No tiene pinta de mejorar la cosa.
Quiero decir que esto va a peor. Es un narcisismo exacerbado, un egocentrismo
truculento y una retorcida catarsis individualista que entristece a la par que
sulfura. Un motivo más para minorar el crédito de la especie humana. Se supone,
sólo se supone, que somos animales políticos: necesitamos vivir en sociedad. Y,
paradójicamente, este vivir en sociedad entra en conflicto con las cualidades
egoístas antes tecleadas, o, mejor, esa naturaleza gregaria es el perfecto
catalizador de estas conductas de autónoma rebeldía que persiguen el puro
protagonismo, el centro de la atención del conjunto de la masa humana.
Hace
ya unos cuantos años, esta casa publicó mi artículo «Dolor y medios». Escrito a
raíz del infausto accidente ferroviario acaecido en Galicia, agradecía las
próvidas y francas muestras de los lugareños que acudieron raudos al socorro de
las víctimas: «También esta España, a menudo mezquina y siempre cainita, es
capaz de gestos nobles y altruistas que nos reconcilian y nos demuestran que,
frente a nuestra natural condición individual, la fuerza y el éxito se aseguran
cuando actuamos como colectividad. Las muestras de solidaridad, el incontenible
despliegue de auxilio y los múltiples ofrecimientos desinteresados mueven al
orgullo y condonan a una sociedad tendente al revanchismo. […] la entereza,
disposición y generosidad de nuestros conciudadanos es digna de reconocer».
Pero,
de consuno con una merecida crítica a puntuales comportamientos periodísticos,
también reservaba un pequeño espacio a condenar lo que ya por entonces
comenzaba a ser una ordinaria y desagradable práctica, consistente en echar
mano del teléfono móvil en mitad de la catástrofe y empezar a grabar o
fotografiar para ser el primero en difundirlo por el mundo, adquiriendo, con
tan ruin proceder, la oportuna notoriedad. Después, el asunto fue degenerando:
aparecieron las autofotos de los gilipollas colgados de los voladizos de los
rascacielos o los vídeos de los imbéciles retándose a superar las más
rocambolescas formas de atentado reflexivo contra la integridad física; todo
por un efímero minuto de gloria. Que es lo importante: la gloria, aunque se
compute en segundos.
Volví,
por enésima vez, a cavilar sobre el tema cuando, a principios de año, la fatal
explosión de gas en una panadería parisiense segó la vida, entre otras, de una
ciudadana española que pasaba el fin de semana en la capital francesa con su
marido, disfrutando de un romántico regalo. Terminaba de vestirse junto a la
ventana de su hotel en el momento de la explosión, la cual arrancó el marco,
golpeándola en la cabeza. Me quedé con el fatídico y duro relato del padre,
publicado pasados dos días en el periódico El
País. Cómo el marido gritó «¡ayuda!» a través del deforme hueco dejado en
la pared de la habitación. Cómo, desesperado, ignorando qué más podía hacer,
tomó a su mujer en brazos y corrió escaleras abajo en busca de socorro, sin que
nadie acudiera al auxilio, pues «Todo el mundo estaba con los móviles grabando
y nadie les socorrió, hasta que a mi yerno se la quitó de los brazos un
bombero, que le hizo un masaje cardíaco hasta que llegó la ambulancia», declaró
el afligido padre de la víctima al medio de comunicación. «La trasladaron al
Hospital Universitario de París, donde se certificó su muerte horas después»,
añadió la periodista.
Nos
consternó, casi tanto como la imagen de aquel marido cargando, impotente, con
el cuerpo malherido de su esposa, la fría actitud de los testigos, únicamente
preocupados por lograr el mejor encuadre de la escena. Una consternación
transitoria, la verdad, fugaz. Suficiente para rotular un título para la
noticia informativa de un nivel lacrimógeno adecuado para captar al lector,
escuchante o televidente.
Los
que aguardan la venida del tsunami, la lava del volcán, el derrumbe del
terremoto, esperanzados en capturar una secuencia inaudita de planos e
introducirla en su red social para la difusión, al igual que quienes
directamente ruedan el retablo del siniestro o la hecatombe en vez de asistir a
los accidentados o necesitados, o lo hacen con una mano mientras la otra
sostiene el teléfono, o, simplemente, miran la vida por medio de los fotogramas
generados por la cámara del móvil son el mismo ejemplo de decadencia humana. De
ese sesgo de anhelante notoriedad que impregna nuestra condición, con un mayor
declive en los últimos tiempos.
Agota,
ciertamente, esa insana obsesión por la fama, esa dependencia del número de
seguidores; la arrogancia de creer que a los demás les importa un carajo tu
vida, la perturbadora compulsión a arriesgar el pellejo estúpidamente, la
rastrera priorización del reportaje gráfico frente al amparo a los damnificados
o violentados, la artificiosa experimentación transversal de la pantalla… Y lo
malo es que, pese a lo reprochable de tales hábitos, se continúa premiándolos,
sumando seguidores y cotillas, admiradores del riesgo y nefastos refrendarios
del arte de divulgar el infortunio.
Lucenadigital.com, 1 de abril de 2019
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