Curiosa es la ligereza con la que
se emplea a día de hoy el concepto de editorial. Cualquiera con un ordenador y
nociones básicas de maquetación y fotomontaje, se hace llamar editor. Te
ofrece, además, servicios por paquetes, algunos tan básicos en la profesión
como la corrección ortográfica y de estilo (a veces, ni siquiera esta última).
Pero
una editorial es más que eso. Una editorial coge el texto en bruto, redactado
por el autor en su formato favorito, y va trasladándolo de sección en sección,
cual cadena de montaje, hasta que termina en los estantes de las librerías.
Quiero decir que la edición, la edición de verdad, se ocupa de la forma y el
fondo, y también de la publicación. Los editores deben ser inversores,
empresarios dedicados a un negocio que entraña riesgos.
Esto
implica, es evidente, comenzar con un estudio o análisis de éxito de la obra,
cuestión más en consonancia con la intuición o la experiencia. Superado el
trámite, aceptada la obra, se inicia la etapa de corrección ortográfica y de
estilo, para continuar con la maquetación, la configuración de la portada,
etcétera. La culminación es, como he tecleado, la publicación. Sacar a la luz
la obra, distribuirla entre las librerías y procurar una buena mercadotecnia,
conseguir que el libro se venda, recuperando la inversión y obteniendo
ganancias, cuanto más cuantiosas, mejor, claro.
En
el sector editorial, también despuntan los aprovechados, ojo, y es práctica
recurrente hacia los autores desconocidos (Umberto Eco la narra magistralmente
en su portentosa obra El péndulo de
Foucault) la de concertar un contrato de edición de, pongamos, quinientos
ejemplares, siendo los beneficios del autor el uno por ciento del precio de
venta (es desconocido, apuntaba; los grandes pueden rondar el diez-doce). De
los quinientos ejemplares acordados, la editorial sólo edita cien, a un coste
de, digamos, tres euros cada libro, por un total de trescientos euros. El
precio de venta se fija en diez euros. Entre que al autor no lo conoce ni el
Tato y que la editorial, aunque se estipulaba en el contrato y se sumaba como
gasto, apenas ha invertido en publicidad y distribución, se venden diez
ejemplares: cien euros de ingresos, de los cuales un euro es para el autor y
noventa y nueve, para la editorial. Por ahora, matemática pura, la editorial
está en pérdidas con el negocio… Sólo por ahora. La jugada arranca tanteando al
autor, pasado un tiempo prudencial, con lamentos y ayes, pues en sus almacenes
quedan cincuenta ejemplares (noventa, en realidad) que, por economía espacial,
tendrán que ser destruidos. No obstante, si el autor desease adquirirlos, la
editorial podría vendérselos por el módico precio de seis euros la unidad. El
autor, movido por un arrebatador sentimiento paterno, compra de inmediato los
volúmenes, con el pertinente desembolso de los trescientos euros de rigor, y
abriendo la puerta de las ganancias a la editorial. Meses más tarde, un año,
quizá, la editorial vuelve contactar con el autor para informarle de que, oh
sorpresa, cuarenta ejemplares se encuentran en depósito en sus dependencias,
preparados para la inminente destrucción, salvo que el autor desee
agenciárselos a un precio de ganga: cuatro euros unidad. Recauda, entonces, la
editorial otros ciento sesenta euros del benigno autor. Así, la editorial evita
catalogar de negocio ruinoso una operación que le ha reportado un beneficio
inferior al esperado, sin dejar de ser beneficio.
Retornando
a las pseudoeditoriales, no son muchas las que proporcionan la mercadotecnia y
la distribución en el bloque de sus servicios, que exponen tocando el
corazoncito del ingenuo autor con promesas de éxito que no terminan de llegar
ni al minuto de gloria y la vergüenza ajena que se siente con proclamas como «¡podrás
recuperar tu inversión vendiendo el libro entre tus familiares y amigos!»,
cuando el autor, quien, efectivamente, para recuperar la inversión, se ve en la
necesidad de vender su libro entre familiares y amigos, lo que desearía es
regalarlo a aquellas personas que lo quieren y apoyan.
Es acertado el aforismo
de que cualquiera publica un libro; sin embargo, acaece a costa de empresas
dedicadas a prestar servicios de autoedición parapetadas tras el, en tales
supuestos, rimbombante término de editorial; y no a la de editoriales profesionales,
fundadas en el orden natural del significado, mercantiles dispuestas a jugarse
el prestigio y los cuartos por un fenómeno literario en potencia y a mayor
gloria de las Letras… y de sus dividendos. O no siempre, porque con frecuencia
nos topamos en los anaqueles de las librerías títulos sufragados por poderosos
sellos editoriales, firmados por famosetes que en su vida han abierto un libro
ni compuesto un sintagma congruente y escritos por diestros negros, mercenarios
pagados a tanto la palabra, que nos hace pensar que sí, que cualquiera publica
un libro, el cual, encima, compramos. Nos ha jodido.
Lucenadigital.com, 2 de noviembre de 2018
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