sábado, 14 de noviembre de 2020

Restablecer el bipartidismo

Pues, a ver, qué quiere que le diga, a mí me parece tan buena estrategia como otra cualquiera para volver al régimen bipartidista que, desde la época de Cánovas y Sagasta, ha imperado, y con incontestable éxito, en este sistema de partidos que decidimos darnos por estos lares patrios.

Porque eso del multipartidismo está fenomenal de cara a las galerías de la Asamblea de las Naciones Unidas y del Parlamento Europeo, por donde nos pasearíamos rodeados de palmeros potentados del encumbramiento del pluralismo; pero, qué duda cabe, llegada la hora de repartir el estipendio arrebañado del erario público, el tamaño del puñado es inversamente proporcional al número de empuñadores, como el dulce pastel en el cual, al ser troceado entre muchos, las porciones empequeñecen. Así que exponer la inutilidad de los nuevos partidos para la estabilidad gubernativa se antoja un plan (brillante, por su simpleza, a la par que mezquino, por su alevosía), sobradamente eficaz para los dos partidos de mayor tradición y arraigo en nuestro parlamentarismo. Con ello, les basta negar la coalición, amparándose en variopintas excusas, y dárselas de mártires para perfilar una ficción que, ante los votantes —a quienes se han ido encargando de aborregar, o quienes, ineptos hasta para formar su propia opinión, se dejan fácilmente seducir por vociferantes tertulianos de baratillo o anónimos charlatanes de Internet—, proyecta la imagen superflua y ociosa de esos chisgarabises que vinieron a quebrar la tranquila, pacífica, estabilidad del sistema. Y claro, con semejantes chiquilicuatres de pacotilla que no paran de poner trabas a la construcción del Gobierno y al avance y desarrollo del país, merece la pena rehusar la novedad y restituir la elección de uno de los dos partidos habituales, en atinado turno. En dos o tres legislaturas, cortas o largas, esos ridículos partidos, que convirtieron el arco del Congreso en un feísimo arcoíris, desnutridos por la transparencia de la ración de dinero público, fenecerán, autoconsumidos y olvidados en el desván de los cachivaches arrumbados del cual siempre fueron verdaderos candidatos.

Al mismo tiempo, arrastrados por la soberbia de la juventud, los naranjas han sido engullidos por el bamboleante o zigzagueante discurso de su líder, perdido entre la bruma de su propia duda; arenas movedizas que, como tierra de nadie o campo de refugiados, acogieron a todos aquellos repudiados que no conocían otro oficio, ni falta que les hacía. Mientras que los morados, vanagloriados de ser el germen de una justa indignación, debilitados y fragmentados por las luchas internas de poder, siguen incondicionalmente a un caudillo seducido ya por la ostentación de aquella casta contra la que prometió luchar. Ninguno de los dos ha hecho lo que de ellos se esperaba. Ninguno de los dos ha hecho lo que se debía hacer. Ambos han quedado esclavizados por la corriente de un sistema de partidos que jamás se preocupa por el interés general, que se funda con el instinto de supervivencia enraizado en sus estatutos, que no obra si no es en interés particular. Entonces, lo que fuera un magnífico plan de restauración bipartidista ha contado con la estúpida complicidad de unos políticos bisoños que han caído en la trampa, cuales vergonzantes novatos de manual. Que, en lugar de conformarse con empezar metiendo la cabeza, descolocando desde el principio a los conspiradores, han preferido jugar en una partida todavía demasiado grande para ellos.

Sin embargo, quizá no nos dimos cuenta de que habíamos de frivolizar con la ilusión del racional y razonable acuerdo. Lo cierto es que un Gobierno de coalición habría durado en España tanto como la primera encuesta que alzara o ensalzara a cualquiera de los partidos integrantes, que, estragado por el pensamiento onanista, obstaculizaría el ritmo para forzar su disolución. Los políticos españoles han asumido, radiantes, la mímesis de la naturaleza italiana del caos y el zangoloteo gubernamental. Incapaces de trabajar por el bien común, prefieren aburrir a los ciudadanos con infinitas convocatorias electorales, las cuales a la vez que dan de comer a los periodistas, malgastan ciento cincuenta millones del presupuesto estatal que, oh casualidad, no están disponibles para Sanidad, Educación, Seguridad o Justicia. Sólo el infantil capricho de un puñado de antojadizos malcriados podría ser más lamentable y bochornoso que los imbéciles que los secundan en sus narcisistas procederes y en sus groseras campañas.

Por eso, cuando en pocos días acuda a ejercer su derecho al voto, creyendo que tal pandilla de tipejos merece el respeto y las molestias del mismo, hágase un favor y háganos un favor: restablezca el bipartidismo. Recuperemos el sistema de bandos, el conmigo o contra mí, el blanco o el negro. Despertemos del sueño de las distintas tonalidades de grises. Rehabilitemos la comodidad de los turnos decimonónico y vicésimo. Amorticemos las bondades del poder bipartidista. Apelemos a la sencillez de la dualidad, límite máximo nacional.


Lucenadigital.com, 6 de noviembre de 2019

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