miércoles, 13 de marzo de 2024

Perder el contacto

  Realmente sorprende la facilidad con la que se puede perder el contacto con las personas a las que queremos. Parece, en verdad, mentira, dada la salvaje era de la comunicación en la cual vivimos, cuando, hasta el momento, no ha habido en la historia de la humanidad mayor número de medios a nuestra disposición para contactar con quien nos dé la gana y en el instante que nos dé la gana.

Y sin embargo, pasa. Ese desprendimiento o alejamiento de familiares o amigos. Personas cuyo afecto, otrora, se complementaba con la cercanía: reuniones, formales o informales, charlas frecuentes, ocio y diversión, confidencias; amistad, afinidad, parentesco; de improviso, desaparece. La cercanía, no el afecto, lo que no deja de intensificar lo extraño u original del asunto, porque la lógica despacharía lo contrario y en inverso sentido. Quiero decir, o teclear, que el alejamiento mermaría el afecto, al igual que la pérdida de afecto provocaría el alejamiento. Pero no siempre sucede así, de ahí lo sugerente de la posición.

No es que se hayan producido fricciones ni graves discusiones. Tampoco traiciones o agresiones. No se trata de desconfianzas o decepciones. A veces, es llana y simplemente pura dejadez. Una negligente desidia motivada por la holgazanería en la que la indiferencia brilla con luz refulgente y que revestimos o adornamos de las más banales y chabacanas excusas. Es el abandono sometido a la inercia del individualismo egoísta que procuramos escenificar con argumentos sueltos y rocambolescas tramas, aturdidores de la conciencia, regímenes de autocomplacencia, vehiculados para el placentero sueño, para superar los convencionalismos sociales.

No apetece, es mera comodidad, también. Acomodamiento a una situación vital, a una etapa de la vida en la que, con decidido esfuerzo, hemos logrado encajar o que hemos amoldado a nuestras necesidades. Así, hechos o rehechos a esa rutina perfecta que, apreciada en su justa medida, nos hace soportable, llevadero, el trajín de la propia existencia, nos mantiene aislados, a salvo, de una realidad que corroe el alma; así, la ruptura con ese diario acondicionado, con ese orden fabricado, definidor de las horas, se torna más compleja (¡montaña imposible de escalar!) que la ruptura del contacto, infame perturbador del hábito ideal, del equilibrio, del reposo y la estabilidad, del confortable estado de las cosas. Cuesta más violentar el estatismo que cumplir con el contacto que implica el afecto.

En otras ocasiones, por supuesto, es ley no escrita, ritmos involuntarios, obligaciones inherentes al desarrollo personal, a la evolución humana. Cambios impuestos por el natural devenir o por el implacable destino. Lo que antes nos cuadraba, cuando antes teníamos facilidad para el arreglo, ahora ya no es tan fácil deshacer los planes previstos. Cuando antes el amiguete nos proponía quedar para tomar algo en un bar o una reunión improvisada del grupo para almorzar un sábado, una peli en el cine, un rato de conversación en buena compañía, en definitiva; ahora, otros compromisos prioritarios subyugan nuestras facultades sobre el tiempo. Esos amigos encuentran parejas, esas parejas tienen hijos, esas familias adquieren prioridad, resulta evidente, a la par que destruyen aquellos contactos antaño esenciales. Por descontado, la responsabilidad del trabajo se engloba en el grupo obligacional en estas líneas referenciado. Trabajo que nos absorbe y consume, imponiéndonos sus normas y su voluntad.

Otro factor es la distancia, la geográfica. El camino de la vida es caprichoso, la senda, incógnita. Nos asigna de golpe ubicaciones que marcan el declive del contacto. Distanciamiento local y personal que entristece el afecto.

Nada de esto, lo adelantaba con anterioridad, es óbice para recurrir a los medios de comunicación ofrecidos por la tecnología vigente. Desde la arcaica llamada telefónica hasta las realizadas a través de vídeo, pasando por el correo electrónico y demás sistemas de redes sociales. Basta, entonces, el interés, cuya ausencia equipara el perjuicio.

Sirva esta reflexión, si se me permite, pretenciosa del articulismo, como mea culpa, imploradora de indulgencia, hacia aquellos queridos amigos y familiares, siempre presentes en mi corazón y mis pensamientos, a quienes he maltratado y maltrato con la quiebra del contacto. Reconozco que soy una persona baqueteada por una miríada de defectos, entre los cuales se halla la maldición de la rutina, su derivada comodidad, que se traducen en orden magnífico. Luego está el trabajo, los quehaceres personales, el dimensionamiento de la localización. Aunque intento que la mínima aportación de la llamada mantenga la combustión de las brasas. Sirva de extensión, si se me concede el perdón, para los amigos y compañeros de la Asociación Cultural Naufragio, a la que tanta dicha deseo y cuyas actividades y cuyos actos apenas frecuento ya, reduciéndolos a la contribución de mis modestos análisis cinematográficos para la revista Saigón. Cubierta la faceta literaria por otros más capacitados, mucho he aspirado a organizar algún acto relacionado con ese ámbito cinematográfico en las últimas fechas. No obstante, un fin de semana de ciclo o foro me tiende a pesar. Barruntado ha sido por mi inquieta imaginación, algún especial dedicado al estudio y comentario de una película para el programa La voz a ti debida (con la venia de su director), emitido por las ondas egabrenses de Radio Atalaya. Si bien, varias dudas me asaltan y acechan, en torno a la idoneidad del formato (que no del medio) y la disponibilidad para cubrir, ah, lo prometido.

Y es que la falta de contacto acaba envenenando el entusiasmo.


Lucenadigital.com, 1 de marzo de 2023

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