Antonio de Ulloa fue una de las mentes más preclaras de su tiempo. Un ilustrado de diccionario, forjado en la Armada, a mayor gloria de las ciencias, y descubridor del platino. Nació en Sevilla en 1716 y, con apenas trece años, zarpó hacia América, por donde anduvo tres. A su regreso, ingresó en la Real Academia de Guardiamarinas de Cádiz y, sólo dos años después, participó en una expedición destinada a medir el arco del meridiano, patrocinada por la Academia Real de Ciencias francesa (actual Academia de Ciencias de Francia), a la que fue incorporado como miembro. Más tarde, sería igualmente nombrado miembro de la Real Academia de las Ciencias de Suecia y de la Academia Prusiana de las Ciencias y, en 1752, fundó el Estudio y Gabinete de Historia Natural, precedente del Real Gabinete de Historia Natural (hoy, Museo Nacional de Ciencias Naturales), y, en 1753, participó en la creación del Real Observatorio Astronómico de Cádiz (Real Instituto y Observatorio de la Armada), así como en el primer laboratorio de metalurgia español. Anecdótica fue su elección como miembro de la Royal Society británica en 1746. Durante el regreso a Europa de aquella expedición francesa, su fragata, que por inclemencias meteorológicas había desviado el rumbo, fue interceptada por corsarios británicos (no podían faltar en la historia tamaños bellacos), quienes apresaron a la tripulación y la condujeron hasta Londres. Allí, Ulloa fue reconocido y presentado al presidente de la institución, quien, aflojándole un tanto los grilletes (de sobras es conocida la cortesía británica), propuso su nombramiento, el cual se hizo efectivo en el mes de diciembre de aquel año de 1746.
Entrado el año 1758, fue nombrado
Gobernador de Huancavelica, en el Virreinato del Perú, encomendándosele,
además, la tarea de reorganizar e impulsar la extracción en las minas de
mercurio (a esto del mercurio convendría dedicarle título distintivo). Cansado
del tema, lo de la gobernanza nunca fue santo de su devoción, solicitó ser
relevado de su cargo en 1764, de modo que partió, para establecerse en La
Habana, a la espera de instrucciones reales. En el ínterin, por aquello de no
estar ocioso, combatió el aburrimiento y mató el tiempo estudiando las
comunicaciones postales entre la España peninsular y sus provincias americanas.
Fruto del pasatiempo fue, en 1765, Modo de facilitar los Correos de España
con el Reyno del Perú, en el que informó de la ineficiencia de la ruta
vigente, La Coruña-La Habana, proponiendo una segunda ruta La Coruña-Buenos
Aires, la cual se inauguró en 1767.
Y, en fin, que llegado el 5 de marzo
de 1766, caso omiso a sus reticencias gubernamentales, Antonio de Ulloa tomó
posesión del cargo de Gobernador de La Luisiana, dependiente de la Capitanía
General de Cuba e integrada en el Virreinato de Nueva España.
Las órdenes de la Corona de España
estaban orientadas a facilitar la primera toma de contacto con los residentes
(a quienes, recordemos, les había pillado de improviso la nueva titularidad del
territorio), razón por la cual Ulloa debía asentarse sin innovar leyes, usos,
costumbres, jueces ordinarios ni Consejo Superior; amén de mantener libres de
impuestos españoles tanto a personas como a haciendas. Compréndase que no
dejaba de ser una aventura a lo desconocido, como todas las aventuras
españolas, por otra parte. No obstante, pese a que Ulloa trató de asomarse
procurando componer en su enflaquecido rostro la mejor de las sonrisas, el
recibimiento por los colonos fue bastante frío, cercano al cero absoluto. El
Gobernador, con buena intención, subió la soldada de los colonos franceses que
aceptaron el nuevo servicio y se comprometió a asumir las deudas contraídas por
Francia en su antiguo departamento. Pero un somero vistazo ya le permitió emitir
un informe (instrumento tan apreciado por él) a través del cual advirtió de la
escasez de la población europea, rodeada de indígenas muy hostiles en constante
amago de ataque, la inexistente tradición religiosa, la deficiencia de las
infraestructuras y la debilidad de la presencia institucional; propuso,
incluso, el traslado de unidades militares de Cuba para reforzar el gobierno,
petición rechazada en favor de la defensa de la isla. Decepción que compensó
casándose, en 1767, a sus cincuenta y un años, con Francisca Remírez de Laredo,
hija de Francisco Remírez de Laredo, corregidor de Huamalíes y primer conde de
San Xavier y Casa Laredo.
No todo podían ser privilegios, claro está; al fin y al cabo, La Luisiana era una provincia española más. El Gobernador restringió el comercio —excesivamente libre para el gusto de un Reino acostumbrado al monopolio— a un puñado de puertos españoles y prohibió la importación de vino francés. Y vaya, para un gabacho, por muy colono americano reconvertido de la noche a la mañana en español que fuera, el que le tocaran el vino… qué tecleo que le tocaran… que le vedaran el vino, y el vino francés, segundo del mundo tras el español (los gabachos nunca fueron exquisitos ni elitistas), era afrenta intolerable. Casi hubieran preferido aquellos colonos que el Gobernador Ulloa les hubiera mentado a las madres que los habían parido. El hecho fue que, en 1768, se lio un pifostio de los de época, con sediciones, quema de montones de basura, vuelcos de carros gubernativos, restitución de antiguos Consejos; muy a la francesa, ensayo de lo que estaría por acaecer en el reino europeo veintiún años después. Antonio de Ulloa tomó a su esposa y las de Villadiego, pies para qué os quiero, y se plantó en Cádiz en menos de un suspiro.
Al enterarse el rey Carlos III de la sublevación y expulsión de su Gobernador, se le resecaron los polvos de la peluca. Convocó al mariscal de campo Alejandro O’Reilly y le ordenó restablecer el orden en la provincia. O’Reilly organizó la respuesta y, acompañado por el general Luis de Unzaga y Amézaga, en mayo de 1769, zarpó de Cádiz al frente de una flota de veinte navíos, dos mil soldados de infantería y otros cientos de caballería; ello, con la correspondiente artillería. Previa escala en La Habana, en agosto de 1769, arribó en el puerto de Nueva Orleans.
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