domingo, 12 de noviembre de 2023

El rencor

  Es el rencor, entiendo yo, la forma más estúpida de autodestrucción, pues germina como un cáncer autoinfligido que se nutre del fluido vital, gangrena el cerebro, envenena el corazón y congela el alma. Ennegrece y corroe, va comiendo por dentro, poco a poco, hasta que no queda nada, y la humanidad desaparece y todo resulta un amasijo putrefacto y pustuloso, hediondo a kilómetros, cual galera a vista de costa.

Es el rencor, también, la forma más estúpida de dedicación obcecada, pues desperdicia el talento tras un deseo inútil de malsana venganza, de paz utópica, de distópica justicia, de aparente sosiego perpetuo. Degenera y pervierte, descompone aptitudes y quiebra el desarrollo. Es el rencor, cómo no, la forma más estúpida de tiempo perdido, pues no aporta novedad o virtud, siquiera distracción ociosa que despeje la mente o reactive el cuerpo; mucho menos, progreso intelectual que engrandezca la persona y contribuya a la evolución de la especie. Es el rencor, en fin, la forma más estúpida de protagonismo enemigo, pues focaliza o centraliza el universo en una figura individual en torno a la cual acontece cada suceso de la existencia, cual principio heliocéntrico de imitación, patético plagio de la subsistencia.

Conozco a personas que viven en el rencor permanente y soy testigo de cómo se consumen, carcomidos por su propia bilis corrompida, cual suministro de ácido en vena. Vuelven una y otra vez sobre el tema, circunnavegan alrededor de aquella supuesta infamia que atentó contra su honor, traicionando su confianza y apuñalando su bondadosa generosidad, su sincero amor o su preciada amistad. Cada aspecto de su biografía los reconduce, irremediablemente, al aciago momento, al nefasto incidente, todo deviene reflejo inevitable de aquel ultrajante atropello, crónica negra de la naturaleza humana. Y comprendo el dolor, y que ese dolor sea ira, y que esa ira se arraigue en el interior con el pesar y la tristeza. Pero no puede, tan tétrico y mustio sentimiento, ser forma de vida ni manera de vivir.

La opción, sí, la opción, si queda espacio para el consuelo, es la ignorancia, que no significa el olvido, porque el olvido desmantela el aprendizaje, la experiencia necesaria para cualquier ser. Es eliminar la presencia insana del plano espacio-temporal, no como si nunca hubiera existido (proceder que aboca, tecleaba, al olvido), sino como si ya no existiera, fructífero planteamiento de singular material con efectos balsámicos. Atrapar o contener, cual barrera, los datos que programan o programaron aquel episodio acerbo, relegándolo a un recuerdo pasado, no a una rememoración agria; a algo que sucedió, no a algo que sucede, jaquecosa constancia, bucle terco y corrosivo, infinito e imperecedero. A algo más próximo al agnosticismo que al ateísmo.

Jamás me arriesgaría a atribuirme voluntariamente la carga de mostrar a mi amigo Tito como ejemplo de nada digno de ser valorado con aprecio y respeto. Carezco, lo reconozco, de los arrestos precisos para llevar acabo tamaña misión suicida… Aunque siempre hay excepciones a la regla.

«No hubo un minuto en el que me fiara de él», me confiesa, el aire nostálgico, la mirada perdida en otra época, en otro lugar; en una etapa de su vida que no conocí, o que tal vez, por desinterés o desidia, me ocultó… hasta ahora. Nos hallamos en su casa. Hacía semanas que no nos veíamos, que no charlábamos cara a cara. El ambiente en el interior de la sala es templado y una ventana entreabierta permite el paso de la suave brisa exterior que lo renueva, haciendo agradable la estancia. Pese a que el sol todavía coquetea con su cénit, las sombras se atrincheran por algunas de las zonas de la habitación, fortaleciéndose en ellas mediante consistentes formas trapezoidales, que obligan a mi amigo a recurrir a la moderada luz de una lámpara, para poder leer, en el rincón que su macilento cuerpo ocupa, sin excesivo peligro para sus ojos. Como de costumbre, los libros se apilan, amontonan más bien, por doquier, inquebrantables ante la fina, cuasi transparente, capa de polvo que el transcurso del tiempo ha depositado con veneración, como el creyente deposita sus ofrendas a los pies de sus dioses. Mientras me habla, sentado en un sillón ajado y desteñido, la voz cálida y tranquila, como si el tono, cual dulce sirena, atrajera el instante pretérito hacia nuestra íntima reunión, aprovecho para rebuscar entre los libros desperdigados y recuperar, como suele ser habitual, los de mi propiedad. Sabe que no presto libros, así que se limita a tomarlos sin permiso, con nocturnidad y alevosía, alcanzando el grado imperativo la operación de rescate. «Era un tipo sibilino —continúa—. Un buscavidas con dos caras, mentiroso, irregular y desleal. Empleaba el trato educado, las historias lacrimógenas o la actitud condescendiente como añagazas para ganarse la confianza o la compasión y apuñalar por la espalda a la menor oportunidad, o lograr el provecho individual y egoísta. Un fulano de pura hipocresía». Calla, entonces, y me observa, media sonrisa asomando por entre la comisura de sus labios, descansar en una silla con mis volúmenes bajo el brazo, tras concluir la operación a satisfacción. «¿Qué ocurrió?», pregunto, instándole a seguir con el relato. Tito encoge los hombros, decidido. «Qué importa eso ya —sentencia—. Simplemente, un día colmó mi paciencia. Desde aquel instante, hago como si no lo conociera. Y si me cruzo por la calle con él, lo ignoro… Sólo es alguien más caminado por allí».


Lucenadigital.com, el 31 de octubre de 2022

No hay comentarios:

Publicar un comentario