos minutos hurtados a la noche y al sueño. Y volar. Volar antes de dejarse llevar por esa narcolepsia orgánica insuflada por Morfeo, que te abisma y te apoca la conciencia. E imaginar, de nuevo, sin imaginar verdaderamente. Sin advertir el grave aroma, el rotundo peso, el dócil tacto del buen libro. El residuo. El resido queda. El remanente de esas madrugadas insomnes, tras las dos o tres horas de tregua de la duermevela, tras los eternos minutos de remover postura y sábanas, tras claudicar a la vigilia… Y, aunque queda el residuo, cuánto echo de menos, maldita sea, aquellos días de lecturas.


Lucenadigital.com, 1 de abril de 2023

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